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Van llegó al tercer parterre y a la glorieta del cenador, donde inspeccionó meticulosamente el escenario preparado para la representación, «como un provinciano llegado a la ópera con una hora de anticipación, después de haber trotado toda la jornada, tacatá-tacatá, entre los campos segados, en su calesa de cuatro ruedas, en las que se enredaban las amapolas y los acianos». Úrsula, de Floeberg.

Mariposas azules de una especie parecida a la gran piérida y, como ésta, de origen europeo, revoloteaban veloces en torno a los arbustos o se posaban sobre sus racimos de flores amarillas. Cuarenta años más tarde, en circunstancias menos complejas, nuestros dos amantes volvieron a encontrar con maravillado placer el mismo insecto y el mismo espantalobos en la cuneta de un camino extranjero, cerca de Susten-en-Valais. En el momento presente, Van se complacía en amueblar su memoria con imágenes que más tarde rememoraría. Tendido en el césped, contemplaba las audaces flores azules, encendido por el recuerdo de los pálidos miembros de Ada a la luz abigarrada de la glorieta verde, y luego se dijo fríamente que la realidad quedaría siempre algo corta respecto de lo imaginado. Le entró el deseo de bañarse en un riachuelo ancho y profundo que corría por detrás del bosquecillo. Salió de él con los cabellos mojados y la piel vibrante, y se encontró —favor precioso y raro— a su sueño, presagio de vivo marfil, reproducido con toda exactitud, salvo que ella se había soltado el cabello y había cambiado de ropa: llevaba el vestidito de algodón claro que a él tanto le gustaba y que tan locamente había deseado ensuciar en un pasado tan próximo.

Tenía decidido dedicarse ante todo a sus piernas, que le parecía no haber celebrado dignamente la noche anterior; cubrirlas de besos desde la A del Arco del pie hasta la V del Vellón. Y así lo cumplió en cuanto hubieron penetrado lo bastante en el bosque de alerces que limitaba el parque por la vertiente escarpada de la cresta rocosa, entre Ardis y Ladore.

Ni él ni ella pudieron establecer retrospectivamente —ni, por otra parte, insistieron demasiado para conseguirlo —dónde, cuándo y cómo Van verdaderamente la «desfloró» (expresión trivial, que nuestra Ada en el País de las Maravillas había descubierto por casualidad en la Enciclopedia de Phrodycon esta definición: «Romper la membrana vaginal de una virgen con instrumento viril o mecánico. Ejemplo: la frescura de su alma había sido desflorada (Jeremy Taylor)». ¿Había sido la víspera, sobre la manta escocesa? ¿O fue entonces, en el bosque de alerces? ¿O más tarde, en la galería de tiro, o en la buhardilla, o sobre el tejado? ¿En un balcón al sol, en el cuarto de baño, o quizá (posición más bien incómoda) sobre la Alfombra Voladora? No lo sabemos, y poco nos importa.

(Tú me besabas ahí, me mordisqueabas, me hurgabas y me removías tan fuertemente y tan a menudo que mi virginidad desapareció en el trajín. Pero recuerdo muy bien, querido, que desde mediados de verano la maquinita que nuestros antepasados llamaban «sexo» funcionaba ya tan agradablemente como más tarde, en 1888, etc. Nota marginal en tinta roja.)

XXI

A Ada no se le permitía el libre acceso a la biblioteca. Según 9 último catálogo impreso (1 de mayo de 1884), ésta contenía 14.841 volúmenes. Incluso aquel catálogo prefirió Mlle. Larivière sustraerlo a las manos de la niña pour ne pas lui donner des idées. Como es lógico, en las estanterías que le pertenecían, había colocado Ada, al lado de sus libros de clase, obras de taxonomía entomológica y botánica, y algunas novelas populares muy inocentes. Pero era algo sobreentendido que no debía hojear sin vigilancia los libros de la biblioteca; y aún peor: cualquier obra que se llevase para leer en la cama o en el cenador, era obligatoriamente controlada y anotada con el nombre, la fecha (impresa con sello de goma), y la palabra «prestada» en el fichero que llevaba, en escrupuloso desorden, Mlle. Larivière, y en un orden casi monstruoso (con inserciones de notas interrogativas, notas de disgusto y hasta imprecaciones, todo ello escrito en pedacitos de papel rosa, rojo o violeta) un primo de la señorita, monsieurPhilippe Verger, solterón enclenque, de un mutismo y una timidez enfermizos, que venía a husmear en la biblioteca de Ardis de quince en quince días, y pasaba allí unas horas de trabajo oscuro y silencioso; tan silencioso, en verdad, que un día que la gran escalera de la biblioteca se puso a describir en el espacio, con sobrenatural lentitud, un arco de trayectoria retrógrada, monsieurVerger, que ocupaba el vértice del sistema y estrechaba entre los brazos una pila de volúmenes, aterrizó sobre su espalda con escalera y libros haciendo tan poco ruido que la culpable Ada, que se creía sola (y hojeaba, uno tras otro, los tomos tan decepcionantes de Las Mil y Una Noches) tomó la caída de M. Verger por la sombra de una puerta abierta a hurtadillas por algún eunuco de carnes flojas.

