¡Así era como podían martirizarle a uno! Después de esto que el juez de instrucción Danílov de Kishiniov golpeara al sacerdote Víktor Shipoválnilkov con un hurgón en la nuca y lo arrastrara tirándole de la trenza es simplemente una caricia paternal. (Es cómodo arrastrar así a los sacerdotes; a los seglares puede tirárseles de la barba y arrastrarlos de un rincón a otro del despacho. A Richard Ajóla, un soldado rojo finés que participó en la captura de Sidney Reilly y era jefe de una compañía cuando aplastaron el motín de Kronstadt, lo levantaron con unas pinzas, primero por un extremo de sus grandes bigotes y después por el otro, y lo mantuvieron diez minutos sin tocar el suelo con los pies.)
Pero lo más terrible que pueden hacerte es desnudarte de cintura para abajo, ponerte de espaldas contra el suelo, separarte las piernas, sobre las que se sentarán los ayudantes (el glorioso cuerpo de sargentos) sujetándote los brazos, mientras el juez de instrucción —no desdeñan hacerlo tampoco las mujeres— se coloca entre tus piernas abiertas y con la punta de la bota (o de los zapatos) va apretando gradualmente contra el suelo, primero moderadamente y luego cada vez con mayor fuerza aquello que en otro tiempo te hacía varón, va mirándote a los ojos y repitiendo sus preguntas o propuestas de traición. Si no aprieta un poco más antes de tiempo, aún tienes quince segundos para gritar que lo confiesas todo, y que estás dispuesto a llevar a la cárcel a aquellas veinte personas que te exigen, o a calumniar en la prensa la cosa más sagrada...
Y que te juzgue Dios, no los hombres...
—¡No hay otra salida! ¡Hay que confesar lo que haga falta! —susurran los falsos arrestados que han introducido en la celda.
—¡La cosa está clara! ¡Hay que conservar la salud! —afirman las personas sensatas.
—Nadie puede devolverte los dientes —asiente uno que ya no los tiene.
—De todos modos te condenarán, tanto si confiesas como si no —concluyen los que saben de qué va—. ¡A los que no firman los fusilan! —profetiza otro, desde el rincón—. Para vengarse. Para que no quede rastro de cómo se llevó la instrucción.
—Morirás en el despacho y comunicarán a tus parientes: enviado al campo penitenciario sin derecho a correspondencia. [93]¡Y que te busquen!
Y si se trata de un comunista ortodoxo, se acercará a él otro ortodoxo y, tras lanzar a su alrededor una mirada hostil, para no ser escuchado por los profanos, empezará a embutirle ardientemente en la oreja:
—Nuestro deber es apoyar la instrucción sumarial soviética. La situación es grave. La culpa es nuestra: fuimos demasiado indulgentes y por eso se ha propagado esta plaga por todo el país. Estamos en una guerra oculta, sin cuartel. Incluso aquí dentro estamos rodeados de enemigos. ¿No oyes qué cosas dicen? El partido no tiene la obligación de rendir cuentas ante cada uno de nosotros, por qué esto y por qué esto otro. Si lo exigen es que hay que firmar y punto.
Y en esto se acerca otro ortodoxo:
—Yo he firmado contra treinta y cinco personas, contra todos mis conocidos. Y a usted también se lo aconsejo: ¡Arrastre con usted a cuantos pueda, cuantos más nombres mejor! Entonces será evidente que se trata de un absurdo y nos soltarán a todos.
Justo lo que buscan los órganos! La conciencia del comunista ortodoxo coincide de manera natural con los objetivos del NKVD, que necesita precisamente un amplio abanico de nombres, una minuciosa enumeración. Es un marchamo de calidad para su trabajo, más sogas para otros tantos pescuezos. «¡Cómplices! ¡Cómplices! ¡Correligionarios!», exigen insistentemente a todos los arrestados. (Dicen que R. Rálov señaló como cómplice al cardenal Richelieu, constó en el acta, y hasta su interrogatorio de rehabilitación en 1956 nadie se mostró sorprendido.)
