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Lo cual nos recuerda otra cosa.

El catálogo de la biblioteca de Ardis registraba, bajo la rúbrica «LIBID. EXÓT/.», un suntuoso volumen (conocido por Van gracias a los buenos oficios de Miss Vertograd), que se titulaba: Obras maestras perdidas: cien cuadros procedentes de las colecciones reservadas de la Nat. Gal. (Sct.Sp.), impresos para S.M. el Rey Victor.Se trataba de espléndidas fotografías en color que reproducían esas escenas tiernas y voluptuosas que los maestros italianos se permitieron pintar entre las demasiado numerosas «Resurrecciones» durante un demasiado prolongado y demasiado robusto Renacimiento. El ejemplar de Ardis había sido perdido o robado, o se encontraba escondido en la buhardilla, entre los efectos personales del tío Ivan, algunos de los cuales eran bastante curiosos. Van no se acordaba nunca del nombre del autor de cierto cuadro, pero le parecía que éste podía ser razonablemente atribuido al joven talento de Michelangelo da Caravaggio. Era una tela sin marco que representaba dos figuras desnudas —muchacho y muchacha —sorprendidas en flagrante delito de mala conducta en una gruta tapizada de hiedra o de pámpanos, o cerca de una pequeña cascada coronada por un arco de verdura y de un follaje color bronce y esmeralda, con grávidos racimos de uvas diáfanas; y las sombras y los reflejos límpidos de los frutos y las hojas se fundían mágicamente con las carnes jaspeadas de delicadas venas. Sea como fuere (esta transición puede ser un simple artificio de estilo), Van se sintió transportado a la obra de arte prohibida el día en que, después de comer, y cuando todos los demás habían partido hacia Bramóme, Ada y él tomaban un baño de sol cerca de la cascada, en el bosquecillo de alerces de Ardis Park. Ada se había inclinado sobre él y sobre los detalles circunstanciados de su deseo. La larga cabellera lisa de la pequeña ninfa, que en la sombra parecía de un azul-negro uniforme, revelaba ahora, bajo el fuego de la gema solar, estratos alternos de castaño rojizo y ámbar intenso, cayendo en crenchas que le cubrían las mejillas o se abrían graciosamente en su extremidad sobre el marfil de su hombro ligeramente alzado. En los primeros días de aquel verano fatídico, la sustancia, el lustre, el olor de aquella cabellera morena habían abrasado los sentidos de Van, y siguieron ejerciendo sobre él el mismo intenso efecto hasta mucho después de que su erotismo juvenil hubiese descubierto en Ada otras fuentes de incurable dicha, A los noventa años Van recordaba su primera caída del caballo con una emoción apenas menor que la de aquel primer día en que Ada se inclinó sobre él y le dio a poseer su cabellera. Los cabellos de la chica le harían cosquillas en los muslos, le serpenteaban entre las piernas, se desplegaban sobre su vientre palpitante. A través de ellos, el estudiante de arte podía entrever la cúspide de la técnica del trompe-l'oeil, monumental, multicolor, proyectándose sobre un fondo oscuro, perfilándose en altorrelieve por una iluminación lateral de luz caravagiana. Ada le acariciaba, le enlazaba, como los zarcillos de una enredadera se abrazan a una columna, estrechándose cada vez más, apretando cada vez más, hasta que su mordisco amoroso acababa por disolver su fuerza en suavidad purpurina. En el borde de una hoja de vid había una muesca, en forma de cuarto creciente, de la mordedura de una oruga de esfinge. Había también un microlepidopterólogo inglés muy conocido que, habiendo agotado los nombres griegos y latinos, forjaba nombres de géneros nuevos mediante juegos de palabras: «Adabesa», «Adabraza», «Besamada», «Besahí». Ella supo hacerlo. ¿De quién era ahora el pincel? ¿De un Tiziano titilante? ¿De un Palma el Viejo embriagado? No, Ada no tenía nada de veneciana rubia. ¿Dosso Dossi, quizás? ¿Fauno Agotado por una Ninfa? ¿Sátiro desvaneciéndose? Ese molar que acaban de empastarte, ¿no te hiere en la lengua, Ada? ¡A mí me ha despellejado! No te preocupes, es una broma, mi circasiana circense.

