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En aquellos mismos días, de la misma manera pérfida e implacable, los ingleses hicieron entrega a los comunistas yugoslavos de los enemigos de su régimen (¡sus propios aliados de 1941!) para que fueran fusilados sin juicio previo y exterminados.

Y después de veinticinco años, en la libre Gran Bretaña, con su prensa independiente, nadie ha deseado contar esta traición ni alarmar a la opinión pública. [158]

(En sus respectivos países, Churchill y Roosevelt están considerados modelos de sabiduría estatal, y puede que con el tiempo Inglaterra llegue a cubrirse de monumentos a tan insigne varón. Pero nosotros, en nuestras conversaciones entre presidiarios rusos, percibíamos con toda claridad la pasmosa y sistemática miopía de ambos dirigentes y hasta su necedad. ¿Cómo pudieron dejarse llevar entre 1941 y 1945 sin obtener garantía alguna de independencia para la Europa del Este? ¿Cómo pudieron, por ese juguete ridículo de un Berlín cuatrizonal [su futuro talón de Aquiles], entregar las extensas regiones de Sajonia y Turingia? ¿Qué sentido militar o político podía tener para ellos entregar a la muerte en manos de Stalin a varios centenares de miles de ciudadanos soviéticos que habían tomado las armas y que decididamente no querían rendirse? Suele decirse que era el precio a pagar para que Stalin no pudiera negarse a participar en la guerra contra el Japón. ¡Tenían en sus manos la bomba atómica y sin embargo debían recompensar a Stalin para que no se negara a ocupar Manchuria, entronizar en China a Mao Tse-tung y en una mitad de Corea a Kim Il Sung!... ¿Cabe imaginar cálculo político más errado? Cuando, más adelante, ya habían desplazado a Mikolajczyk y habían muerto Benes y Masaryk, establecieron el bloqueo de Berlín, Budapest ardió y se ahogó en el silencio, humeaba Corea y en Suez los conservadores ponían pies en polvorosa... ¿Es posible que ni entonces los occidentales más dotados de memoria recordaran, por lo menos, este episodio de los cosacos entregados?)

Y eso no fue más que el principio. Durante todo 1946 y 1947 los fieles aliados occidentales continuaron entregando a Stalin, para que saldara cuentas con ellos, a ciudadanos soviéticos, contra su voluntad. Había tanto ex combatientes como simples civiles, pero lo único que les importaba era sacarse de encima cuanto antes esa confusa maraña humana. Entregaron a los que estaban en Austria, en Alemania, en Italia, en Francia, en Dinamarca, en Noruega, en Suecia y en las zonas norteamericanas. Durante esos años hubo en las zonas inglesas unos campos de concentración que no tenían nada que envidiar a los de Hitler (por ejemplo, el campo de Wolfsberg, en Austria, donde obligaban a las mujeres, inclinadas pero no en cuclillas, a que cortaran briznas de hierba con unas tijeritas, una a una, y que ataran cada once hojas con la que hacía doce formando una «gavilla», y así durante horas. [159] 0Que un pueblo como el inglés, con toda su tradición parlamentaria, pueda concebir algo así hace que surjan serias dudas sobre si la cáscara de nuestra civilización es lo bastante consistente). Numerosos fueron los rusos que vivieron en Occidente esos largos años de posguerra con documentación falsa, atenazados por el miedo de ser repatriados a la URSS, temerosos de la administración angloamericana como temieron en otro tiempo al NKVD. Y donde no eran entregados, acudían sin obstáculo gran cantidad de agentes soviéticos que secuestraban a quien quisieran sin impedimento alguno, en pleno día, incluso en las calles de las capitales europeas.

En 1945, además del ROA todavía en proceso de formación, en las entrañas del Ejército alemán había no pocas unidades rusas que seguían en salmuera, bajo el anonimato del uniforme alemán. Estos terminaron la guerra en diferentes sectores y de modo muy diverso.