Y ya que hablamos de comunistas ortodoxos, digamos que para una purga como aquélla era preciso un Stalin, pero que también se necesitaba un partido como aquél: la mayoría de los que estaban en el poder encarcelaban de manera implacable a otros hasta que ellos mismos eran arrestados, liquidaban obedientemente a sus semejantes siguiendo esas mismas normativas y llevaban al patíbulo a cualquier amigo o camarada de ayer. Y todos los bolcheviques destacados que ahora reverencian como a mártires, tuvieron también ocasión de ser los verdugos de otros bolcheviques (eso sin contar que antes unos y otros habían sido verdugos de los no militantes). Quizás el año 1937 haya servido para demostrar lo poco que valía toda su concepción del mundo,de la que tanto alardeaban cuando pusieron Rusia patas arriba, cuando destruyeron sus baluartes y pisotearon sus lugares sagrados, una Rusia, por otra parte, en la que ellos nunca se habían visto amenazados por semejante castigo. Las víctimas de los bolcheviques desde 1918 a 1936 nunca fueron tan pusilánimes como los líderes bolcheviques cuando la tempestad cayó sobre ellos. Si se examinan en detalle toda la historia de los encarcelamientos y procesos de 1936-1938, se siente repugnancia no sólo por Stalin y sus adláteres, sino también por la repulsiva mezquindad de los acusados, asco por su bajeza espiritual después de tanta soberbia e intransigencia.
¿...Y cómo? ¿Cómo puedes resistir? ¿Cómo puedes resistir tú, que sientes el dolor, que eres débil, que mantienes afectos, que estás desprevenido?
¿Qué se necesita para ser más fuerte que el juez, que todo este cepo?
Debes ingresar en la cárcel sin dejar que te agite la vida cómoda que dejas atrás. En el umbral tienes que decirte a ti mismo: la vida ha terminado, un poco pronto, pero no hay nada que hacer. Nunca más volveré a la libertad. Estoy condenado a desaparecer, ahora o un poco más tarde, pero más tarde será más penoso, es mejor que sea antes. Ya no tengo bienes. Mis familiares han muerto para mí y yo para ellos. A partir de hoy, mi cuerpo me resulta inútil, es un cuerpo ajeno. Mi espíritu y mi conciencia son lo único que aprecio y que me importa.
¡Ante un detenido así, la instrucción sumarial se tambalea!
¡Sólo triunfará aquel que haya renunciado a todo!
¿Pero cómo hacer de tu cuerpo una piedra?
A los hombres del círculo de Berdiáyev los convirtieron en marionetas del tribunal, pero con él no lo consiguieron. Quisieron meterlo en un proceso, lo detuvieron dos veces, lo llevaron (en 1922) a un interrogatorio nocturno ante Dzer-zhinski, allí estaba también Kámenev (o sea, que tampoco le resultaba extraña la labor ideológica por medio de la Cheká). Pero Berdiáyev no se rebajó, no imploró, sino que les expuso con firmeza los principios religiosos y morales que le impedían aceptar el régimen implantado en Rusia. Y no sólo tuvieron que renunciar a utilizarlo en un juicio, sino que lo pusieron en libertad. ¡Era un hombre con opiniones propias!
N. Stoliarova recuerda a su vecina de catre en Butyrki, en 1937, una anciana. La interrogaban cada noche. Dos años antes había pernoctado en su casa de Moscú un ex metropolita que estaba de paso tras haberse fugado del destierro. «¡Mejor dicho, no era ningún "ex", sino que seguía siendo metropolita de verdad! Cierto, tuve el honor de recibirlo en mi casa.» «Muy bien. ¿Y después de Moscú, en casa de quién estuvo?» «Lo sé, ¡pero no lo diré!» (A través de una cadena de creyentes, el metropolita huyó a Finlandia.) Los jueces iban turnándose e incluso se reunían en grupo, sacudían el puño ante el rostro de la anciana y ella les decía: «No vais a poder sacarme nada, aunque me cortéis a pedacitos. Porque tenéis miedo de vuestros superiores, tenéis miedo unos de otros y hasta tenéis miedo de matarme ("perderían un eslabón de la cadena"). ¡Pero yo no tengo miedo de nada! ¡Estoy preparada para presentarme ante el Señor aunque sea ahora mismo!».