Esta prisión de tránsito, que ostenta un glorioso nombre revolucionario, es poco conocida de los moscovitas, pues en ella no se organizan visitas comentadas, además, ¡qué turistas va a haber si todavía está, jun-dottúndo!¡Mas quien quiera contemplarla por fuera no tiene que desplazarse muy lejos! Desde la carretera de Novojoróshevski, siguiendo el ferrocarril de circunvalación, queda a un tiro de piedra.
Como las prisiones de tránsito son un cajón de sastre, también lo es cualquier conversación sobre ellas, y seguramente esa misma impresión va a dar este capítulo: uno no sabe a qué ceñirse, qué contar, por dónde empezar. Y cuantas más personas se juntan en una prisión de tránsito, tanto mayor es esta mezcolanza. Para el hombre resulta insoportable, para el Gulag, antieconómica, pero la gente pasa en ella meses y meses. Y de este modo la prisión de tránsito se transforma en una verdadera fábrica: las raciones de pan llegan a montones en una carretilla de llevar ladrillos. La balandahumeante la acarrean en cubas de madera de setenta y cinco litros con un barrote que atraviesa las asas.
El punto de tránsito de Kotlás era de los más febriles y sin recato alguno. Febril, porque era la puerta a todo el nordeste de la Rusia europea, y sin recato, porque se encontraba ya en las profundidades del Archipiélago y en él era innecesario andarse con tapujos. Era sencillamente un pedazo de tierra vallada y dividida en jaulas siempre cerradas con llave. Era el mismo lugar donde en 1930 habían instalado a una densa multitud de campesinos —todos ellos deportados— (y aunque no haya quedado nadie para contarlo, debemos dar por supuesto que no había techo alguno sobre sus cabezas). Sin embargo, en 1938 eran tantos los internos, que no todos, ni mucho menos, podían disponer de alojamiento en aquellos frágiles barracones de sólo planta baja, hechos de tablones de desecho y cubiertos —ahora sí— con... lonas. Bajo la húmeda nieve de otoño, bajo los primeros fríos, la gente vivía entre la tierra y el cielo. Cierto que no dejaban que se congelaran en la inmovilidad: constantemente los sometían a recuento o mantenían alta su moral por medio de controles (en la prisión podía haber hasta veinte mil hombres), o con súbitos registros, siempre de noche. Más tarde plantaron tiendas de campaña dentro de las jaulas y en algunas hasta levantaron cabanas de troncos con planta y primer piso. Sin embargo, para abaratar la construcción, no pusieron una solera entre las dos plantas, sino que instalaron directamente literas de a seis, hasta arriba, con escaleras de mano a los lados, por las cuales incluso los que estaban ya en las últimas debían trepar como grumetes (un artilugio más propio de un barco que de un puerto). En el invierno de 1944-1945, cuando ya todos estaban bajo techado, quedaban sólo siete mil quinientos presos, de los que morían cada día unos cincuenta. Las parihuelas que los llevaban al depósito no conocían descanso. (Se me objetará que una mortalidad por debajo del uno por ciento diario es perfectamente tolerable, y que con esta tasa un hombre puede resistir hasta cinco meses. Cierto, pero tengan en cuenta que la principal guadaña —los trabajos forzados— aún no había empezado. Así pues, esta pérdida del 0,66 por ciento diario no era más que la pura mtvm por desecación.¿Cuántos almacenes de hortalizas tolerarían esta tasa?)
Cuanto más se adentra uno en el Archipiélago, tanto más se estremece al ver cómo desaparecen los puertos de hormigón para convertirse en simples amarraderos de pilotes.
Karabás, un campo de tránsito cercano a Karagandá, cuyo nombre se ha convertido en palabra de uso común, ha visto pasar en varios años a medio millón de personas (cuando Yuri Karbe estuvo ahí en 1942, ya iban por el número 433.000). El campo consistía en unos barracones bajos, de tierra apisonada, con el suelo de tierra. La distracción diaria era hacerlos salir a todos con sus trastos mientras unos pintores blanqueaban el suelo y hasta dibujaban alfombras. Por la noche, los zeks se acostaban en el mismo suelo y borraban con sus costados el blanqueado y los tapices.
