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La víspera del día más desdichado de su vida, Van descubrió al despertarse que podía doblar la pierna sin hacer muecas, pero cometió la imprudencia de seguir a Ada y a Lucette a un desayuno improvisado en un campo de criquet abandonado hacía tiempo, y volvió a la casa con dificultad. Una zambullida en la piscina, un baño de sol y el malestar había casi desaparecido cuando, al blando calor de la hora de la siesta, Ada volvió de una de sus largas «florerías» (nombre sucinto y algo melancólico que ella daba a sus correrías botánicas, porque la flórula de Ladore ya no producía gran cosa, salvo algunas favoritas habituales). Marina, envuelta en un lujoso peinador, estaba sentada frente a un gran espejo oval erguido sobre el césped. Había hecho transportar aquellos accesorios al jardín para que la peinase allí el senil monsieurViolette de Lyon y Ladore, cuyos dedos, a pesar de los años, seguían haciendo milagros. Marina explicaba y excusaba aquella actividad, que no suele practicarse al aire libre, con el ejemplo de su abuela, que quería así prevenir su peinado de los efectos del viento imprevisto (como un duelista «hace muñeca» paseándose con un atizador en la mano).

—Y he aquí a nuestro mejor ejecutante —dijo Marina, mostrando a Van a Violette... que le tomó por Pedro y se inclinó con aire de entendida.

Van había pensado dar con Ada un pequeño paseo de convaleciente antes de vestirse para la cena, pero, apenas regresada, ella se dejó caer en un silla del jardín diciendo que estaba agotada y muy sucia, y que tenía que lavarse las manos y los pies y prepararse para el suplicio del día, es decir, para ayudar a su madre, que debía recibir al anochecer a su gente de cine.

—Le he visto en Sexico—decía monsieurViolette a Marina en voz muy baja, al tiempo que le tapaba ambas orejas para imprimir a su cabeza, reflejada en el espejo ovalado, un movimiento semicircular.

—No, ya es tarde —murmuró Ada—. Y, además, he prometido a Lucette...

Van insistió con un suspiro enojado, aunque comprendió que era inútil tratar de hacer variar su decisión, especialmente en materias amorosas, pero inexplicablemente, milagrosamente, el desvío que se manifestaba en su gesto se fue convirtiendo en una alegría apacible, como a efectos de un inesperado alivio, igual que un niño que pierde su mirada en el espacio, con un esbozo de sonrisa, cuando comprende que el mal sueño ha terminado o que una puerta ha quedado entreabierta y al fin puede corretear a sus anchas bajo un cielo despejado. Ada hizo que se deslizara de su hombro la correa de su herbario y, bajo la mirada benévola de Violette, que les seguía sobre la reflejada aureola de la cabellera de Marina, se alejaron sin prisa y buscaron la relativa soledad de la alameda donde Ada había enseñado un día a Van los juegos de luz y sombra. Él la tomó en sus brazos y la besó, la besó de nuevo, como si volviese de un largo y peligroso viaje. La dulzura de su sonrisa era una cosa inesperada y enteramente especial. No era la sonrisa astuta del demonio, la sonrisa del ardor recordado o prometido, sino el reflejo humano, exquisito, de la felicidad y el abandono. Todos sus apasionados ejercicios de bombeo de goces —en la Granja Incendiada o en el Cenador —no eran nada comparados con aquel zaychik, aquel reflejo prismático del alma sonriente. Su blusa negra y su falda negra con bolsillos de delantal habían perdido la significación «duelo-por-una-flor-desaparecida» que la imaginativa Marina concedía a aquella vestimenta (« nemedlenno pereodet' sya», ve a cambiarte en seguida, había gritado ante el espejo de verdes reflejos); en cambio, habían adquirido el encanto desacostumbrado del uniforme de las colegialas de Lyaska. Se apretaban frente contra frente, moreno contra blanco, negro contra negro, Van sosteniendo los codos de Ada, Ada deslizando sus dedos ligeros por las clavículas de Van. Él le dijo cuanto «ladoraba» el aroma tenebroso de su cabellera mezclada al olor de los aplastados tallos de los lirios, de los cigarrillos turcos, de aquella lasitud que viene de «lass». «No, no, deja; tengo que lavarme en seguida, Ada debe ser limpia.» Pero durante un último minuto eterno permanecieron enlazados en la alameda muda, deleitándose, como nunca lo habían hecho, con esa fórmula de «felices para siempre» con que acaban los cuentos de hadas que nunca acaban.

