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¿Pero fue quizás, en cambio, un comunista al cien por cien? ¿Fue quizás el hombre concienciado como proletario que habían formado para reemplazar a personas como Palchinsky y von Meck? Eso era lo curioso: ¡No lo era! En cierta ocasión opinábamos con él sobre el curso de toda la guerra, y yo dije que desde el primer día ni por un instante había dudado de nuestra victoria sobre los alemanes. El miró bruscamente hacia mí, con incredulidad: «¿Pero qué estás diciendo?», se llevó las manos a la cabeza. «¡Ay, Sasha, Sasha, y yo que estaba seguro de que ganarían los alemanes! ¡Esto fue lo que me perdió!» ¡Hay que ver! Él, uno de los «organizadores de la victoria», nunca había dejado de creer en los alemanes y esperaba su inminente llegada. No porque le gustaran, no, sino porque conocía demasiado bien el estado real de nuestra economía (cosa que yo, naturalmente, desconocía; por eso yo sí tenía fe).

En nuestra celda todos estábamos con la moral por los suelos, pero ninguno llevaba el arresto tan trágicamente como Z-v. Intentaba convencerse ante nosotros de que no le aguardaba más que una condena de diez años, y que durante ese tiempo él estaría —faltaría más— de capataz* en el campo penitenciario, y que no conocería pesares, como no los había conocido nunca. Pero eso no era consuelo suficiente: estaba demasiado impresionado por el desplome de su magnífica vida anterior. ¡En treinta y seis años de existencia no se había interesado por nada más que por esta vida, única en la tierra! Y más de una vez, sentado en el catre ante la mesa, con su cabeza de gruesa faz apoyada en su mano, corta y gruesa, con los ojos perdidos y nublados, canturreaba muy bajito:

Olvida-do, abandona-do En mi más tierna infancia Huerfanito me que-dé... [129]

¡Y nunca pasaba de aquí!, rompía a llorar. Toda esa fuerza que emanaba de él, al no poder utilizarla para horadar el muro, se transformaba en lástima de sí mismo.

Y también de su mujer. De una esposa a la que había dejado de amar hacía tiempo pero que le traía cada diez días (más a menudo no estaba permitido) paquetes abundantes y caros: pan blanquísimo, mantequilla, caviar rojo, ternera, esturión. El nos daba un pequeño bocadillo a cada uno y el tabaco justo para liar un cigarrillo, y luego se inclinaba sobre sus viandas, extendidas sobre la mesa (en comparación con las azuladas patatas del viejo revolucionario clandestino eran un festival de aromas y colores), y de nuevo le brotaban las lágrimas, ahora el doble que antes. Recordaba en voz alta las lágrimas de su esposa, años enteros de lágrimas: por las notas amorosas que le encontraba en los pantalones, por unas bragas escondidas precipitadamente en el bolsillo del abrigo al bajar del coche y luego olvidadas. Y cuando esta ardiente autocompasión llegaba a desmoralizarlo mucho, se desprendía su coraza de maligna energía y teníamos ante nosotros a un hombre perdido, sin lugar a dudas una buena persona. Me sorprendía que pudiera sollozar de aquella manera. El estonio Arnold Suzi, nuestro otro compañero de celda, que ya peinaba canas, me explicaba: «Bajo la crueldad siempre hay un lecho de sentimentalismo. Es la ley de la complementariedad. En los alemanes, por ejemplo, esta combinación es un rasgo nacional».

Por el contrario, Fastenko era el más animado de la celda, aunque por su edad era el único que no podía pensar en sobrevivir a su condena y recobrar la libertad. Solía pasarme el brazo por el hombro y decirme:

¡No importa el precio de la libertad! ¿A sí? ¡Pues paga por ella!

O me enseñaba a cantar una vieja canción de presidiarios, con una letra que le había puesto él:

¡Y si el destino nos depara la muerte en húmedas cárceles y minas, sabed que, siempre, de nuestra suerte sabrán las generaciones vivas! [130]

¡Lo creo! ¡Ojalá estas páginas sirvan para que este deseo se cumpla!

