Además de lo que ya es habitual —pasar lista, controles, rapados, desinfecciones y baños—, la preparación para el traslado consiste fundamentalmente en un pasamanos(es decir, un cacheo) general. De éste no se encargan los guardias de la cárcel, sino la escolta que recibe a los presos. De acuerdo con el reglamento de traslados en vagones rojos, y también según sus propias consideraciones estratégicas, tras el registro a los presos no debe quedarles nada que pueda contribuir a una fuga: hay que quitarles todo objeto punzante o cortante; todo lo que sea polvo (dentífrico, azúcar, sal, tabaco, té) para que no puedan cegar con ello a los soldados de escolta; todo cordel, bramante, cinturón o similar que pueda ser utilizado para evadirse (por tanto, también las correas. De ahí que corten las correas que sujetan la prótesis de un cojo y que el inválido deba echarse al hombro la pierna artificial y avanzar a saltos aguantado por sus vecinos). Según el reglamento, lo demás —los objetos de valor y las maletas— se carga en un furgón-consigna especial y se devuelve a su propietario al final del trayecto.
Mas poco obligan las débiles instrucciones llegadas de Moscú a una escolta que se encuentran en Vólogda o Kúiby-shev. No así el poder de la escolta sobre los presos, que sí es bien tangible y resulta crucial para la consecución del tercer objetivo de toda operación de embarque: confiscar, en buena justicia y en beneficio de los hijos de las masas populares, todo cuanto de valor puedan poseer los enemigos del pueblo. «¡Sentados en el suelo!», «¡De rodillas!», «¡Desnudarse!», en estas órdenes reglamentarias de la escolta se condensa un principio de poder ineluctable. Un hombre desnudo pierde todo el aplomo, no puede erguirse orgullosamente y dirigirse de igual a igual a un hombre que va vestido . Y empieza el registro (Kúiby-shev, verano de 1949). Los hombres desnudos avanzan con sus enseres y ropa en las manos. A su alrededor, una multitud de soldados armados y en estado de alerta. No parece que los lleven de traslado, sino que vayan a fusilarlos o a pasarlos por la cámara de gas, y en este estado de ánimo una persona deja de preocuparse por sus propiedades. La escolta actúa con expresa brutalidad, con grosería, sin pronunciar una sola palabra con sencillo timbre humano; su objetivo es asustar y oprimir. Se sacuden las maletas (las cosas salen rodando por los suelos) y se apilan en un montón aparte. Las pitilleras, billeteros y otros míseros «objetos de valor» que pueda llevar un preso son apartados y arrojados anónimamente en un barril que hay al lado. (El hecho de que no sea una caja fuerte, ni un baúl, ni una caja, sino precisamente un barril, desmoraliza en particular a los hombres desnudos —vaya uno a saber por qué— y hace que parezca vana toda protesta.) Y no le queda más al hombre desnudo que apresurarse a recoger del suelo sus harapos ya cacheados, hacer con ellos un hatillo o envolverlos en la manta. ¿Las botas de fieltro? ¡Puedes entregarlas, échalas aquí y firma en la lista! (¡No te dan ningún recibo, eres tú quien debe certificar que las has arrojado al montón!) Y cuando, ya al anochecer, sale del patio de la cárcel el último camión de presos, éstos pueden ver cómo los soldados de escolta se precipitan sobre el montón para escoger las mejores maletas de piel, cómo eligen las mejores pitilleras del barril. Después vendrán por su botín los carceleros, y, tras ellos, los enchufadosde la prisión.
¡En esto consisten, pues, las veinticuatro horas que preceden a la carga en un vagón de ganado! Pero ahora por fin se encaraman aliviados los presos y pueden apoyar sus cabezas en las astillosas tablas a guisa de literas. ¡Pero de qué alivio puede hablarse! ¡Qué vagón caldeado, ni qué ocho cuartos! El preso se encuentra de nuevo atrapado en una tenaza, entre el frío y el hambre, la sed y el terror, los cofrades y la escolta.
Si en el vagón hay cofrades (naturalmente, en los convoyes rojos tampoco viajan separados), éstos ocupan como siempre los mejores sitios, en las literas superiores junto a la ventanilla. Esto en verano. ¿Y dónde creen que se instalan en invierno? Pues alrededor de la estufa, naturalmente, formando un estrecho círculo alrededor. Como recuerda el ex ladrón Mináyev, [288] 61en 1949 con un frío de perros entregaron a su «vagón acondicionado» tres cubosde carbón para todo el camino de Vorónezh a Kotlás (se tardaban varios días). Los cofrades no sólo ocuparon su sitio alrededor de la estufa, no sólo quitaron a los panolistoda la ropa de abrigo para ponérsela ellos, sino que tampoco le hicieron ascos a los peales de los panolisy se los sacaron para enrollárselos en sus pies de ladrón. «¡Hoy muérete tú, que yo me espero a mañana!» Pero aún peor es con la comida: los cofrades administran la ración de todo el vagón y se quedan con lo mejor o lo que más les convenga. Loschilin recuerda un traslado Moscú-Perebory de tres días, en 1937. Al tratarse de sólo tres días no se guisó nada en el tren y sólo distribuyeron comida fría. Los ladrones se quedaban todo el caramelo*pero permitían que los presos se repartieran el pan y los arenques: eso quiere decir que no estaban hambrientos. Pero cuando hay rancho caliente, los ladrones chupan el botey se hacen cargo de la balanda(como en el traslado Kishiniov-Pechora en 1945, que duró tres semanas). Los cofrades tampoco desdeñan el simple pillaje en ruta: a un estonio le vieron los dientes de oro, lo derribaron y se los arrancaron con un hurgón.