Un momento más tarde tomaron el relevo los pintores flamencos: muchacha poniéndose bajo la cascada para lavarse los cabellos. El gesto inmemorial de la torsión de los mechones para escurrirlos, acompañado de contorsiones de la boca igualmente inmemoriales.

My sister, do you recollect

that turret, «of the Moor» yclept?

Ma soeur, te souvient-il encore

du château que baignait la Dore?

XXIII

Todo iba perfectamente hasta que Mlle. Larivière decidió guardar cama durante cinco días. Se había desriñonado en el tiovivo de la Fiesta de la Vendimia, marco escogido para una novela que acababa de iniciar (y cuyo tema era la estrangulación de una muchachita llamada Roquette por el alcalde de su pueblo), y sabía por experiencia que no hay nada mejor que el calor del lecho para mantener el prurito de la inspiración. Durante aquel período, Frenen, la segunda doncella del piso alto, cuyo carácter y cuyo palmito estaban muy por debajo de la gracia límpida y el humor amable de Blanche, fue encargada, en principio, del cuidado de Lucette, y ésta hacía cuanto podía por trocar la vigilancia indolente de la criada por la compañía de su primo y su hermana.

Ominosas palabras, como «de acuerdo, si el señorito te deja que vayas...»; o «bueno, estoy segura de que a la señorita Ada no le importará que le acompañes a buscar setas», resonaron pronto en los oídos de nuestros héroes como el toque de difuntos de su libertad amorosa.

Mientras la yaciente autora, agradablemente instalada en su lecho, describía las orillas de un arroyuelo donde la pequeña Roquette gustaba de retozar, Ada leía, sentada al borde de un arroyo muy parecido y, de tanto en tanto, echaba una mirada soñadora a un incitante bosquecillo de coníferas (que más de una vez había dado asilo a nuestros amantes) y a Van, que, con el torso bronceado, los pies descalzos, y el pantalón vaquero subido hasta las rodillas, buscaba su reloj, que creía haber dejado caer entre los nomeolvides (pero que Ada, él lo había olvidado, llevaba en su muñeca). Lucette había abandonado su comba. En cuclillas al borde del riachuelo, hacía flotar una muñeca de goma del tamaño de un feto y, a intervalos, le apretaba el vientre para hacer salir un fascinante chorro de agua de un agujerito que Ada, hermana cariñosa, había tenido el mal gusto de perforar en el juguete rojo-anaranjado. Con la indócil brusquedad de los objetos inanimados, la muñeca se las arregló para que se la llevara la corriente. Van dejó caer los pantalones bajo un sauce y atrapó a la fugitiva. Ada, tras considerar debidamente la situación, cerró su libro y dijo a Lucette (la cual solía dejarse seducir fácilmente) que estaba notando que se convertía en dragón con una rapodez inquietante, que las escamas ya le estaban verdeando, que ahora era ya un dragón y que Lucette debía ser atada a un árbol con su comba para que Van pudiese acudir a salvarla en el momento justo. Por alguna razón desconocida, a Lucette no le gustó el programa; pero la fuerza bruta se impuso. Ada y Van abandonaron a la furibunda cautiva firmemente atada al tronco de un sauce y partieron haciendo cabriolas, fingiendo la huida y la persecución, para desaparecer durante unos preciosos instantes en la oscura arboleda de coniferas. Lucette, debatiéndose, había conseguido liberar de la cuerda una de sus rosadas muñecas y se había casi soltado de sus ligaduras cuando dragón y caballero regresaron caracoleando.

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