Más que cualquier otro lugar, Karabás habría sido el más merecedor de convertirse en museo. Pero ¡ay!, ya no existe: en su lugar hay ahora una fábrica de piezas de cemento armado.
La prisión de tránsito de Kniazh-Pogost (sesenta y tres grados de latitud norte) se componía de un montón de chozas ¡asentadas sobre un cenagal! Las chozas consistían en un armazón de palos recubierto por una lona que no llegaba hasta el suelo. Dentro de la choza había unas literas de dos pisos, hechas también de palos (mal desbastados) y como pasillo entre ellas un piso igualmente de varas. De día, el cieno líquido salpicaba a través del suelo y de noche se congelaba. En diferentes lugares de la zona había que pasar sobre varas endebles e inestables y por todas partes la gente, que a causa de la debilidad no estaba para equilibrios, caía al cieno o a la aguacha. En 1938 en Kniazh-Pogost daban cada día lo mismo de comer: un cocido de alforfón y salvado con espinas de pescado. Resultaba ser lo más práctico, pues como el punto de tránsito carecía de escudillas, vasos y cucharas —y los presos con mayor razón—, llamaban a los presos por decenas al caldero y con unos cucharones les echaban esa masa en la gorra, los gorros de abrigo o en los faldones de la propia vestimenta.
O veamos, si no, el punto de tránsito de Vogvózdino (a pocos kilómetros de Ust-Vym), donde había cinco mil hombres. (¿Quién había oído hablar de Vogvózdino antes de leer estas líneas? ¿Cuántos puntos de tránsito desconocidos habrá? ¡Multiplicad los que se conocen por cinco mil!) Ahí hacían un cocido muy líquido, pero tampoco disponían de escudillas. Sin embargo supieron salir del paso (¡adonde no llegará el ingenio humano!): servían el bodrio en una palangana de bañopara cada diez hombres. ¡A ver quién comía más aprisa! (Esto también se vio en Kotlás.)
Cierto que en Vogvózdino nadie permanecía más de un año. (Y si alguien pasaba ahí tanto tiempo era porque estaba ya en las últimas y no lo querían en ningún campo.)
La vida cotidiana de los nativos del Archipiélago supera con creces la imaginación del literato. Cuando quiere describir la vida en prisión y hacer patente su máximo reproche e indignación, el escritor siempre recurre a la cubeta.¡La cubeta! La literatura la ha convertido en el símbolo de la cárcel, en el símbolo de la humillación y del hedor. ¡Cuánta frivolidad! ¿Es que creéis que la cubeta es un mal para el preso? ¡Pero si es el más misericordioso invento de los carceleros! Porque el horror empieza desde el instante mismo en que no hay cubeta en una celda.
En 1937 en algunas prisiones de Siberia no había cubeta, ¡no tenían bastantes! No se habían fabricado con antelación tantas como hubiera hecho falta y la industria siberiana no daba abasto ante tamaña avalancha de población reclusa. De modo que los depósitos estatales no podían atender la demanda de zambullos para tanta celda recién inaugurada. En las celdas antiguas sí los había, pero eran viejos y de poca capacidad. El sentido común aconsejaba retirarlos, pues, ante tal alud de reclusos, ahora eran tanto como nada. Así, en la prisión de Mi-nusinsk, construida en otros tiempos para albergar quinientos presos (Vladímir Ilich no estuvo en ella, y es que Lenin llegó hasta su lugar de destierro por su propio pie), se apiñaban ahora diez mil reclusos, ¡o sea que cada cubeta debiera haber aumentado de capacidad veinte veces! Pero los zambullos no crecen...