Gato escaldado del agua fría huye. Los demás se dieron todos por satisfechos, y así se impuso aquella ración de castigo para todos los díasdel largo viaje. Tampoco les dieron azúcar, i se lo quedaba la escolta. |
(Ocurría esto en el verano de las dos grandes victorias | —contra Alemania y contra el Japón— que engrandecen la historia de nuestra patria y que estudiarán nuestros nietos y biznietos.)
Pasaron hambre el primer día, pero al segundo día de lo mismo empezaron a espabilar. Sanin dijo a los de su compartimiento: «Mirad amigos, si seguimos así estamos perdidos. A ver, si alguien tiene objetos de valor que me los dé. yo los cambio y traigo de comer». Con toda desfachatez se puso a aceptar y rechazar piezas (aunque no todos estaban dispuestos a entregarlas, ¡cualquiera diría que os estoy obligando!). Luego pidió permiso para salir en compañía de Merezhkov y, cosa curiosa, la escolta les abrió la puerta. Se presentaron con el botín en el compartimiento de la guardia y volvieron con unas hogazas de pan rebanado y tabaco barato. Eran los siete kilos de pan que habían escamoteado a diario a los del compartimiento, sólo que ahora no se repartirían a todos por igual sino únicamente a los que habían entregado algún objeto.
Y era perfectamente justo: ¿o no habían dicho todos estar satisfechos con la ración pellizcada? Y era justo también, porque los objetos algo valían y era menester pagar por ellos. Y también era justo desde una perspectiva más remota: eran objetos demasiado buenos para tenerlos en un campo penitenciario y de todos modos acabarían siendo requisados o robados.
El tabaco era el de la escolta. Los soldados estaban compartiendo las preciadas briznas con los presos y también esto era justo, pues ellos se estaban zampando el pan de los presos y echaban al té su azúcar, demasiado bueno para dárselo a los enemigos del pueblo. Por último, también era de justicia que Sanin y Merezhkov, aunque no se hubieran desprendido de nada, se quedaran con la parte del león, pues sin ellos no habría sido posible el trueque.
Sentados y hacinados en la penumbra, ahora unos masticaban unos mendrugos que pertenecían a sus vecinos, mientras éstos debían contentarse con mirar. La guardia no les daba lumbre uno a uno, porque sólo se podía fumar —todos a la vez— cada dos horas, y entonces el vagón quedaba envuelto en humo como si se hubiera calado fuego. Los que no habían querido desprenderse de sus enseres ahora lamentaban no haberlos entregado y le rogaban a Sanin que los aceptara, pero éste les respondía secamente: «Más tarde».
Esta operación no se habría desarrollado tan bien, no habría tenido un remate tan perfecto, de no ser por la lentitud de aquellos trenes de posguerra, por aquellos vagones-zak que se enganchaban y desenganchaban de los trenes y que sufrían largas paradas en las estaciones. Por otra parte, de no haber sido en la posguerra, no habría habido objetos que codiciar. Estuvieron una semana para llegar a Kúibyshev y en todo ese tiempo no recibieron del Estado más que doscientos cincuenta gramos de pan (que, bien mirado, era el doble de la ración establecida durante el cerco de Leningrado), voblaseca y agua. El resto de la ración de pan había que comprarla con lo que uno tuviera. Bien pronto la oferta superó a la demanda y el cuerpo de guardia empezó a hacerle cada vez más ascos a los objetos. La escolta se había vuelto más caprichosa...
En la prisión de tránsito de Kúibyshev los desembarcaron, los llevaron a lavar y los devolvieron al mismo tren y al mismo vagón. Esta vez la escolta era nueva, pero era obvio que al tomar el relevo les habían explicado cómo hacerse con los objetos de valor, porque hubo que seguir pagando la propia ración hasta Novosibirsk. (Es fácil imaginar con qué rapidez se propagó esta práctica contagiosa por todas las divisiones de vigilancia.)
Al llegar a Novosibirsk los desembarcaron entre las vías y acto seguido apareció un nuevo oficial, quien les preguntó: «¿Hay quejas contra la escolta?». Todos se quedaron con un palmo de narices. Ninguno respondió.
El cálculo del primer jefe de escolta había sido certero.
