Los vagón-zak se atienen al horario gris de los ferrocarriles, toda vez que los vagones rojos circulan al amparo de una orden quecae de las alturas y viene firmada por algún importante general del Gulag. El vagón-zak no puede tener como destino un lugar deshabitado, su final de trayecto ha de ser una estación, y aunque se trate de un lugarucho de mala muerte, ha de poder descargar en una prisión preventiva techada. En cambio el tren rojo puede llegar hasta un lugar desierto y ahí donde se detenga, inmediatamente habrá surgido del mar —el mar de la estepa o de la taiga— una nueva isla del Archipiélago.
Carece de importancia que un vagón rojo no sea apto en absoluto para el transporte de presos, o que no lo sea de inmediato, porque se puede acondicionar, aunque no del modo que tal vez imagine el lector, es decir, barriéndolo y limpiando el carbón o el yeso que transportaba antes de cargar personas en él. Esto no siempre se hacía. Tampoco nos referimos a que fuera invierno y hubiera que taponar las rendijas e instalar una estufa. (Cuando ya se había tendido el tramo de Kniazh-Po-gost a Ropcha, pero aún no se había incorporado a la red general de ferrocarriles, empezaron a transportar presos por este ramal en furgones sin estufa ni literas. En pleno invierno, los zeks yacían sobre el suelo cubierto de nieve helada y no se les daba comida caliente, ya que el tren era capaz de cubrir el trayecto en menos de veinticuatro horas. Imagine el lector que está tendido en esas condiciones y que resiste las dieciocho o veinte horas, ¡habrá sobrevivido!) Veamos en qué consiste el acondicionamiento de los vagones: se comprueba la integridad y resistencia de suelos, paredes y techos; se enrejan a conciencia las pequeñas ventanillas; se perfora un desagüe en el suelo y se refuerza especialmente con una chapa de hierro, sin escatimar clavos; se distribuyen de forma uniforme por el convoy, intercalándolos cada cuanto sea necesario, unos vagones-plataforma (en los que irán los puestos de guardia con ametralladoras), y si se dispone de pocas plataformas, se construyen tantas como falten; se instalan escalas para acceder a los techos; se estudia el emplazamiento de los reflectores y se asegura un suministro eléctrico a toda prueba; se fabrican mazas de madera de mango largo; se engancha un coche de pasajeros, o en su defecto, un vagón de mercancías bien acondicionado y caldeado, para el jefe de la guardia, el opery la escolta; se montan unas cocinas para la escolta y para los presos. Sólo después de llevadas a cabo estas operaciones se puede ir vagón por vagón y escribir con tiza, de cualquier manera: «mercancías especiales», o bien «productos perecederos». (En El vagón n"7, Ev-guenia Guinzburg ofrece una viva descripción de un traslado en vagones rojos, por lo que podemos evitarnos aquí entrar en detalles.)
Concluida la preparación del convoy, llega el momento de embarcar a los presos, una compleja operación militar. Durante la misma deben alcanzarse obligatoriamente dos importantes objetivos: ocultar el embarque a la población y aterrorizar a los presos.
