Conocida es la ocasión en que Alejandro II —un zar fustigado por los revolucionarios, a quien por siete veces intentaron dar muerte— visitó la prisión preventiva de la calle Shpa-lérnaya (tía de la Casa Grande) y mandó que lo encerraran en el calabozo 227, donde permaneció más de una hora. Quería comprender qué pasaba por la cabeza de aquellos a quienes tenía allí encerrados.
No se puede negar que, partiendo del monarca, se trataba de un gesto moral, de una necesidad e intento de ver la cuestión desde un punto de vista espiritual.
Pero sería imposible imaginar a ninguno de nuestros jueces de instrucción, desde Abakúmov hasta el mismo Beria, deseando, aunque sólo fuera por una hora, meterse en la piel de un preso, encerrarse y reflexionar en solitario.
Su cargo no les exige ser personas instruidas, de amplia cultura y espíritu abierto, y no lo son. No se les exige pensar de forma lógica, y no lo hacen. Su cargo sólo exige que cumplan minuciosamente el reglamento y que sean insensibles al sufrimiento ajeno. Eso sí saben hacerlo. Quienes hemos pasado por sus manos nos sofocamos sólo de pensar en ese colectivo, carente hasta tal punto de nociones comunes a todo el género humano, que está en los mismos cueros.
Si podía haber alguien capaz de ver claro que las causasse exageraban, ése era precisamente el juez de instrucción. Salvo en las reuniones de trabajo, no puede ser que los jueces dijeran en serio, entre sí y para sí mismos, que estaban desenmascarando criminales. Y pese a ello, folio a folio, iban llenando sumarios para que nos pudriéramos en los campos. Es, ni más ni menos, la ley de los bajos fondos: «¡Hoy muérete tú, que yo me espero a mañana!».
Eran conscientes de que las causas se exageraban y sin embargo seguían con ello, año tras año. ¿Cómo se explica? O bien renunciaban a pensar (con lo cual dejaban de ser personas), o bien simplemente aceptaban que así debía ser, que quien les redactaba las instrucciones no podía equivocarse.
Pero, si no me falla la memoria, los nazis también usaban esta argumentación.
Es imposible evitar la comparación entre la Gestapo y el MGB: hay demasiadas coincidencias, tanto en los años como en los métodos. Más natural aún es que las comparen quienes han pasado por la Gestapo y por el MGB, como Yevgueni Ivánovich Dívnich, un emigrado. La Gestapo lo acusó de actividades comunistas entre los obreros rusos de Alemania; el MGB de contactos con la burguesía mundial. Tras comparar, Dívnich saca una conclusión desfavorable para el MGB: aunque en ambas partes torturaban, la Gestapo buscaba la verdad y, cuando la acusación quedó refutada, soltaron a Dívnich. El MGB no buscaba la verdad y cuando agarraba a uno no estaba dispuesto a soltarlo de sus garras.
O puede que actuaran movidos por la Doctrina Progresista, por una ideología sólida como el granito. En el siniestro Orotukán (Comando Disciplinario de Kolymá, en 1938), el juez de instrucción, conmovido por la facilidad con que M. Lurié —director del combinado industrial de Krivói Rog— había accedido a firmar el sumario para una segunda condena en los campos, aprovechó el rato que le sobraba para sincerarse: «¿Acaso crees que disfrutamos empleando medidas?(Una forma eufemística de llamar a la tortura.) Pero debemos hacer lo que nos exige el partido. Dime tú, que eres de los viejos militantes, ¿qué harías en nuestro lugar?». Al parecer, Lurie estuvo a punto de darle la razón (si antes había firmado sin rechistar, quizá era porque ya pensaba así). Realmente eficaz.
