Литмир - Электронная Библиотека
A
A

¡Muy pocos presos políticos!¡En Butyrki! ¿Estaré soñando? ¿Pues dónde los metían? ¡Tanto más que todavía no existían ni la Lubianka ni Lefórtovo!

Rádischev fue conducido con grilletes y como el tiempo era frío le echaron por encima «la repugnante zamarra» de un guardián. Sin embargo, apenas supo esto, Catalina II dispuso que se le quitaran los grilletes y que se le proveyera de todo lo necesario para el viaje. En cambio, en noviembre de 1927, Anna Skrípnikova fue conducida desde Butyrki a Solovki ataviada con un sombrero de paja y ropa estival (llevaba el mismo vestido que cuando la habían detenido ese verano; desde entonces su habitación había quedado precintada y nadie quiso extenderle una autorización para recoger su ropa de abrigo).

Distinguir a los presos políticos de los comunes significa respetarlos como adversarios en pie de igualdad, equivale a reconocer que cualquier persona puede tener opiniones.¡Así, aunque esté el preso en prisión se siente libre políticamente!

Pero desde el momento en que todos nosotros pasamos a ser «KR» —y a partir de que los socialistas no supieron defender su categoría de «políticos»— no podías esperar sino carcajadas de los presos y el desconcierto de los celadores si se te ocurría protestar pidiendo que a ti, un preso político, te disgregaran de los reos de delito común. «Aquí, comunes lo sois todos», respondían los vigilantes con toda sinceridad.

Esta mezcla, este primer e impresionante encuentro, se produce dentro del «cuervo» o en el vagón-zak. Hasta entonces, por más que te hayan vejado durante la instrucción sumarial, por más que te hayan torturado y oprimido, sabes que todo se debía al trato con los de azul, a quienes no se debe confundir con la humanidad y a quienes hay que ver sólo como unos arrogantes esbirros. En cambio, tus compañeros de celda, aunque sean muy distintos a ti por su cultura y su experiencia, por mucho que discutas con ellos, aunque se chivencosas sobre ti, forman parte pese a todo de un género humano, ordinario, pecador y cotidiano, entre el que has pasado tu vida.

Cuando te embanastan en el compartimento del stalin crees encontrarte entre compañeros de infortunio, piensas que todos tus enemigos y opresores han quedado al otro lado de las rejas, no esperas encontrarlos también a este lado. Mas de pronto, cuando alzas la cabeza hacia esa escotadura cuadrada troquelada en la litera central, hacia ese único cielo que se abre sobre ti, puedes ver encima de ti tres o cuatro..., ¡no, no diremos rostros!, ¡ni tampoco caras de mono, pues hasta los simios tienen una expresión más apacible e inteligente!, ¡semblantes repulsivos también sería quedarse cortos, puesto que no guardan ninguna semblanza humana! Ves jetas crueles y abyectas que expresan mofa y ruindad. Cada una te observa como la araña al acecho de la mosca. La reja es su telaraña, ¡y tú has caído en ella! Retuercen los morros como si fueran a picarte en un costado. Cuando conversan, sisean, y disfrutan más con este siseo que con el sonido de vocales y consonantes propio del habla. No se asemeja su garla al ruso más que en los sustantivos y las desinencias verbales: es una auténtica jerigonza.

Esos extraños goriloides las más de las veces sólo visten camiseta, pues en el compartimiento el calor es sofocante. Tienen el pescuezo rojizo y nudoso, los hombros musculosos y abultados, el pecho moreno y tatuado. Jamás han experimentado la opresión que provoca la cárcel. ¿Quiénes son? ¿De dónde proceden? Y de repente, ves una cruz colgando de uno de aquellos cuellos, sí, una pequeña cruz de aluminio prendida de un cordel. Esto te impresiona y te causa cierto alivio: entre ellos hay creyentes. ¡Qué conmovedor! ¡Nada terrible ha de sucederte! Pero justo este «creyente» suelta de pronto una sarta de obscenidades mentando la cruz y la fe (para maldecir sí que emplean algo de ruso) y te mete en los ojos dos dedos separados en forma de «V». No es ninguna amenaza, te los está clavando como diciendo: «¡Te voy a sacar los ojos, carroña!». ¡Esta es toda su fe y toda su filosofía! Y si son capaces de aplastarte los ojos como se aplasta una babosa, ¿qué misericordia vas a esperar para ti y para lo que llevas contigo? La cruz se balancea, y tú diriges los ojos —aún no aplastados— hacia esa salvaje mascarada, y todo tu sistema de orientación se resquebraja: ¿Quién de vosotros ya ha perdido el juicio? ¿Quién está a punto de perderlo?