Ocultar el embarque a los ciudadanos es necesario porque el tren transporta unos mil presos de una sola vez (por lo menos se enganchan veinticinco vagones), no se trata, pues, del pequeño grupo de un vagón-zak, que puede cargarse en público. Por supuesto, nadie ignora que se producen detenciones cada día y a cada hora, pero no se debe horrorizar a la gente con el espectáculo de tantos presos juntos . En 1938, en Orel ya era imposible ocultar que no había casa donde no se hubieran llevado a alguien; además, la plaza de delante de la cárcel estaba inundada de carros con mujeres que lloraban, igual que en el cuadro La mañana de la ejecución de los streltst*de Súrikov. (¡Ah, quién nos pintará estas escenas algún día! Pero no cuentes con ello: no está de moda, no es lo que se lleva...) Sin embargo, no había que mostrar a nuestros ciudadanos soviéticos que bastaban veinticuatro horas para llenar un convoy (y en Orel, aquel año, lo conseguían día tras día). Y mucho menos debía ver esas cosas la juventud: los jóvenes son nuestro futuro. Por ello, sólo de noche, cada noche, todas las noches, y así durante meses, se enviaba de la cárcel a la estación una oscura columna de reclusos a pie (los cuervos estaban ocupados practicando nuevos arrestos). Pero las mujeres lo advertían, de algún modo se enteraban y acudían de noche a la estación desde todos los rincones de la ciudad, estaban al acecho del convoy, que permanecía en una vía de estacionamiento, corrían a lo largo de los vagones tropezando con las traviesas y los rieles, y gritaban junto a cada vagón: ¿Está aquí Fulano de Tal? ¿Habéis visto a Fulano? Corrían hasta el siguiente y llegaban nuevas mujeres ante ese mismo vagón: ¿Está aquí Mengano? Y de pronto llegaba una respuesta del interior del vagón precintado: «¡Soy yo! ¡Estoy aquí!». O bien: «¡Siga buscando! ¡Va en otro vagón!». O también: «¡Escuchadme, mujeres! ¡Mi mujer vive aquí mismo, cerca de la estación, corred a decírselo!».
Estas escenas, indignas de nuestro tiempo, sólo servían para denunciar la incapacidad de quienes organizaban los embarques. Pero hay que saber aprender de los errores: a partir de cierta noche un generoso cordón de perros que gruñían y ladraban rodeaba los convoyes.
También en Moscú, ya se trate de la vetusta Srétenka (ahora ya ni los presos la recuerdan), o de Krásnaya Presnia, el embarque en los trenes rojos se hace exclusivamente de noche, es toda una ley.
Sin embargo, por más que la escolta haya decidido prescindir del astro de la mañana y su brillo innecesario, no por ello renuncia a emplear unos soles nocturnos: los reflectores. Resultan cómodos porque se pueden concentrar ahí donde hace falta: en el racimo de presos atemorizados, que esperan sentados la orden: «¡Los cinco siguientes, en pie! ¡Al vagón, paso ligero!». (¡Siempre a paso ligero! Para que el preso no mire a su alrededor, para que no reflexione, para que corra como si lo persiguiera una jauría, para que su único pensamiento sea no tropezar y caerse.) A paso ligero. Por ese senderillo desigual. Por la escalerilla por la que trepan al vagón. Los haces de luz fantasmagóricos y hostiles no se limitan a iluminar: son parte importante de la escenografía de la intimidación, al igual que los gritos estridentes, las amenazas, los golpes de culata sobre los rezagados; al igual que la orden: «¡Sentados en el suelo!». (Y a veces, como en la plaza de la estación del mismo Orel: «¡De rodillas!», y mil hombres se arrodillan cual una nueva especie de peregrinos); al igual que la carrerilla hacia el vagón, completamente inútil pero muy importante para lograr el efecto de terror; al igual que el fiero ladrido de los perros; al igual que los cañones apuntando (de fusil o de metralleta, según la década). Lo esencial es aplastar y aniquilar la voluntad del preso, para que ni siquiera piense en la huida, para que tarde aún mucho en darse cuenta de que tiene una nueva ventaja: haber pasado de una cárcel de piedra a un vagón de escuálidas tablas.
Para embarcar de noche a un millar de hombres en vagones con tanta precisión, es preciso que antes, en la cárcel, los hayan sacado de las celdas y preparado para el traslado, empezando la mañana del día anterior. Por su parte, la escolta debe hacerse cargo de ellos en la propia cárcel, un riguroso procedimiento que se alarga todo el día, pues hay que mantenerlos apartados durante largas horas fuera de las celdas, en el patio, sentados en el suelo, para no confundirlos con los que se quedan. Por tanto, para los presos el embarque nocturno no es sino alivio tras una jornada agotadora.