* * *
Los viajeros del vagón-zak se distinguen también del común de pasajeros que ocupa el resto del tren en que desconocen adonde va el convoy y en qué estación se apearán: y es que no llevan billete ni pueden leer los horarios que cuelgan] en los vagones. En Moscú los embarcan tan lejos del andén] que a veces ni los propios moscovitas se hacen idea de cuál de las ocho estaciones es aquélla. Los presos aguardan horas soportando apreturas y hedor a que llegue la locomotora de maniobras. Y cuando llega, engancha el vagón-zak a un tren ya formado. En verano llega hasta los presos la megafonía de la estación: «El Moscú-Ufa va a efectuar su salida por la tres... El Moscú-Tashkent continúa estacionado en la vía uno. Los pasajeros con destino...». Por tanto, se trata de la estación] de Kazan, e inmediatamente los entendidos en la geografía y los caminos del Archipiélago explican a sus compañeros: Vorkutá y el Pechora quedan descartados, pues hacia allá se sale de la estación de Yaroslavl; también podemos descartar los campos de Kírov y de Gorki.
Así se cubren de cizaña los frutos de la gloria. ¿Y si en realidad fuera cizaña? Porque a decir verdad no hay ningún campo penitenciario que se llame «Pushkin», «Gógol» o «Tolstói», ¡pero cuántos no habrá que se llamen «Gorki»! E independientemente del sistema de campos existen además unas minas penitenciarias llamadas «Maxim Gorki» (a 40 km de Elguen). Sí, Alexéi Maximich... «por vuestro corazón, camarada, y en vuestro nombre...». «Si el enemigo no se rinde...» Bastan unas palabritas fuera de lugar, y en un abrir y cerrar de ojos... tu nombre traspasa los límites de la literatura... [263]
También sabemos que desde Moscú nunca se expiden presos a Bielorrusia, Ucrania o al Cáucaso, porque en esos lugares ya no saben dónde meter a los suyos. Continuamos escuchando. El tren de Ufa ha salido ya, pero el nuestro ni se ha movido. Ha partido también el de Tashkent y nosotros seguimos donde antes. «En breves momentos el tren Moscú-No-vosibirsk... Se ruega a los acompañantes... los billetes de los pasajeros...» Y el tren da una sacudida. ¡Es el nuestro! ¿Y qué certeza nos da esto? De momento ninguna, porque pueden hacernos bajar en el curso medio del Volga o el sur de los Urales. Puede que nos lleven a Kazajstán, donde las minas de cobre de Dzhezkazgán. Puede ser Taishet, con su fabrica de impregnación de traviesas ferroviarias (donde, según dicen, la creosota acaba filtrándose a través de la piel para depositarse en los huesos, mientras los vapores saturan los pulmones hasta la muerte). También tenemos como posible destino toda Si-beria, hasta Soviétskaya Gaván. Y también Kolymá. Y Norilsk.
Si es invierno, el vagón permanece cerrado y no pueden oírse los altavoces. Si la escolta se atiene a las ordenanzas, será imposible oírles ni una alusión a la ruta. Así pues, emprendemos la marcha, nos dormimos entre cuerpos entrelazados, bajo el golpeteo de las ruedas sin saber si a la mañana siguiente veremos bosques o bien estepa por la ventanilla, la del pasillo, naturalmente. Desde las literas centrales —a través de la reja, del pasillo, del doble cristal y de la reja exterior— se ven, pese a todo, los patios de vías de las estaciones y el trozo de espacio que corre junto al tren. Si los cristales no están empañados, a veces hasta es posible leer el rótulo de alguna estación: nombres como Avsiutino o Undol. ¿Por dónde queda esto? Nadie del compartimiento ha oído hablar de estos parajes. Otras veces es posible calcular por el sol si nos llevan hacia el norte o al este. Otras, en una estación cualquiera —Tufanovo, pongamos por caso— meten en el compartimiento a un delincuente astroso, y éste explica que lo llevan a juicio a Danílov y que teme que le echen un par de años. Sabes así que esta noche habéis pasado Yaroslavl* y que, por tanto, la primera prisión de tránsito que encontraréis será la de Vólogda. Y siempre habrá en tu compartimiento alguno que ya se conoce el paño y que pronunciará con sombría expresión el célebre dicho, marcando las oes muy abiertas: «¡En Vólogda, pocas bromas con la escolta!».