Crujen y se desmoronan en un instante los hábitos de trato humano que has seguido hasta ahora. En toda tu vida anterior —sobre todo antes de tu detención, pero también después e incluso, en parte, durante la instrucción del sumario— has proferido palabras a otros seres humanos y has escuchado palabrasde ellos, y estas palabras producían un efecto; con ellas se podía convencer, rechazar o ponerse de acuerdo. Recuerdas diferentes tratos humanos —el ruego, la orden, el agradecimiento—, pero ahora te ves sumido en algo que queda fuera de estas palabras y de estos tratos. Desciende ahora hacia ti un emisario de las jetas. Suele ser un jovenzuelo mal encarado cuya desenvoltura e insolencia lo hacen tres veces más repugnante, y ese aprendiz de demonio desata tu saco y te escamotea los bolsillos, pero no registrando, sino palpando, ¡como si hurgara en sus propios bolsillos! A partir de este instante, nada tuyo es ya tuyo, y tú mismo ya no eres más que un maniquí de gutapercha en el que se han colgado cosas superfluas que están ahí para que te las quiten. Nada puedes explicar con palabras a este diminuto y perverso hurón, ni a las jetas de allá arriba. ¡De nada sirve rechazar, prohibir ni rogar! No son personas, de esto has podido darte cuenta en sólo un minuto. ¡Lo único que vale es emprenderla a golpes! ¡Acometerlos a golpes, sin más demora, sin perder tiempo articulando la lengua! Zurrar a ese niñato o a los energúmenos de arriba.

¿Pero cómo vas a poder darle a los tres estando tú abajo? Y a ese chiquillo, por más que sea un hurón asqueroso, ¿cómo vas a pegarle? ¿No bastaría un leve empujón? Pero tampoco lograrías hacerle a un lado, porque de un mordisco el mocoso te arrancaría las narices en menos que canta un gallo, eso si antes los de arriba no te rompían el cráneo (y además llevan navajas, sólo que no las van a sacar para ensuciarlas contigo).

Miras a tus vecinos, a tus compañeros —¡Adelante, resistámonos o presentemos una protesta!—, pero todos tus camaradas, todos los del cincuenta y ocho, ya han sido saqueados de uno en uno antes de que tú llegaras y ahora permanecen sumisos y acuclillados. Y aún gracias si desvían los ojos, porque si no es así, te miran con toda naturalidad, como si aquello no se tratara de violencia ni de pillaje, sino tan sólo de un fenómeno de la naturaleza, como la hierba que crece o la lluvia que cae.

¡Y es que, señores, camaradas y hermanos, dejasteis escapar la ocasión! Debierais haber reaccionado y recordado quiénes erais mucho antes, cuando Struzhinski se prendió fuego en su celda de Viatka, y antes aún, cuando os declararon «contrarrevolucionarios».

De modo que dejas que te despojen del abrigo; que palpen tu chaqueta y desgarren —junto con un jirón del forro— un billete de veinte rublos que llevabas cosido; que arrojen tu saco arriba y lo registren. Ahí se queda todo lo que tu sentimental esposa recogió, una vez dictada la sentencia, para tu largo viaje. Y sólo te devuelven el cepillo de dientes, echado dentro del saco...

En los años treinta y cuarenta no todos se sometieron así. No todos, pero desde luego se rajaban noventa y nueve de cada cien. (Me contaron algunos casos, por ejemplo, el de tres hombres sanos y robustos, resueltos a hacer frente juntos a los cofrades, pero no en defensa de la justicia en general, no en defensa de todos los que eran saqueados a su alrededor, sino sólo en defensa de sí mismos. En otras palabras: mantuvieron una neutralidad armada.) ¿Cómo pudieron llegar a esto? ¡Eran hombres! ¡Oficiales! ¡Soldados! ¡Habían combatido en el frente!

153
{"b":"143057","o":1}