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Más regocijante aún era el «mensaje» de una asistente social canadiense, madame de Réan-Fichini, que escribió y publicó su tratado Sobre los métodos anticonceptivosen jerga kapuskana (para evitar los rubores de estocianos y estadounicianos, sin dejar por eso de instruir en su especilidad a sus colegas más audaces): « Sole segura metoda—escribía— par enganar natura est por un fort contino-contino-contino hasta le plaser, e logo, a l’ultima instanzia, deviar a l'otra rajia; ma por si la dona non se da volta apriesa, capta por son ardore e plaser, la transita est facilitata por la positio buca-baixo.» Un léxico añadido en apéndice explicaba este último término como «la postura generalmente adoptada en las comunidades rurales por todas las clases, desde la nobleza campesina hasta el más vil ganado, en todos los pueblos de las Américas Unidas, desde la Patagonia a la Gaspesia». Ergo, concluyó Van, nuestro misionero se hace humo.

—Tu vulgaridad no reconoce límites —dijo Ada.

—A fe mía que prefiero incluso ser quemado vivo antes que deglutido por una Amadissima(o como quieras llamarla) que, una vez viuda, ponga un buen montón de huevos verdes.

Paradójicamente, Ada, tan impuesta en «cientos» de «ticenos» (y de «insectos»), se aburría mucho con las doctas y voluminosas obras enriquecidas con planchas anatómicas, imágenes de siniestros burdeles de la Edad Media, o fotografías de tal o cual César a punto de ser extraído del útero materno según los diversos métodos de carniceros y cirujanos enmascarados de los tiempos antiguos y modernos; mientras que Van. que detestaba la Historia Natural y denunciaba con fanática indignación la existencia del dolor íísico en todas las regiones del Universo, era infinitamente seducido por las descripciones y representaciones de carnes humanas torturadas. En campos más floridos, sus gustos y sus alegrías eran mucho más afines. A los dos les gustaban Rabelais y Casanova. Ambos detestaban al señor de Sade, a herrMasoch y a Heinrich Müller. La poesía pornográfica de ingleses y franceses, aunque instructiva e ingeniosa en ocasiones, a la larga les asqueó, y su complacencia (sobre todo en Francia, antes de la invasión) en describir los desbordamientos sexuales de monjes y monjas, les parecía tan incomprensible como deprimente. La colección de estampas eróticas del Extremo Oriente del tío Dan resultó ser artísticamente mediocre y calisténicamente pobre. El espécimen más costoso y más hilarante representaba una mongola de rostro oval y estúpido con un horrible tocado, en comunión sexual con seis gimnastas rechonchos e inexpresivos. El lugar de la escena era una especie de escaparate lleno de biombos, arbustos en macetas, telas de seda, abanicos de papel y porcelanas. Tres de los machos, contorsionados en posturas incómodas, utilizaban simultáneamente tres de los principales orificios de la muchacha, que trataba a mano a dos clientes de más edad. El sexto, un enano, tenía que contentarse con el pie deforme que ella ponía a su disposición. Otros seis voluptuosos sodomizaban a sus inmediatos compañeros y un séptimo daba su estocada en el sobaco. Después de haber desembrollado e identificado pacientemente todos los miembros y repliegues abdominales directa o indirectamente colgados sobre la plácida cortesana (la cual, no se sabe cómo, conservaba aún sobre su persona algunas partes de su vestido), tío Dan había anotado con lápiz el precio de la estampa y su título: « Geishade los trece amantes.» Van descubrió aún un decimoquinto ombligo escapado de la prodigalidad del artista, pero no pudo encontrar ninguna justificación anatómica.

La biblioteca había proporcionado un teatro a los héroes de la vidable escena de la Granja Incendiada: les había abierto de par en sus armarios vidrieros, permitiéndoles un largo idilio de bibliolatría. Aquello habría podido convertirse en el capítulo de una de las viejas novelas que adornaban sus estantes. Un asomo de parodia comunicaba a su tema austero el relieve cómico de la vida.

XXII

My sister, do you still recall

the blue Ladore and Ardis Hall?

Don't you remember any more

that castle bathed by the Ladore?

Ma soeur, te-souvient-il encore

du Château que baignait la Dore?

My sister, do you still recall

The Ladore-washed oíd castle Wall?

Sestra moia ti potnnish'goru

dub visokiy, Ladoru?

My sister, you remember still

The spreading oak tree and my hill?

Oh! qui me rendra mon Aline

et le grand chêne et ma colline?

Oh, who will give me back my Jill

and the big oak tree and my hill?

Oh! qui me rendra mon Adèle,

et ma montagne et l'hirondelle?

Oh! qui me rendra ma Lucile,

la Dore et l'hirondelle agile?

Oh, who will render in our tongue

the tender things he loved and sung?

Fueron a Ladore a nadar, a pasear en barca. Siguieron los meandros del río adorado, le buscaron nuevas rimas, treparon por la colina en la que se elevaban las ruinas ennegrecidas de Château-Bryant, cuya torre sobrevolaban siempre los vencejos. Llegaron hasta Kaluga, fueron a beber a las Aguas y a visitar al dentista. Van, ocupado en hojear una revista, oyó cómo Ada gritaba en la pieza vecina y exclamaba « chort!» (¡diablo!), lo que nunca le había oído antes. Tomaron el té en casa de una amiga, la condesa de Prey —que trató de venderles, sin éxito, un caballo cojo—. Fueron a la feria de Ardisville, donde admiraron especialmente a los volatineros chinos, un payaso alemán, y una robusta princesa circasiana, tragadora de sables, que comenzó por un cuchillo de postre, continuó por un puñal ornado de pedrería, y terminó engulléndose una enorme salchicha, con cuerda y todo.

Hicieron el amor... principalmente en vallecillos y hondonadas.

A los ojos de un fisiólogo corriente, la energía de aquellos jovencitos habría podido parecer anormal. El deseo desenfrenado que sentían el uno por el otro les resultaba insoportable si, en el espacio de algunas horas, no lo satisfacían varias veces, al sol o a la sombra, en el tejado o en el sótano, dondequiera que fuese. A pesar de sus recursos poco comunes, Van no podía apenas sostener el paso que le marcaba su pálida y pequeña «amorette» (por valemos de la jerga francesa del lugar). Explotaban el placer con una prodigalidad que rayaba en locura y que indudablemente habría acortado sus jóvenes existencias si el verano, que en principio se les había aparecido como la promesa de un río sin límites, inagotable de libertad y esplendores verdes, no les hubiese proporcionado ciertas alusiones veladas a posibles desfallecimientos: la fatiga producida por las variaciones sobre el mismo tema (último recurso de la naturaleza); elocuentes hallazgos aliterativos (cuando flores y mariposas nocturnas se imitan entre sí); la aparición de una primera pausa a fines de agosto y un primer silencio a principios de septiembre. Aquel año, los huertos de frutales y las viñas se mostraban particularmente pintorescos, y Ben Wright, el cochero, fue despedido por haber soltado ventosidades cuando llevaba a Marina y a Mlle. Larivière, de vuelta de la Fiesta de la Vendimia de Brantôme-lès-Ladore.

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