La intimidad que se había establecido entre Ada y su cher, trop cher René(como a veces llamaba, en broma, a Van) cambió radicalmente el problema de la lectura, pese a las prohibiciones, que seguían proclamadas en el vacío. Poco después de su llegada a Ardis, Van había advertido a su ex-institutriz (la cual tenía buenas razones para creerle), que si no obtenía la autorización para sacar de la biblioteca, a cualquier hora del día, para un tiempo indeterminado y sin necesidad de la anotación de «prestado», cualquier volumen, obras completas, folletos o incunables que le apeteciese leer, la bibliotecaria de su padre, Vertograd, solterona de formato y muy probablemente de fecha de publicación análogos a los de Verger, y complaciente hasta la más rendida devoción, recibiría el encargo de enviarle por correo a Ardis Hall maletas llenas de escritos de libertinos del siglo XVIII y sexólogos alemanes, entre un surtido completo de Shastras y Nefsawis en traducción literal y con suplementos apócrifos. A la perpleja Mlle. Larivière le hubiera gustado debatir el dilema con el Dominus de Ardis, pero no discutía nunca con éste de nada importante desde aquel día (enero de 1876) en que la sorprendió con ciertas proposiciones (sin gran convicción, todo hay que decirlo). En cuanto a la querida y frívola Marina, se limitó a declarar que a la edad de Van ella habría envenenado a su institutriz con insecticidas si le hubiese impedido leer, por ejemplo, Humo, de Turgueniev. De resultas de lo cual, todo cuanto Ada quisiese leer, o pudiese querer leer, era depositado por Van para ella en diversos escondites seguros. Y la única consecuencia visible de las angustias y la perplejidad del pobre M. Verger fue la creciente abundancia de un curioso polvo blanco que no dejaba de sembrar, acá y allá, sobre la alfombra oscura, vestigios topográficos de un trabajo asiduo, pero una triste debilidad para un hombrecillo tan aseado.

Algunos años antes, en el curso de una encantadora fiesta de navidad organizada por los bibliotecarios del sector privado, bajo los auspicios del Braille Club de Raduga, la enfática Miss Vertograd había observado que Verger, el de la risa de gallina, con quien ella estaba compartiendo un cucurucho de confitería (partido en dos sin resultado audible, y sin que las extremidades del papel de purpurina dejasen paso al menor caramelo, baratija, u otro cualquier favor de la Fortuna) compartía igualmente con ella una espectacular enfermedad de la piel, descrita poco antes por un célebre novelista americano (en su Chiron), y analizada en un estilo desternillante por un escritor que la padecía, y publicaba sus ensayos en un semanario londinense. Con un tacto ejemplar, Miss Vertograd encargó a Van que transmitiese al francés (no muy conmovido, al parecer, por tanta solicitud) fichas de biblioteca portadoras de alguna lacónica sugerencia, como «Mercurio», o « Höhensonnehace milagros.» Mademoiselle, que estaba en el secreto, consultó el artículo Psoriasisen una enciclopedia médica de un volumen que su difunta madre le había legado y que no solamente le había servido, así como a sus alumnas, en ocasión de diversas pequeñas indisposiciones, sino que también le había proporcionado ideas de enfermedades apropiadas para los personajes de los cuentos y novelas cortas que publicaba en la Québec Quarterly. En el caso presente, el (optimista) tratamiento prescrito consistía en «tomar un baño caliente, al menos dos veces al mes, y abstenerse de comidas con especias». Mlle. Larivière dactilografió la receta y se la pasó a su primo en un sobre con la inscripción «Suerte». Finalmente, Ada dio a leer a Van una carta del doctor Krolik, que trataba del mismo tema en estos términos (una vez traducidos): «Jaspeados en escarlata, con escamas de plata e incristaciones amarillas, los inofensivos psoriáticos (que no pueden contaminar a nadie, y son, aparte de su enfermedad, las gentes más sanas del mundo —porque sus bobosles preservan de bubas y bubones, como solía observar mi maestro —) eran confundidos en la Edad Media con los leprosos (sí, sí, con los leprosos). En aquellos tiempos, millares, si no millones de Verger y Vertograd, han perecido, entre crepitaciones y aullidos, encadenados por entusiastas verdugos a las hogueras levantadas en las plazas públicas de España y otras naciones amantes del fuego.» Renunciando a su primera intención, Ada y Van convinieron en no incluir aquel escrito en el apartado Psdel fichero del humilde mártir. Los lepidopterólogos son demasiado elocuentes cuando hablan de escamas.

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