Литмир - Электронная Библиотека
A
A

La instrucción del proceso se redujo a un solo interrogatorio, que abarcaba únicamente las declaraciones voluntarias del encausado y una evaluación de sus actividades. El 23 de agosto el auto de procesamiento ya obraba en poder del tribunal. (Una rapidez increíble, pero que surtió su efecto. Alguien había calculado con acierto que torturar a Savínkov para arrancarle una penosa y falsa declaración habría echado por tierra la verosimilitud del caso.)

En el pliego de acusaciones, redactado en una terminología perfeccionada para volver cualquier cosa del revés, se culpaba a Savínkov de todo lo imaginable: de haber sido un «pertinaz enemigo del campesinado más pobre»; de «ayudar a la bur- guesía rusa en sus aspiraciones imperialistas» (es decir, de haber estado en 1918 a favor de continuar la guerra contra Alemania); de «haber mantenido contacto con representantes del mando aliado» (¡en la época en que era administrador del Ministerio de la Guerra!); de «haber entrado a formar parte, con fines provocativos, de los comités de soldados» (es decir: de haber sido elegido por los soldados diputados); o bien —¡ésta sí que es buena!— de haber abrigado «simpatías monárquicas». Pero todo esto no es más que lo viejo; había además acusaciones nuevas que en lo sucesivo no podrían faltar en ningún proceso: aceptar dinero de los imperialistas, espionaje en favor de Polonia (¡ya se habían olvidado del Japón!) e intención de envenenar con cianuro potásico a todo el Ejército Rojo (no había envenenado a un solo soldado).

El proceso empezó el 26 de agosto. Presidía el tribunal Ulrich (es la primera vez que lo encontramos), y no había ningún acusador, como tampoco defensor. Savínkov no hizo grandes esfuerzos por defenderse, casi se mostró apático y apenas intentó rebatir las pruebas. Al parecer, el acusado se vio muy turbado al oír la consabida cantinela, que esta vez, ciertamente, venía como anillo al dedo: ¡pero si es usted tan ruso como nosotros!¡Usted y nosotros, es decir: nosotros ! No hay duda de que usted ama a Rusia, y nosotros respetamos este sentir suyo. ¿Acaso no profesamos también nosotros ese mismo amor? ¿Y no somos ahora nosotros la fuerza y la gloria de Rusia? ¿Y contra nosotros quería usted luchar? ¡Arrepiéntase!

Pero lo más sorprendente fue la sentencia: «La salvaguardia del orden revolucionario no hace indispensable la aplicación de la medida suprema de castigo y, dado que el ánimo de venganza es contrario al sentido de la justicia de las masas proletarias», se conmuta la pena de fusilamiento por diez años de privación de libertad.

Esto causó revuelo y, en aquella época, conmovió muchas mentes: ¿Relajación del poder? ¿Metamorfosis? Ulrich incluso se sintió obligado a dar explicaciones y justificó en las páginas de Pravdala concesión de gracia a Savínkov. ¿Cómo vamos a tener miedo de un Savínkov cualquiera tras siete años de régimen soviético cada vez más fortalecido? (No nos lo tomen a mal si para su vigésimo aniversario al régimen le viene un achaque de debilidad y tenemos que fusilar a cientos de miles.)

Así pues, envuelto en ese primer misterio que era su regreso al país, aparecía un segundo enigma: una sentencia que no era a muerte (la cual Búrtsev explica así: a Savínkov le habían hecho creer que dentro de la GPU existían corrientes opositoras dispuestas a aliarse con los socialistas, y que acabarían poniéndolo en libertad y confiándole algún papel activo; por esto llegó a un acuerdo con los jueces de instrucción). Después del juicio, permitieron a Savínkov... enviar cartas abiertas al extranjero, entre otras a Búrtsev, y en esas cartas Savínkov intentaba persuadir a los revolucionarios emigrados de que el régimen soviético se sostenía en la voluntad popular y que era inadmisible combatir contra él.

Pero en mayo de 1925 estos dos misterios se vieron eclipsados por un tercero: sumido en la depresión, Savínkov se arrojó por una ventana no enrejada a un patio interior de la Lubianka sin que los ángeles custodios de la GPU hubieran sido capaces de agarrarlo y detenerlo. Sin embargo, por lo que pudiera ser (para que no tuvieran tropiezos en su carrera), Savínkov les dejó una carta eximitoria en la que explicaba el por qué de su decisión. Estaba escrita con tanta sensatez y coherencia, era tan fidedigna y tanto se ajustaba al estilo y a la palabra de Savínkov, que todos quedaron convencidos de su autenticidad, de que nadie que no fuera Savínkov habría podido redactar aquella carta y de que éste había puesto fin a su vida tras tomar conciencia de su quiebra política. (Hasta una persona tan sagaz como Búrtsev no vio en todo este asunto más que una traición de Savínkov, sin que la autenticidad de la carta ni del suicidio le plantearan duda alguna. Hasta el acto más perspicaz tiene sus limitaciones.)

