Литмир - Электронная Библиотека
A
A

En la segunda guerra mundial, Occidente defendió su libertad y la defendió para sí mismo, pero a nosotros (y a la Europa del Este) nos hundió en una esclavitud dos veces más profunda.

La última tentativa de Vlásov fue la siguiente declaración: el mando del ROA estaba dispuesto a comparecer ante un tribunal internacional, pero la entrega del ejército a las autoridades de la URSS, donde les esperaba una muerte cierta, era tanto como entregar un movimiento de oposición, lo cual contravenía el Derecho Internacional. Nadie oyó este grito desesperado, e incluso la mayoría de jefes militares estadounidenses se quedaron estupefactos al enterarse de que había rusos no soviéticos; lo más natural era ponerlos en manos soviéticas.

El ROA no sólo capituló ante los norteamericanos, sino que suplicóque aceptaran su rendición y les garantizaran, aunque sólo fuera, que no iban a ser entregados a los soviets. Y a veces, por simpleza, había oficiales medios estadounidenses que no estaban versados en la gran política y accedían a hacer esta promesa (todas las promesas fueron incumplidas más tarde, engañaron a los prisioneros). La Primera División al completo (el 11 de mayo cerca de Pilsen) y casi toda la Segunda toparon con una muralla de armas erigida por los norteamericanos, quienes se negaron a hacerlos prisioneros y admitirlos en su zona. En Yalta, Churchill y Roosevelt se habían comprometido con su firma a repatriar a todos los ciudadanos soviéticos, en particular los militares, pero no se había dicho si esta repatriación sería voluntaria o forzosa, pues ¿qué país puede haber en el mundo cuyos hijos no deseen volver voluntariamente a la patria? Toda la miopía de Occidente se condensó en las rúbricas de Yalta.

Los norteamericanos no aceptaban la capitulación y los tanques soviéticos recorrían ya los últimos kilómetros. Sólo quedaba como solución o bien librar un último combate o bien... como decidieron al unísono Buniachenko y Zvérev (de la Segunda División): que no hubiera lucha. (Eso también es propio del carácter ruso: ¿ quién sabe si...? Pese a todo, son los nuestros... En la cárcel he podido oír muchos relatos sobre casos de rendición irreflexiva o en estado de embriaguez porque eran los nuestros. El 12 de mayo, en un bosque, la Primera División, todavía armada y al completo, recibió orden de dispersarse. Unos se vistieron de paisano, otros se arrancaron las insignias, otros quemaron la documentación y otros, en fin, se pegaron un tiro. Por la noche comenzó la batida de las tropas soviéticas. Cayeron cerca de diez mil hombres, entre muertos y prisioneros, y el resto se abrió paso hacia la zona estadounidense, aunque la mayor parte de ellos serían entregados a las tropas soviéticas, como sucedió con los soldados de la Segunda División, la aviación y los batallones aislados. Para algunos la detención en los campos norteamericanos se prolongó durante muchos meses (el grupo de Meándrov). Fuera por menosprecio o para darles a entender que se evadieran, el caso es que los norteamericanos les hacían pasar hambre, como hicieran los alemanes, y que los empujaban a golpe de culata, aunque los vigilaban sin mucho celo. Alguno se evadió, ¡pero la mayor parte se quedó! ¿Confiaban quizás en Estados Unidos?, ¿o creían imposible que los norteamericanos los traicionaran? Se quedaron a esperar su terrible destino, cercenados ya por la propaganda soviética, por la desmoralización y el sentimiento de culpa. Entre 1945 y 1946 fueron entregados grupo tras grupo, para que la Unión Soviética pasara cuentas con generales, oficiales y soldados. (El 2 de agosto de 1946 la prensa soviética publicó la sentencia que la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo había impuesto a Vlásov y a once de sus más próximos colaboradores: pena de muerte a ejecutar en la horca.)