Pocos días antes de mi arresto, las balas de los vlasovistas también silbaron sobre mi cabeza. En la bolsa que habíamos cercado en Prusia Oriental también había rusos. Una noche de finales de enero una de sus unidades intentó romper el cerco a través de nuestras líneas en dirección oeste, sin preparación artillera, en silencio. Como el frente no era compacto, la unidad profundizó rápidamente su avance y rodeó en tenaza mi batería de detección sonora, que estaba muy avanzada. A duras penas tuve tiempo de retirarla por el último camino que quedaba expedito. Pero después volví por un camión averiado y, antes del amanecer, pude ver cómo se habían concentrado con sus batas blancas sobre la nieve y cómo se lanzaron gritando «¡hurra!» sobre nuestra división de artillería de 152 milímetros, cerca de Adlig Schwenkitten, y arrojaron una lluvia de granadas sobre doce de nuestros cañones pesados sin permitirles hacer un solo disparo. Perseguidos por sus balas trazadoras, nuestros últimos hombres tuvieron que retroceder tres kilómetros corriendo por la nieve virgen hasta un puente en el riachuelo Pasarge. Allí los contuvieron.

Poco después fui arrestado, y ahora, en vísperas del desfile de la Victoria, estábamos encerrados juntos en los catres de Butyrki. Yo apurababa sus cigarrillos, lo mismo que ellos mis colillas, y a medias con alguno de ellos sacaba la cubeta metálica de cinco arrobas.

Muchos de los «vlasovistas» y de los «espías por un día» eran jóvenes nacidos entre 1915 y 1922, eran aquella «joven generación desconocida» que el inquieto Lunacharski se apresuró a saludar en nombre de Pushkin. [160]La mayoría de ellos había ido a parar a las formaciones militares por el mismo azar caprichoso que había transformado a sus compañeros del campo de al lado en espías: todo dependía de qué reclutador se presentara.

Los reclutadores pretendían ser sarcásticos (pero de hecho, no estaban sino diciendo la verdad): «¡Stalin ha renegado de vosotros! ¡A Stalin le importáis un comino!».

La ley soviética ya los había convertido en criminales antes de que ellos mismos pudieran ponerse fuera de la ley soviética.

Y se alistaban... Algunos sólo para escapar del campo de la muerte. Otros, con la idea de pasarse a los guerrilleros. (¡Y se pasaban! ¡Y combatían después de su lado! Pero según el rasero de Stalin, eso no atenuaba en un ápice la sentencia.) Sin embargo, para algunos seguía abierta la herida del vergonzoso año cuarenta y uno, de una anonadora derrota después de tantos años de petulancia; no podía faltar quien considerara que el primer culpable de aquellos campos inhumanos era Stalin. Y se empeñaron en hacer oír su voz, en dar a conocer su terrible experiencia: ellos también eran átomos de Rusia, querían influir en su futuro y no ser juguetes de errores ajenos.

En nuestro país, la palabra «vlasovista» suena algo parecido a la palabra «inmundicia», y parece que nos ensuciamos la boca con sólo pronunciarla, por esto nadie se atreve a decir dos o tres frases seguidas que lleven «vlasovista» como sujeto.

Pero la Historia no se escribe así. Hoy, un cuarto de siglo después, cuando la mayoría de ellos han perecido en los campos y los que han sobrevivido están terminando sus días en el extremo norte, he querido recordar en estas páginas un fenómeno tan inusitado en la historia mundial como que algunos cientos de miles de jóvenes, entre los veinte y los treinta años, empuñaran las armas contra su patria, en alianza con su más feroz enemigo. Quizá debamos meditar sobre esto: ¿quién fue más culpable, esa juventud o la canosa patria? Quizá debamos recordar que no se puede explicar su conducta como una tendencia biológica a la traición, que ésta debió obedecer a determinadas causas sociales.

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