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¿Con qué estado de ánimo se presentó Yakubóvich ante el tribunal? ¿Cómo no iba a montar en el juicio un escándalo mundial por todos los martirios sufridos, por tanta falsedad como le oprimía el pecho? ¡Pero, ojo!:

1. ¡Sería una puñalada por la espalda contra el régimen soviético! Sería negar el objetivo de toda la existencia de Yakubóvich, negar todo el camino que había seguido hasta desligarse del error menchevique y llegar al correcto bolchevismo;

2. Después de semejante escándalo no dejarían que muriera, no se contentarían con fusilarlo, sino que lo torturarían de nuevo, ahora por venganza, hasta llevarlo a la locura, y su cuerpo ya había conocido bastantes torturas. ¿Dónde encontrar apoyo moral para estos nuevos suplicios? ¿De dónde sacar el coraje?

(Mientras voy anotando estos argumentos, sus palabras siguen retumbando en mis oídos: estamos ante un caso, muy poco frecuente, en que es posible, por así decirlo, obtener explicaciones «postumas» de alguien que tomó parte en dicho proceso. Yo diría que es tanto como si Bujarin o Rykov nos estuvieran explicando el motivo de su enigmática sumisión en el juicio: la misma sinceridad, la misma entrega al partido, la misma debilidad humana, la misma falta de sostén moral para la lucha, debido a la carencia de una postura independiente.)

Y en el proceso, Yakubóvich no sólo repitió con docilidad esa gris sarta de mentiras —la más alta cumbre de la fantasía de Stalin, de sus aprendices y de los atormentados acusados—, sino que representó su inspirado papel como había prometido a Krylenko.

La denominada delegación en el extranjero de los mencheviques (en esencia, la cúpula de su comité central) hizo público en Vorwártssu distanciamiento de los acusados. En el artículo se decía también que aquello era una vergonzosa comedia judicial montada sobre las declaraciones de agentes provocadores y de unos infelices acusados a los que se había intimidado. Se afirmaba asimismo que la aplastante mayoría de los acusados hacía más de diez años que habían abandonado el partido y nunca se habían reincorporado a sus filas. Que en el proceso se mencionaban sumas ridiculamente grandes, que ni siquiera el partido entero había dispuesto nunca de tanto dinero.

Y Krylenko, después de dar lectura al artículo, rogó a Shvernik que permitiera a los acusados hacer declaraciones (la vieja técnica de tirar de todos los hilos a la vez, como en el proceso contra el «Partido Industrial»). Y todos declararon. Y todos defendieron los métodos de la GPU en contra del comité central menchevique...

¿Qué recuerda hoy Yakubóvich de aquella «réplica» suya y de su última palabra? Pues que no habló meramente por atenerse a la promesa dada a Krylenko, que no se puso en pie sin más, sino que se levantó con ímpetu, llevado por un arrebato de indignación y elocuencia. ¿Indignación contra quién? Él, que había conocido torturas, que se había abierto las venas y había estado más de una vez a las puertas de la muerte, estaba ahora sinceramente indignado, ¡no contra el fiscal! ¡No contra la GPU! ¡No! ¡Contra la delegación en el extranjero! ¡Ahí está la inversión de la polaridad psicológica! Rodeados de seguridad y confort (desde luego, comparado con la vida en la Lubianka incluso el más mísero exilio se antoja cómodo), aquellos desvergonzados tan pagados de sí mismos, ¿cómo podían no compadecerse de quienes habían quedado aquí, entre tormentos y sufrimientos? ¿Cómo podían renegar de ellos con tanto cinismo y abandonar a estos desgraciados a su suerte? (Su réplica fue enérgica y un gran triunfo para los que habían montado el proceso.)

Al contarme esto en 1967, la voz de Yakubóvich seguía temblando de rabia contra la delegación en el extranjero, por su perfidia, su renuncia, su traición a la revolución socialista, lo mismo que ya les había reprochado en 1917.

Durante nuestra conversación no disponíamos de las actas taquigráficas, pero más tarde las conseguí y pude por tanto leerlas: ¡En ese proceso Yakubóvich afirmó públicamente que la delegación en el extranjero les había dado consignas de empecimientopor encargo de la Segunda Internacional! Y manifestaba su cólera contra ellos con palabras retumbantes. Pero resulta que el artículo de los mencheviques del extranjero no había sido desvergonzado ni autocomplaciente; al contrario: en él se compadecían de las desgraciadas víctimas del proceso, si bien puntualizaban que hacía tiempo que ya no eran mencheviques, y ésa era la pura verdad. ¿A qué se debía, pues, la obstinada cólera de Yakubóvich? ¿Y cómo podrían los mencheviques extranjeros nohaber abandonado a los acusados a su suerte?

Nos gusta descargar nuestra cólera contra los débiles, contra quienes no pueden responder. Es la naturaleza del hombre. Y siempre surgen de manera espontánea argumentos para demostrar que tenemos razón.

Por su parte, Krylenko dijo en su discurso de acusación que Yakubóvich era un fanático de la idea contrarrevolucionaria, ¡y pidió para él la pena de muerte!

Y no fue sólo ese día cuando Yakubóvich sintió asomar a sus ojos una lágrima de agradecimiento, sino que en el día de hoy, después de recorrer muchos campos y más de un izoliator,continúa agradeciendo a Krylenko que no lo humillara, que no lo agraviara ni ridiculizara en el banquillo de los acusados, sino que lo hubiera llamado acertadamente fanático(aunque de una idea contraria a la que profesaba en realidad) y que hubiera exigido un simple y noble fusilamiento que pusiera fin a todos sus sufrimientos. El propio Yakubóvich, al pronunciar sus últimas palabras, se mostró de acuerdo: «los crímenes que he confesado (él le daba una gran importancia a este acertado giro: "que he confesado"dando a entender a todo quien tuviera oídos la diferencia con "que he cometido")son dignos de la pena suprema, ¡y no pido clemencia! ¡No pido por mi vida!». (A su lado, en el banquillo, Grohman exclamó aterrado: «¿Se ha vuelto usted loco? ¡No tiene derecho a hacer esto, piense en sus compañeros!».)

Bueno, ¿no era esto un verdadero hallazgo para la fiscalía? [220] 22

¿Y acaso no quedan suficientemente explicados los procesos de 1936-1938?

¿Acaso no fue justo este proceso el que dio a Stalin la certeza y seguridad de que podía acorralar completamente a sus mayores enemigos —esos charlatanes— y escenificar con ellos un espectáculo igual?

* * *

¡Perdóneme el indulgente lector! Hasta ahora mi pluma ha ido escribiendo sin zozobra y no se encogía mi corazón, de tal suerte que nos hemos deslizado por esta época con despreocupación, pues estos quince años se encontraban bajo una infalible protección: ora la de la legítima revolución, ora la de la legitimidad revolucionaria. Pero en adelante va a sernos más doloroso, ya que como recordará el lector —y como nos han explicado decenas de veces, empezando por Jruschov—, «hacia 1934 se empezaron a infringir los principios leninistas de la legalidad».

¿Cómo vamos a entrar en este abismo de ilegalidad? ¿Cómo vamos a vadear este amargo trecho de río?

Por otra parte, dada la celebridad de los acusados, estos juicios estuvieron a la vista de todo el mundo. No fueron pasados por alto, se escribió sobre los mismos, fueron objeto de interpretaciones. Y seguirán siéndolo. Nosotros nos limitaremos a rozar sólo algunos de sus enigmas.

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