Y nosotros, los cretinos, los presos llegados más tarde a la Lubianka repetíamos como crédulos loros que las mallas metálicas en cada hueco de escalera de la Lubianka se habían instalado a raíz de que Savínkov saltara al vacío. Hasta tal punto nos subyugaba esa bella leyenda que olvidábamos una cosa: ¡la práctica de los carceleros es internacional! Mallas como aquéllas las había ya en las prisiones estadounidenses a principios de siglo, ¿cómo podía ir a la zaga la técnica soviética?

En 1937, en uno de los campos de Kolymá, justo antes de morir, el antiguo chekista Arthur Schrübel contó a uno de sus compañeros que él fue uno de los cuatro hombres que arrojaron a Savínkov al patio de la Lubianka por la ventana del cuarto piso. (Lo cual no se contradice con lo que relata actualmente la revista Nevácuando dice que el antepecho de la ventana era bajo, casi como la puerta de un balcón. ¡Qué habitación más bien escogida! Sólo que, según el autor soviético, el hecho se debió a una distracción de los ángeles custodios, mientras que según Schrübel lo lanzaron todos a la vez.)

Y el segundo enigma, el de la sentencia desproporcionadamente clemente, queda aclarado por el tercer misterio, mucho mas rudimentario.

Se trataba de un rumor sin confirmar, pero había llegado hasta mí y yo, a mi vez, lo transmití en 1967 a M.P. Yakubóvich, quien exclamó con ese brío juvenil que conservaba, y con brillo en los ojos: «¡Ya lo creo! ¡Concuerda! ¡Y yo que no había querido creer a Bliumkin porque me parecía que se estaba pavoneando!». Esto es cuanto pudimos aclarar: a finales de los años veinte, Bliumkin contó a Yakubóvich, de manera estrictamente confidencial, que él había escrito la supuesta carta postuma de Savínkov por encargo de la GPU. Según ha podido saberse, mientras Savínkov estuvo preso, Bliumkin tuvo libre acceso permanente a la celda de aquél y le «distraía» por las tardes. (¿Presintió Savínkov que era la muerte quien lo visitaba con frecuencia, una muerte zalamera y cordial en la que no era posible advertir signos de fatalidad?) De este modo Bliumkin pudo captar de Savínkov su manera de pensar y de expresarse, hasta llegar a sus últimos pensamientos.

Habrá quien se pregunte: ¿Y por qué arrojarlo por la ventana? ¿No habría sido más sencillo envenenarlo? Quizás es que mostraron el cadáver o creyeron que podría hacerles falta.

En qué otra parte mejor que en ésta podemos contar el final de Bliumkin, intrépidamente acorralado por Mandelstam [205]en pleno cénit de su gloria en la Cheká. Ehrenburg había comenzado a escribir sobre Bliumkin, pero luego se avergonzó de ello y lo dejó. Y no es que falte qué contar. Después de haber aplastado en 1918 a la izquierda eserista, el asesino de Mirbach no sólo no fue castigado, no sólo no compartió la suerte de todos sus compañeros eseristas de izquierdas, sino que se convirtió en el protegido de Dzerzhinski (que también quiso echarle una mano a Kósyrev) y adoptó la apariencia externa de un bolchevique. Si querían conservarlo era, evidentemente, para encargarle asuntos de sangre de gran responsabilidad. En cierta ocasión, en vísperas de los años treinta, fue enviado en secreto al extranjero para cometer un asesinato. . Sin embargo, movido por su espíritu aventurero, acaso por su admiración hacia Trotski, Bliumkin se llegó a las islas de los Príncipes, para preguntarle al Doctor Jurisconsulto si tenía algún recado para la URSS. Trotski le dio un paquete para Radek, Bliumkin lo trajo y lo entregó a su destinatario, y esta visita a Trotski no se habría descubierto de no ser porque el brillante Radek ya se había convertido en un soplón. Radek hundió a Bliumkin, y éste desapareció en las fauces del monstruo que él mismo había alimentado dándole, de su propia mano, la primera leche ensangrentada.

115
{"b":"143057","o":1}