En aquel mismo mayo de 1946, en Austria, Inglaterra tuvo un gesto parecido de lealtad hacia su aliado (aunque debido a nuestra habitual modestia, no se hizo público en nuestro país) al entregar al mando soviético un cuerpo de Ejército cosaco (de cuarenta y cinco mil hombres) que se había abierto paso desde Yugoslavia. Esta entrega tuvo un carácter artero, en el espíritu tradicional de la diplomacia inglesa. Hay que decir que los cosacos estaban dispuestos a luchar hasta la muerte o cruzar el océano, ya fuera a Paraguay o a Indochina, todo con tal de no entregarse vivos. Los ingleses comenzaron por darles mayor ración, les entregaron unos soberbios uniformes ingleses, les prometieron incorporarlos a su Ejército y llegaron incluso a hacerles pasar revista. Por esta razón no recelaron cuando les propusieron entregar las armas con el pretexto de unificarlas. El 28 de mayo convocaron a todos los oficiales de grado igual o superior al de jefe de escuadrón (más de dos mil hombres) en la ciudad de Ju-denburg, sin los soldados. El pretexto era que iban a tratar con el mariscal Alexander sobre los futuros destinos del Ejército. El engaño se desencadenó por el camino, cuando los oficiales fueron puestos bajo fuerte escolta (los ingleses los apalizaron hasta hacerles sangrar). Luego la columna motorizada fue adentrándose gradualmente por un corredor de tanques soviéticos hasta que al entrar en Judenburg fueron a dar a un semicírculo de furgones celulares, junto a los cuales ya había una escolta esperándolos con unas listas. Los cosacos ni siquiera podían pegarse un tiro o clavarse un puñal: les habían quitado todas las armas. Algunos se arrojaron desde un alto viaducto contra las rocas o derechos al río. La mayoría de los generales entregados eran emigrados, habían sido, pues, aliados de aquellos mismos ingleses en la primera guerra mundial. Durante la guerra civil los ingleses no habían encontrado tiempo para darles las gracias y ahora saldaban su deuda. En los días siguientes, los ingleses» tan mendaces como antes, entregaron a los soldados rasos cargados en vagones envueltos en alambre de espino. (El 17 de enero de 1947 los periódicos soviéticos difundieron el ahorcamiento de los generales cosacos Petr Krasnov, Shkuró y algunos más.)

Al mismo tiempo, llegaba de Italia el convoy «Campamento Cosaco», con treinta y cinco mil hombres, y se detenía en el valle de Lienz, junto al Drava. Había en el convoy cosacos combatientes, pero también muchos ancianos, niños y mujeres, de los cuales ninguno deseaba volver a sus ríos cosacos ancestrales. Sin embargo, no temblaron los corazones ingleses ni se enturbió su mente democrática. El mayor inglés Davis, que dirigía la operación —ahora por lo menos su nombre entrará en la historia rusa—, capaz de una cordialidad deleznable cuando era necesario, mas implacable cuando era preciso, después de apoderarse con engaños de los oficiales, anunció fríamente que serían entregados por la fuerza el 1 de junio. La respuesta fueron millares de gritos: «Jamás iremos!». El campo de los refugiados se cubrió de banderas negras y en la iglesia de campaña no dejaron de oficiarse servicios religiosos: ¡Los vivos asistían a su propio funeral! Llegaron soldados y tanques ingleses. Ordenaron con altavoces que los cosacos montaran en los camiones. La multitud cantaba el oficio de difuntos, los sacerdotes llevaban las cruces en alto. Los jóvenes formaron una cadena alrededor de los ancianos, las mujeres y los niños. Los ingleses les golpeaban con las culatas y con palos, los agarraban y los arrojaban a los camiones como fardos, aunque estuvieran heridos. El entarimado donde estaban los sacerdotes cedió bajo la presión de los que retrocedían, se derrumbó luego la valla del campo y la multitud se precipitó hacia el puente sobre el Drava. Los tanques ingleses les cortaron el paso, familias enteras de cosacos se arrojaron al río aun sabiendo que era una muerte segura y una unidad inglesa peinó los alrededores para capturar y abatir a los fugitivos. (En Lienz aún se conserva el cementerio donde enterraron a los fusilados o aplastados.)

79
{"b":"143057","o":1}