En 1945-1946, cuando nos llegaban los presos, no de cualquier parte, sino ¡de Europa!, presos que vestían y llevaban en sus sacos artículos europeos nunca vistos hasta entonces, no pudieron resistir la tentación ni los propios oficiales de guardia. Por razón del servicio se habían librado de combatir en el frente, pero al acabar la guerra eso significaba también que estaban lejos del botín. ¿Acaso era aquello justo?
Así pues, no era por casualidad, ni por premura, ni por falta de espacio, sino sólo por codicia, el que la guardia decidiera mezclar a la cofradía con los presos políticos en cada compartimiento del vagón-zak a su cargo. Y los cofrades nunca les defraudaban: dejaban limpios a los castores [262] 51 y todo iba a parar a las maletas de los centinelas.
¿Pero qué hacer cuando el vagón iba repleto de «castores», el tren ya se había puesto en marcha y no había ni un solo ladrón a mano, ni podía contarse con que lo hubiera, ya que aquel día no había estaciones que los expidieran? También se dieron casos de éstos.
En 1947 llevaban a un grupo de extranjeros de Moscú a Vladímir para cumplir condena en la Central de dicha localidad. Los extranjeros llevaban objetos de valor, según quedó claro apenas abiertas las maletas. Visto esto, la propia escoltaemprendió una requisa sistemática de objetos y, para que no se les escapara nada, pusieron a los presos totalmente desnudosen el suelo del vagón, cerca del retrete, mientras ellos registraban y confiscaban. Pero la guardia no reparó en que no los estaban conduciendo a un campo penitenciario cualquiera, sino a una cárcel de verdad. Nada más llegar, LA. Kornéyev presentó una queja por escrito denunciando lo ocurrido. Dieron con la escolta y la sometieron a un registro. Parte de los objetos aún no había desaparecido y fue devuelta a sus propietarios, y por todo lo que no reapareció se indemnizó a los presos en metálico. Según se decía, a los centinelas les impusieron penas de diez a quince años, aunque de todos modos, es imposible verificarlo. Y aún así, las condenas por robo no suelen cumplirse íntegramente.
De todos modos, ése había sido un caso excepcional. Si el jefe de la escolta hubiera sabido dominar a tiempo su codicia, habría comprendido que no le convenía meterse en semejante brete. Veamos ahora un caso más sencillo, tan simple que cabe esperar que hasta fuera corriente. En agosto de 1945 en el vagón-zak Moscú-Novosibirsk (en el que trasladaron a A. Suzi) tampoco había rateros a mano. De todos modos, como tenían por delante un largo trayecto —en vista de lo lentos que iban los trenes de entonces— el jefe de la escolta pudo elegir sin precipitarse el momento más oportuno para llevar a cabo un registro. Los arrestados debían salir al corredor de uno en uno con sus enseres personales. Siguiendo el reglamento de prisiones cada uno debía desnudarse, pero el verdadero sentido del registro no era encontrar cuchillos u objetos prohibidos, ya que los presos volvían de inmediato a su atiborrada celda, donde los otros podían perfectamente haberles guardado todo lo que quisieran. El verdadero objeto del registro era escudriñar sus enseres personales, tanto los que llevaba encima como los de los sacos. El jefe de la escolta, un oficial, y su ayudante, un sargento, permanecieron altivos e imperturbables al lado mismo de los sacos durante el largo registro sin mostrar asomo de aburrimiento. Su pecadora codicia pugnaba por manifestarse, pero el oficial la ocultaba bajo una fingida indiferencia. Era la misma situación que la de un viejo carcamal que se come a las muchachas con los ojos pero que se siente intimidado por los presentes —y también por las propias muchachas— y no sabe cómo comportarse. ¡Qué bien le habrían venido unos cuantos ladrones! Mas, ¡ay!, no los había en ese traslado.
Ladrones no habría, pero sí hombres a los que ya había rozado e infectado el hálito de la cárcel. Ya se sabe, el ejemplo de los ladrones es aleccionador y predispone a la imitación: demuestra que existe una manera fácil de darse la buena vida en prisión. En uno de los compartimientos viajaban dos ex oficiales, Sanin (de la Marina) y Merezhkov. Ambos eran condenados por el Artículo 58, pero eso no impedía que se hubieran adaptado ya al medio. Con el apoyo de Merezhkov, Sanin se había autoproclamado síndico electo del compartimiento y, por mediación de un soldado, pidió ser recibido por el jefe de la guardia (había sabido descifrar su actitud altiva: ¡no era más que necesidad de conchabarse con alguien!). Fue un hecho insólito, pero a Sanin lo llamaron y en alguna parte tuvo lugar la entrevista. Siguiendo el ejemplo de Sanin, uno de otro compartimiento pidió una entrevista. Y también fue recibido.
Por la mañana dieron a los detenidos, no los quinientos cincuenta gramos de pan que en aquella época era la ración normal durante un traslado, sino doscientos cincuenta.
Cuando distribuyeron las raciones empezó a oírse un ligero murmullo. Fue sólo un murmullo, porque aquellos presos políticos temían las «acciones colectivas» y no movieron un dedo. Sólo hubo uno que preguntó en voz alta al que hacía el reparto:
—¡Ciudadano jefe! ¿Cuánto pesa esta ración?
—¡Pesa lo establecido! —le respondieron.
—¡Exijo que me la vuelvan a pesar, o de lo contrario me negaré a aceptarla! —anunció el temerario con voz fuerte.
El vagón entero contuvo la respiración. Muchos no tocaron sus raciones con la esperanza de que también se las volvieran a pesar. Apareció entonces el oficial, ese dechado de pureza. Todos guardaban silencio, con lo cual sus palabras resonaron aún más rotundas y categóricas:
—¿Quién se ha levantado aquí contra el régimen soviético?
Se quedaron todos de piedra. (Me replicarán que es una técnica habitual, que también entre los libres cualquier jefe puede hacerse pasar por el «régimen soviético» y a ver quién se lo discute. Pero hay una diferencia: aquí era mucho más amedrentador, porque se trataba de gente aterrorizada a la que acababan de condenar por actividades antisoviéticas.)
—¿Quién es el que ha organizado este motínpor lo del pan? —no cejaba el oficial.
—Ciudadano teniente, yo sólo quería... —empezaba ya a disculparse el alborotador, ahora ya el único culpable de todo.
—¿Conque eres tú, bastardo? ¿Conque no te gusta el régimen soviético?
(¿Y para qué sublevarse? ¿Para qué discutir? ¿No hubiera sido más fácil comerse la ración aunque la hubieran pellizcado, aguantarse y tener la boca cerrada? Ahora, en cambio, ya estaba armada...)
—...¡Carroña apestosa! ¡Contra! ¡Debían haberte colgado, y aún pides que te pesen la ración! ¡Rata! ¡El régimen soviético te da de comer y de beber, ¿y todavía no estás contento?! ¿Sabes lo que te has ganado por esto? —Orden a los soldados—: ¡Lleváoslo! —Retumba la cerradura—. ¡Sal con las manos atrás! —Y se llevan al infeliz—. ¿Quién más tiene queja? ¿Quién más quiere que le pesen el pan?
(¡Como si hubiera forma de demostrar algo! Como si hubiera donde quejarte de que sólo te han dado doscientos cincuenta gramos y te fueran a creer a ti y no al teniente que insiste en que había quinientos cincuenta.)