De todos modos, lo más habitual era el cinismo. Los ribetes azules sabían cómo funcionaba la picadora de carne y les gustaba. En los campos de Dzhidá (1944), el juez Mironenko, enorgulleciéndose de la lógica de su razonamiento, le dijo a Babich, cuya suerte ya estaba decidida: «La instrucción y el juicio no son más que formas jurídicas que ya no pueden cambiar su destino, trazado de antemano. Si hay que fusilarle, aunque sea usted absolutamente inocente le fusilaremos de todos modos. Y si es necesario absolverle (aquí, por supuesto, se refería a los suyos- A.S.), por más culpa que tenga usted, quedará limpio y le absolveremos». El jefe de la primera Sección de Instrucción de la Seguridad del Estado en la región del Ka-zajstán occidental, Kushnariov, se lo dejó así de claro a Adolf Tsivilko: «¡Cómo te voy a soltar si eres de Leningrado!». (Es decir: un veterano del partido.)
«¡Quien tiene un hombre tiene una causa!»,así bromeaban muchos de ellos, éste era el refrán del gremio. Lo que para nosotros era tortura, ellos lo llamaban trabajo bien hecho. La esposa del juez Nikolái Grabischenko (Canal del Volga) decía enternecida en el vecindario: «Mi Kolia es muy buen funcionario. Había uno que llevaba mucho tiempo negándose a confesar y se lo dejaron a Kolia. Kolia habló con él toda la noche y el hombre confesó».
¿Por qué se lanzaron todos con tanto celo a la caza, no de la verdad, sino de cifras de individuos filtrados por la máquina y condenados? Pues porque así era más cómodo , porque así no ibas a contracorriente de todos los demás. Porque estas cifras significaban una vida apacible, pagas extras, condecoraciones y ascensos, así como el crecimiento y prosperidad de los propios Órganos. Las cifras altas permitían también haraganear y hacer chapuzas, e irse de juerga por la noche (y vaya si lo hacían). En cambio, las cifras bajas conducían al despido y a la degradación, a la pérdida de su pesebre, pues Stalin jamás habría podido creer que en un determinado distrito, ciudad o unidad militar no hubiera enemigos.
Así se explica que no se despertara en ellos un sentimiento de compasión, sino de amor propio herido e irritación cuando los detenidos, tozudos y malintencionados, no querían convertirse en cifras, no cedían ni a la privación de sueño, ni al calabozo, ni al hambre. ¡Al negarse a confesar estaban minando la posición personal del juez de instrucción! ¡Era como si quisieran tumbarlo a él!Puestas así las cosas, cualquier medio era válido. ¡En la guerra como en la guerra! ¡Chupa esa manguera, toma agua salada!
Apartados, por el oficio y la vida que habían elegido, de la esfera superior de la existencia humana, los funcionarios de la Institución Azul poblaban, con tanta mayor plenitud y avidez, la esfera inferior. Y en ella vivían dominados y regidos por los más fuertes instintos (después del hambre y el sexo) de dicha esfera inferior: el poder y la codicia. (Sobre todo el poder. En nuestras décadas es más importante que el dinero.)
El poder es un veneno conocido desde hace milenios. ¡Ojalá nadie pudiera jamás tener poder material sobre los demás! Sin embargo, para el hombre que cree en algo superior a todos nosotros y que tiene por tanto conciencia de sus propias limitaciones, el poder no resulta mortífero. Por el contrario, para las personas sin esfera superior es un veneno letal. No pueden escapar a su contagio.
¿Recuerdan lo que dijo Tolstói sobre el poder? En razón de su cargo al servicio del Estado, Iván Ilich [99]tenía la posibilidad ¡de causar la perdición de todo hombre que quisiera! Todos sin excepción estaban en sus manos. A cualquiera, aunque fuera la persona más importante, podían traerlo a su presencia en calidad de acusado.(¡Pero si es igual que nuestros azules! ¡Ya está todo dicho!) La conciencia de este poder («y la posibilidad de mostrarse clemente», precisa Tolstói, aunque esto ya no tiene nada que ver con nuestros bravos mozos) constituía para él el principal interés y el atractivo de su trabajo.