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Y vinieron por todos ellos, apenas aclimatados a sus nuevos lugares de residencia, a sus nuevas familias. Los fueron cogiendo con el mismo paso cansino con que ellos mismos se arrastraban. Pero ya conocían de antemano todo el vía crucis. Ya no preguntaban «¿Por qué?», ni decían a sus parientes «volveré», se ponían la ropa más sucia, echaban picadura barata en la petaca que aún guardaban del campo penitenciario e iban a firmar el acta. (Siempre era lo mismo: «Estuvo usted preso?» «Sí.» «Pues tenga, otros diezaños».)

Cayó entonces en la cuenta el Egócrata de que era poco meter en prisión a los supervivientes de 1937. ¡Había que encerrar también a los hijos de sus enemigos jurados! O si no crecerían y se les ocurriría vengarse. (O quizá fuera que después de una cena pesada había tenido un mal sueño con esos hijos.) Examinaron la cuestión, hicieron números: habían encerrado a los hijos, pero a pocos. Habían metido entre rejas a los hijos de los mandos militares, ¡pero no a todos los hijos de los trotskistas! Y fluyó la riada de los «hijos-vengadores». (Entre los hijos que arrastró estaban Lena Kósyreva, de diecisiete años, y Elena Rakóvskaya, de treinta y cinco).

Después de la gran mezcolanza europea, Stalin consiguió en 1948 fortalecer de nuevo los muros, construir un techomás bajo y llenar este espacio cerrado con el mismo aireviciado de 1937.

Y en 1948, 1949 y 1950, cayeron:

—los espías imaginarios (hace diez años habían sido germano-nipones, ahora, anglo-norteamericanos);

—los creyentes (esta vez, sobre todo las sectas);

—los genetistas y seleccionadores, vavilonistas y mendelistas que aún no habían cazado;

—intelectuales que, simplemente, pensaban por su cuenta (con especial rigor, los estudiantes) y no temían bastante a Occidente. La moda era colgarles: VAT-elogio de la técnica norteamericana, VAD-elogio de la democracia norteamericana, PZ-admiración por Occidente.

Eran riadas parecidas a las de 1937, pero con otras condenas: ahora el rasero ya no era el patriarcal chervónets,sino el cuarto(de siglo) estaliniano. Ahora los diez años eran una condena infantil comparada con las demás condenas.

No fue pequeña, tampoco, la riada que produjo el nuevo decreto relativo a los divulgadores de secretos de Estado (y se consideraban secretos: la cosecha del distrito, cualquier estadística sobre una epidemia, el tipo de producción de cualquier taller o fabricucha, mencionar un aeropuerto civil, los itinerarios de los transportes urbanos, el apellido de un preso encerrado en un campo penitenciario). Por este decreto colgaban quince años.

Tampoco se descuidaron las riadas nacionalistas. Fluyó incesante la riada de los banderistas, capturados en los bosques, en el ardor del combate. Al mismo tiempo eran condenados a diez y a cinco años de campo penitenciario o destierro aquellos habitantes de las zonas rurales del oeste ucraniano que, de alguna manera, hubieran tenido relación con los guerrilleros: por haberles permitido pernoctar en su casa, por haberles dado una vez de comer, por no haberlos denunciado. A partir de 1950, aproximadamente, se inició también la riada de las esposas de dichos nacionalistas: las condenaban a diez años por no haberlos delatado y dificultar así el rápido exterminio de sus maridos.

Por estas fechas había terminado ya la resistencia en Lituania y Estonia. Pero en 1949 surgieron de allí las poderosas riadas de la nueva profilaxis social y de la nueva campaña de colectivización agraria. Trenes enteros salían de las tres repúblicas bálticas y llevaban al destierro siberiano tanto a los habitantes-de las ciudades como a los del campo. (En estas repúblicas se deformó el ritmo histórico. En breves y apretados plazos tuvieron que repetir el camino de todo el país.) [65]

En 1948 fue al destierro otra riada de carácter étnico más: la de los griegos del Azov, del Kubán y de Sujumi. En los años de la guerra no habían contraído ninguna mancha ante el Padre, pero ahora se vengaba de ellos. ¿Por su fracaso en Grecia, quizás? [66]Es patente, pues, que esta riada fue también fruto de su demencia personal. La mayoría de los griegos fue a parar al destierro de Asia Central. Los descontentos, a los izoliatorpolíticos.

Allá por 1950, esa misma venganza por la guerra perdida, o quizás el afán de compensar el balance de desterrados, arrastró hacia el Archipiélago también a los guerrilleros del ejército de Markos, entregados por Bulgaria.

En los últimos años de la vida de Stalin empezó a observarse con nitidez una riada de judíos (desde 1950 venían ya goteando como cosmopolitas).Para eso mismo habían fabricado el proceso contra los médicos. Estaba preparándose a todas luces una gran matanza de judíos.

Pero por primera vez en su vida sus designios no iban a verse cumplidos. Dios dispuso —parece ser que por medio de manos humanas— que abandonara para siempre sus costillas.

Creo que con lo expuesto hasta aquí queda demostrado que en el exterminio de millones de hombres, y en su destierro al Gulag, hubo una coherencia fría y meditada y un incansable tesón.

Que en nuestro país las cárceles nunca estuvieron vacías , sino repletas o incluso atiborradas.

Que mientras vosotros andabais gratamente ocupados con los inofensivos secretos del átomo, estudiabais la influencia de Heidegger en Sartre, coleccionabais reproducciones de Picasso, viajabais en coche-cama a los balnearios o terminabais de edificar vuestra dacha en las afueras de Moscú, los «cuervos» recorrían incansables las calles y la Seguridad del Estado llamaba, con los nudillos o el timbre, a las puertas.

Y creo que con lo expuesto queda demostrado también que los Órganos jamás vivieron de la sopa boba.

3. La instrucción del sumario

Si a los intelectuales de Chéjov, siempre sumidos en cábalas sobre qué pasaría al cabo de veinte, treinta o cuarenta años, les hubieran dicho que al cabo de cuarenta años iba a haber en Rusia interrogatorios con tortura, que se oprimiría el cráneo con un aro de hierro, [67] 6que se sumergiría a un hombre en un baño de ácidos, [68] 7que se le martirizaría, desnudo y atado, con hormigas y chinches, que se le metería por el conducto anal una baqueta de fusil recalentada con un infiernillo («el herrado secreto»), que se le aplastarían lentamente con la bota los genitales, o que como variante más suave, se le atormentaría con una semana de insomnio y sed y se le apalizaría hasta dejarlo en carne viva, ninguna obra de teatro de Chéjov tendría final: todos los personajes habrían ido a parar antes al manicomio.

Y no sólo los personajes de Chéjov, porque, ¿qué ruso normal de principios de siglo, incluido cualquier miembro del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, habría podido creerlo, habría podido soportar semejante calumnia lanzada al luminoso futuro? AJgo que empezó a tejerse en el reinado de Alexéi Mijaílovich, que cuando Pedro I ya parecía una barbarie, y que en tiempos de Biron ya sólo podía aplicarse a diez o veinte personas, hasta llegar a ser completamente imposible con Catalina, ahora, en pleno esplendor del gran siglo XX, en una sociedad concebida sobre principios socialistas, cuando ya teníamos aviones y habían aparecido el cine sonoro y la radio, se había convertido en la empresa no de un único ser malvado, no en un lugar oculto, sino de decenas de miles de hombres-fieras especialmente adiestrados contra millones de víctimas indefensas.

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