Durante aquel tiempo la testaruda Lucette se había empeñado en sostener que el modo más sencillo de dibujar una flor consistía en colocar una hoja de papel de calcar sobre la imagen (en el caso presente se trataba de una pogonia de barba roja, planta peculiar de las turberas de Ladore cuya anatomía posee ciertas particularidades escabrosas) y luego repasar los contornos con lápices de colores. La paciente Ada quería que la copia se hiciese no por un procedimiento mecánico, sino «del ojo a la mano y de la mano al ojo», y que Lucette utilizase como modelo un ejemplar viviente de otra especie de orquídea, de sépalos violeta y bolsa oscura y rizada. Pero acabó por rendirse. Y, sin perder su buen humor, apartó el vasito de cristal que contenía la zapatilla de Venus que ella había recogido. Distraídamente, discretamente, trató entonces de explicar a Lucette el funcionamiento de los órganos reproductores de las orquídeas, pero todo lo que la caprichosa niña quería saber se limitaba a esto: un chico-abeja, ¿podía fecundar a una chica-flor a travésde algo, de sus polainas, de su jersey o de cualquier cosa que lleve puesta?
—Sabes —dijo Ada, con una cómica voz nasal, dirigiéndose a Van—, esta niña tiene la mente más sucia del mundo y ahora va a enfurecerse conmigo por decírtelo, y va a ir a lloriquear en el halda de la Larivière, y a quejarse de que ha sido fecundada por haber estado sentada en tus rodillas.
—Pero yo no puedo hablar a Belle de cosas sucias —dijo Lucette, muy amable y razonablemente.
—Van, ¿qué te pasa? —preguntó la perspicaz Ada.
—¿Por qué esa pregunta? —preguntó a su vez Van.
—Se te mueven las orejas y te aclaras la garganta.
—¿Acabarás pronto con esas horribles flores?
—Sí. Ahora voy a lavarme las manos. Nos veremos abajo. Llevas la corbata mal puesta.
—Está bien, está bien.
Mon page, mon beau page
—mironton, mironton, mirontaine—
mon page, mon beau page...
Abajo, en el gran vestíbulo, Jones echaba ya mano al gong para anunciar la cena.
—Bien, ¿qué es lo que pasa? —preguntó Ada cuando se encontraron, un minuto más tarde, en la terraza del salón.
—Mira lo que he encontrado en el bolsillo de mi smoking.
Ada leyó y releyó la nota, frotándose con un índice nervioso sus anchos incisivos.
—¿Cómo puedes saber que va dirigido a ti? —preguntó, devolviéndole a Van la hojita de papel, escolar.
—Bueno, ¡lo digo yo! —gritó Van.
—¡ Tiché! (¡Calma!).
—Te digo que lo he encontrado aquí (apuntando hacia su corazón).
—Rómpelo y olvídalo.
—Tu rendido servidor —replicó Van.
XLI
Pedro no había vuelto aún de California. Un ataque de fiebre de heno y unas gafas negras no mejoraban la apariencia de G. A. Vronski. Adorno, el héroe de Odio, se había hecho acompañar por su nueva mujer, que resultó haber sido una de las antiguas (y más queridas) esposas de otro invitado de Marina, actor infinitamente más meritorio y que, acabada la cena, encargó a Bouteillan, convenientemente gratificado, que le trajese un falso mensaje que exigiese su partida inmediata. Grigorii Akimovich (que había llegado con él en ia misma limusina de alquiler) le acompañó. Dejaron alrededor de una mesa de juego a Marina, Ada, Adorno y su Mariana, que daba curiosos resoplidos irónicos. Jugaron al biruch, una especie de whist, hasta que fuese posible hacer venir un taxi de Ladore. Era más de la una de la mañana cuando la reunión se disolvió.
En el intervalo, Van se cambió de ropa una vez más: se puso los pantalones cortos, se envolvió en su manta escocesa y se retiró al bosquecillo, donde los faroles bergamascos no habían sido encendidos en toda la velada... que no había sido tan memorable como Marina había esperado. Trepó a su hamaca y, con el sopor del duermevela, pasó mentalmente revista a los criados que hubieran podido deslizar en su bolsillo el siniestro mensaje («se están burlando»), desprovisto, según Ada, de toda significación. El primer sospechoso, por supuesto, podría haber sido Blanche, la histérica, la extravagante Blanche, de no ser por su timidez y su miedo a ser despedida (Van recordaba una escena atroz en la que Blanche, pidiendo gracia, se había arrastrado a los pies de Mlle. Larivière que la acusaba de haber «robado» alguna de sus innumerables chucherías... encontrada finalmente en un zapato de la propia acusadora). En el foco de la imaginación de Van apareció a continuación la faz rubicunda de Bouteillan y el rictus de su hijo. Después de lo cual se durmió y se vio a sí mismo, en sueños, en la ladera de una montaña cubierta de nieve, donde personas y árboles —y también una vaca —eran arrastrados por un alud.
¿Qué vino a arrancarle de su inquieto sopor? En un principio creyó que se trataba del fresco de la noche expirante; luego reconoció el ligero crujido que en su pesadilla había tomado por un grito. Alzando la cabeza distinguió una débil luz entre los arbustos: alguien entreabría desde el interior la puerta del cuarto de las herramientas. Ada no había acudido nunca a encontrarse con su amante sin haber acordado previamente cada etapa de sus citas nocturnas, por otra parte excepcionales. Van saltó de su hamaca y se dirigió con sigiloso paso hacia el iluminado umbral. Ante él apareció la figura vacilante y pálida de Blanche. Ofrecía un singular espectáculo: en enaguas, con los brazos desnudos, una media bien sujeta por la liga mientras la otra le caía sobre el tobillo, sin zapatillas, con las axilas relucientes de sudor y la cabellera desarreglada en un lamentable simulacro de seducción.
—Ésta es mi última noche en el castillo —susurró. Y luego repitió la frase en inglés, en ese inglés barroco, elegiaco y ceremonioso que sólo se encuentra en las novelas de antaño: T'is my last night with thee.
—¿Tu última noche? ¿Conmigo? ¿Qué quieres decir?
La contempló con ese malestar de lo Extraño que se experimenta al escuchar las lucubraciones del delirio o de la embriaguez.
Pero, a pesar de su aire de demencia, Blanche estaba perfectamente lúcida. Había decidido dos días antes abandonar la casa. Acababa de deslizar su dimisión (con una postdata referente a la mala conducta de la señorita) bajo la puerta de la habitación de la señora. Se iría dentro de unas horas. Amaba a Van, que era «su fiebre y su locura», y quería pasar a su lado unos minutos secretos.
Van entró en el cuarto de los instrumentos y cerró lentamente la puerta. Aquella lentitud era efecto de lo incómodo que se sentía. Blanche había dejado su farol sobre el travesano de una escalera. Y, sin esperar más, empezó a levantarse la falda de la enagua. La compasión y la cortesía de una comprensiva actitud acaso habrían excitado el deseo de lo que ella consideraba como cosa hecha y cuya radical ausencia disimulaba Van cuidadosamente con la protección de su manta. Pero, aparte del temor al contagio (Bout había hecho ciertas alusiones a algunas dolencias que afligían a la pobre chica), un asunto muy distinto y mucho más grave todavía, le atormentaba. Apartó la mano audaz y se sentó en un banco, al lado de Blanche.