En nuestra celda, las dieciséis horas de día eran pobres en acontecimientos externos, pero tan interesantes que, por ejemplo, me resulta más fastidioso esperar dieciséis minutos el trolebús. No había sucesos dignos de atención y, sin embargo, al llegar la noche, te lamentabas porque te había faltado tiempo y porque había pasado volando un día más. Los acontecimientos eran ínfimos, pero por primera vez en la vida aprendías a observarlos con una lente de aumento.

Las horas más duras del día eran las dos primeras: al retumbar la llave en la cerradura (en la Lubianka no había «pesebres» [131] 8y no podían gritar «en pie» sin antes haber abierto la puerta) saltábamos de la cama sin demora, la arreglábamos y nos sentábamos en ella sin objeto ni esperanza, con la bombilla todavía encendida. Esta forzada vela diurna, desde las seis, cuando el cerebro aún se despereza y todo en el mundo se te antoja aborrecible, cuando ves toda tu vida perdida y no hay ni pizca de aire en la celda, resulta especialmente absurda para quienes han pasado la noche de interrogatorio y hace poco que han conciliado el sueño. ¡Pero no se te ocurra pasarte de listo! Si pese a todo procuras echar una cabezadita apoyado ligeramente contra la pared o acodado en la mesa como si jugaras al ajedrez, o relajarte ante un libro ostentosamente abierto sobre las rodillas, en la puerta sonará un golpe de advertencia dado con la llave, o lo que es peor: la puerta, que se cierra con una chirriante cerradura, de pronto se abrirá sin hacer ruido (así de bien entrenados están los celadores de la Lubianka), y cual rápida y silenciosa sombra, como un espíritu a través de la pared, el sargento se adentrará en la celda en tres zancadas y te sacará de tu modorra a porrazos; puede que además vayas al calabozo, o puede que retiren los libros de toda la celda, o que supriman el paseo —un castigo colectivo cruel e injusto—, y aún hay más en las líneas negras del reglamento de la cárcel, ¡léelo!, está colgado en cada celda. Por lo demás, si llevas gafas para leer, en ese enervante par de horas no podras distraerte con libros ni con el sagrado reglamento: las gafas se recogen cada noche y sería un peligro que dispusieras de ellas de seis a ocho. En estas dos horas, nadie trae nada a la celda, no entra nadie, no se pregunta nada ni a nadie llaman: los jueces de instrucción aún duermen plácidamente, los jefes de la cárcel aún tienen los ojos legañosos. El único que está despierto es el vertujái*que a cada instante levanta la tapa de la mirilla. [132] 9

Sin embargo, hay una operación que sí tiene lugar en estas dos horas: la visita matinal al retrete. Tras dar la orden de levantarse, el vigilante hace un anuncio importante: confía, a la vez que obliga, a un preso de la celda la misión de llevar la cubeta (en las prisiones ordinarias, del montón, el grado de autogestión y libertad de palabra de los reclusos es tal, que ellos mismos resuelven esta cuestión, pero en la Prisión Política Central una tarea de tanta magnitud no puede hacerse al tuntún). Y sin más tardanza os ponen en fila india con las manos atrás. Encabeza la comitiva el dignatario portador de la cubeta, que a guisa de abanderado porta sobre el pecho el balde metálico de ocho litros, con tapa. Llegados a destino, os encierran de nuevo, no sin antes haceros entrega de tantas hojitas de papel —de una medida apenas mayor que una caja de cerillas— como personas seáis. (En la Lubianka este detalle carecía de interés: las hojas eran blancas. Pero había prisiones apasionantes, donde lo que te daban era pedazos de hojas arrancadas de libros. ¡Menudo tesoro de lectura!: adivinar su procedencia, leerlas por ambas caras, asimilar su contenido, valorar el estilo, ¡resultaba posible, pese a las palabras cortadas!, y después intercambiarlas con los compañeros. En otros sitios daban fragmentos de la enciclopedia Granat,* en otro tiempo progresista, y a veces, miedo da decirlo, de los clásicos,y no precisamente de la literatura... [133]La visita al retrete se convertía en un acontecimiento cultural.)

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