Los zeks consideran que una de las ventajas de los trenes rojos es la comida caliente. Los convoyes se detienen en estaciones apartadas (siempre en un lugar donde el pueblo no se entere) y entonces distribuyen balanday kashapor los vagones. Pero hasta la comida caliente saben darla de modo que se te amargue el alma. Unas veces (como en ese convoy de Kishi-niov) vierten el bodrio en los mismos cubos con que reparten el carbón. ¡Y no hay con qué lavarlos! Porque en el tren el agua potable va racionada, es un bien aún más escaso que la balanda.De modo que hay que comérsela apartando las partículas de carbón. Otras veces, al traer la kashay la balandadan bastantes escudillas de menos, por ejemplo, veinticinco en lugar de cuarenta, y ordenan acto seguido: «¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Aún nos quedan más vagones, no sois los únicos en el tren!». ¿Cómo comer? ¿Cómo repartir? Es imposible distribuir equitativamente por escudillas, por lo tanto hay que poner menos, a ojo, para no pasarse. (Los primeros gritan: «¡Remuévelo bien, remuévelo!»; en cambio, los últimos callan: lo que quede en el fondo será más espeso.) Los primeros comen y los últimos esperan: ¡a ver si se dan prisa! Están hambrientos y el bodrio que queda en el cubo está enfriándose. Entretanto los de fuera ya les están metiendo prisa: «¿Qué, habéis terminado? ¿O es que aún tenéis para rato?». Pero todavía hay que servir a los del segundo turno, ni más ni menos, ni más espeso ni más claro que a los del primero. Ahora se trata de medir bien el sobrante y repartirlo en una escudilla para cada dos. Durante todo este tiempo, más que comer, los cuarenta hombres vigilan el reparto y se consumen de impaciencia.
No se preocupan de calentar el vagón, no hay protección contra los cofrades, apenas dan de beber ni de comer..., pero es que ni dormir dejan siquiera. Durante el día, los centinelas puede ver perfectamente todo el tren y el trecho de vía que va quedando atrás, pueden cerciorarse de que nadie haya saltado por un lado y se haya tendido entre los raíles. En cambio, por la noche la vigilancia los trae de cabeza: en todas las paradas los centinelas golpean ruidosamente cada tablero del tren con mazas de madera de mango largo (el modelo estándar en todo el Gulag): ¿A ver si los habrán aserrado? En algunas paradas hasta abren de par en par la puerta del vagón y enfocan el interior con una linterna, cuando no con el haz del reflector: «¡Inspección!». Esto significa: ponte de pie de un brinco y prepárate a correr hacia la derecha o hacia la izquierda, según te manden. Se precipitan al interior del vagón unos soldados con mazas (mientras, otros forman fuera un semicírculo con las metralletas al brazo) y ordenan: ¡A la izquierda! O sea, que los de la izquierda se quedan en su sitio y los que están en la parte derecha deben venir corriendo, saltando como pulgas y amontonarse unos sobre otros, como mejor puedan. Al que no esté ágil, al que se distraiga, le propinan un mazazo en los costados, en la espalda, ¡para que le eche más ánimo! Y las botas de los soldados pisotean los míseros camastros, revuelven entre los harapos, iluminan y golpean con las mazas para ver si han serrado alguna tabla. ¿Que no? Pues en ese caso, los soldados se ponen en el centro del vagón y hacen pasar a los presos de izquierda a derecha para hacer un recuento: «¡Uno! ¡dos! ¡tres!...». Para contarlos bastaría simplemente irlos señalando con el dedo, pero es que así no daría miedo. No, la cuenta es más evidente, más exacta, enérgica y rápida si viene acompasada con otros cuantos mazazos, esta vez en los costados, en los hombros, en la cabeza, donde sea. Termina el recuento: hay cuarenta. Queda ahora revolver, iluminar y volver con los mamporrazos en la parte izquierda. Ya está, ya se han marchado, ya han cerrado el vagón. Ahora podremos dormir hasta la próxima parada. (No se puede decir que el celo de la escolta carezca de fundamento, porque algunos, los más hábiles, logran evadirse de los vagones rojos. A veces el soldado que va golpeando los tableros descubre uno que ya han empezado a aserrar. O bien, por la mañana, cuando distribuyen la balanda, el soldado advierte entre tantos rostros sin afeitar algunos bien rasurados. De inmediato rodean el vagón, armados con metralletas: «¡Venga, los cuchillos!». Y es que, en el fondo, cofrades y aguachirris son un poco presumidos y les «fastidia» ir mal afeitados. Pero ahora van a tener que pasarse sin el rapabarbas(la navaja, para entendernos).