Van, éste es un pasaje muy bello. Voy a pasar la noche llorando (interpolación tardía).

Cuando un último rayo de sol se posaba sobre Ada, su boca y su barbilla brillaron, húmedas de pobres besos fútiles. Ada sacudió la cabeza diciendo que, verdaderamente, era hora de separarse, besó las manos de Van, cosa que sólo hacía en los momentos de suprema ternura, y huyó rápidamente. Se separaron... verdaderamente.

Una orquídea vulgar —una «zapatilla de Venus»— se mustiaba en el saco que Ada había dejado en una mesa del jardín y que ahora arrastraba escaleras arriba. Marina y el espejo habían desaparecido. Van se quitó sus prendas de gimnasia y se tiró una vez más a la piscina, ante los ojos de Bouteillan, que, de pie en el borde, con las manos cruzadas a la espalda, observaba con aire meditativo las profundidades falsamente azules de las aguas.

—Me pregunto —dijo —si no acabo de sorprender a un renacuajo. El tema novelesco de la comunicación escrita va a adquirir ahora todo su desarrollo. Al entrar en su habitación, Van, sobrecogido por un presentimiento siniestro, vio un pedazo de papel que sobresalía del bolsillo de su smoking. El mensaje, escrito a lápiz, en grandes letras trabajosamente redondeadas y ampulosas, contenía esta aseveración anónima: «se están burlando». Entre los criados había al menos quince que podían ser sospechosos. Interrogarles a todos —torturar a los varones y violar a las hembras —habría sido, por supuesto, algo estúpido y degradante. Con un gesto de rabia infantil, desmembró su más bella mariposa negra en la rueda de la exasperación. El veneno de la víbora empezaba a subirle al corazón. Cogió otra corbata, acabó de vestirse y fue en busca de Ada.

Encontró a las dos hermanas y a sus institutrices en uno de los «salones de las habitaciones de los niños». En la tenaza de aquella habitación encantadora, Mlle. Larivière estaba sentada ante una mesa Pembroke adornada con un gusto exquisito. Estaba leyendo el tercer guión de rodaje de Les Enfants Mauditscon una mezcla de sentimientos aderezados con furiosas anotaciones. En una gran mesa redonda, en el centro de la sala, Lucette, asesorada por Ada, trataba de aprender a dibujar flores. Varios atlas botánicos de distintos tamaños estaban abiertos ante ellas. Las cosas conservaban su acostumbrada apariencia: la rubia luz del día que maduraba, las pequeñas ninfas cabreras pintadas en el techo, la voz soñadora y lejana de Blanche que plegaba la ropa blanca canturreando estrofas del Mambrú ( no sé cuándo vendrá, no sé cuándo vendrá...) y las dos graciosas cabezas, bronce negro y cobre rojo, inclinadas sobre la pulida mesa. Van comprendió que antes de preguntar a Ada, incluso antes de decirle que deseaba preguntarle algo, debía recuperar su sangre fría. Ada parecía alegre, se había arreglado bien, estrenaba un nuevo traje de noche, espejeante de azabache, llevaba por primera vez los diamantes que le había regalado Van y, también por primera vez, unas medias de seda transparentes.

Van se sentó en un pequeño sofá, tomó al azar uno de los libros abiertos sobre la mesa y contempló con disgusto una bella ilustración en color que representaba un grupo de grandes orquídeas cuya popularidad entre las abejas dependía, según el texto, de «diversas emanaciones apetitosas en una gama de olores que va desde el de obreras muertas al del gato». Los soldados muertos podrían oler aún mejor.

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