—Es una chica espantosa —exclamó, después de la melodiosa despedida—. Se llama Vanda Broom, y hace poco he sabido lo que nunca había sospechado en el pensionado: que es una verdadera tribadka. La pobre Grace Erminin me ha revelado que, en Brownhill, Vanda no dejaba de darle pasadas, a ella ya... otra chica. Mira, aquí hay una fotografía suya.
La voz de Córdula se había transformado súbitamente. Puso ante los ojos de Van un álbum del colegio coquetonamente encuadernado, fechado en la primavera de 1887 y que Van ya había visto en Ardis, pero sin fijarse en el rostro sombrío y en las gruesas cejas de la pobre Vanda. De todas maneras, aquello ya no tenía ninguna importancia. Y Córdula no tardó en guardar el álbum en un cajón. Pero Van se acordaba muy bien de que, entre otras contribuciones más o menos recatadas, contenía un astuto pastiche de la distribución de los párrafos y los finales de capítulo de Tolstoi, compuesto por Ada Veen; y, bajo su foto, muy relamida, había añadido esta cuarteta, característica de su estilo:
He aquí la parodia de una vieja mansión,
he aquí sus estancias y todas sus verandas,
y la gigante fronda propia de la estación
de los jacarandás de Ardis y sus demandas.
¡Ninguna importancia, ninguna importancia! ¡Rómpelo y olvida! Pero una mariposa en el parque, o una orquídea en el escaparate de unos almacenes, resucitaban todas las cosas en un deslumbramiento interior de violenta desesperación.
Van pasaba la mayor parte de sus horas de actividad en la Biblioteca Pública, aquel admirable y formidable palacio de columnas de granito, separado del dulce nido de Córdula por muy pocas calles. Hay una irresistible tentación a comparar las náuseas, los extraños anhelos, los éxtasis complicados que acompañan a la elaboración del primer libro de un joven autor con las impresiones experimentadas por una mujer encinta. Van se encontraba todavía en el estadio nupcial. Más tarde (si queremos llevar adelante la metáfora) conocería el coche-cama de la sucia desfloración, la primera terraza de los desayunos en la luna de miel, con la primera avispa. Córdula no podía ser comparada, en ningún sentido, a la musa de nuestros poetas. Pero el camino de regreso a su apartamento, al anochecer, a paso de paseo, combinaba, de muy agradable manera, el eco del trabajo realizado y la promesa de próximas caricias. Van veía venir con un particular placer aquellas noches en que Córdula hacía subir una cena selecta del «Mónaco», famoso restaurante situado en el entresuelo del alto edificio que quedaba coronado por el ático y la gran terraza de Córdula. La dulce trivialidad de su pequeño romance era para Van un estímulo mucho más eficaz que la compañía de Demon, cuya agitación y cuyo ardor no conocían punto de reposo (padre e hijo se encontraron pocas veces en Manhattan, pero pronto iban a pasar dos semanas juntos, en París, antes del regreso de Van a Chose).
Aparte del parloteo —un parloteo mariposante—, Córdula no tenía conversación; y eso también facilitaba la vida. Instintivamente, había comprendido en seguida que Ada y Ardis eran palabras que no debía pronunciar nunca. Van, por su parte, no se hacía la menor ilusión acerca de los sentimientos que ella alimentaba a propósito de él. Córdula no le amaba verdaderamente. Su cuerpecito rosa, tierno, suave y almohadillado resultaba delicioso de acariciar, y el no disimulado asombro que le producían el vigor y la variedad de las proezas amorosas de su amante proporcionaban un no despreciable bálsamo a lo que Van conservaba aún de vanidad viril. Córdula dormitaba entre dos besos. Van, cuando no conseguía dormir, cosa que ahora le ocurría bastante a menudo, se retiraba al salón para consultar sus libros y hacer anotaciones, o bien recorría en todas direcciones la terraza abierta, bajo una bruma de estrellas, en recogida meditación, hasta que el primer tranvía ponía sus tintineos y chirridos en el abismo renaciente de la gran ciudad.
Cuando, en los primeros días de septiembre, dejó Manhattan, con destino a Lute, Van Veen estaba ya en estado interesante.
SEGUNDA PARTE
I
En el aeropuerto de Goodson, en uno de los grandes espejos de la sala de espera rococó, Van descubrió el sombrero de seda de su padre, el cual le esperaba sentado en una butaca de imitación madera-mármol, detrás de un periódico abierto en el que se leía, en letras invertidas, «CRIMEA... CAPITULACIÓN». En el mismo momento, un hombre cubierto con un impermeable y cuyo rostro rosado, algo porcino, no le era desagradable, se aproximó a Van. Era el representante de una famosa agencia internacional, la CMC, que se encargaba de la entrega en propia mano de Cartas Muy Confidenciales. Tras un primer movimiento de sorpresa, Van reflexionó que Ada Veen, una de sus últimas amantes, no podía haber elegido un medio más smart(en todos los sentidos de la palabra) de hacerle llegar un mensaje. Aquel sistema de transmisión, insensatamente precioso o insensatamente preciado, era una garantía de absoluto secreto: ni la tortura ni el hipnotismo habían logrado quebrantarlo en las horas sombrías de 1859 y se decía que el presidente Gamaliel, cuando iba a París (lo que, ¡ay!, no hacía ya con tanta frecuencia como en otros tiempos), y el rey Victor de Inglaterra, en sus visitas (todavía bastante frecuentes) a Cuba o a Hécuba, y, por supuesto, el vigoroso lord Goal, virrey de Francia, en sus alegres paseos por Canadia, preferían confiarse a la infalibilidad prodigiosamente discreta y —digámoslo— casi sobrenatural de la CMC, antes que a las facilidades oficiales que se ofrecen a la sexualidad famélica de los potentados deseosos de engañar a sus esposas. El mensajero de hoy se hacía llamar James Jones, una fórmula cuya absoluta falta de connotación la convertía en un seudónimo ideal, aun en el caso de que fuese su verdadero nombre. En el espejo, la impaciencia comenzaba a batir sus alas, pero Van se prohibió cualquier reacción precipitada, y, para ganar tiempo (porque, al haberle sido presentadas por separado las armas de Ada, comprendía que tenía que decidir si aceptaba o no su carta), empezó por examinar atentamente la insignia en forma de as de corazones que J. J. enarbolaba con disculpable orgullo. El joven detective rogó a Van que abriese la carta, se asegurase de su autenticidad y firmase en una tarjeta, que inmediatamente desapareció en algún bolsillo o bolsa marsupial oculta en sus ropas o en su anatomía. Las impacientes exclamaciones de bienvenida de su padre (envuelto, para su viaje a Francia, en una capa negra con forro de seda escarlata) decidieron finalmente a Van a interrumpir su diálogo con James y a tomar la carta, que deslizó en su bolsillo (y leyó algunos minutos más tarde, en los lavabos, antes de ocupar su plaza en el avión trasatlántico).
—Las acciones suben casi en vertical —dijo Demon—. Nuestros triunfos territoriales, etc., etc. Un gobernador norteamericano, mi amigo Bessborodko, va a instalarse en Besarabia, y un gobernador británico, Armborough, va a gobernar en Armenia. Te he visto abrazado a tu condesita cerca del parque de estacionamiento. Si te casas con ella, te desheredo. Está muy por debajo de nuestro nivel.