—Podía usted habernos llevado a ver el incendio, querido tío —dijo Van, mientras se servía una taza de chocolate.
—Ada te lo contará todo —respondió el tío Dan, cubriendo amorosamente de mantequilla y confitura una segunda tostada—. Se lo pasó muy bien en nuestra excursión.
—¡Ah! ¿Es que iba con ustedes?
—Sí, en el coche negro, con los mayordomos. Fue una excursión estupenda.
—Debía ser una de las chicas de la cocina, y no Ada —observó Van. Y añadió:
—No me había dado cuenta de que había varios... varios mayordomos, quiero decir.
—Oh, supongo que sí —dijo vagamente tío Dan. Renovó sus operaciones de enjuague interno y luego se puso las gafas; pero los periódicos no habían llegado todavía: se quitó las gafas.
De pronto, Van oyó en la escalera la voz grave y encantadora que decía, en dirección al piso de arriba: Je l'ai vu dans une des corbeilles de la bibliothèque. Alusión probable a algún geranio, violeta u orquídea del género zapato o zapatilla. Hubo una «pausa de balaustrada», para usar el lenguaje de los fotógrafos, y, cuando llegó de la biblioteca el lejano grito de alegría de la doncella, Ada añadió: «Me pregunto quién lo ha puesto allí» —y acto seguido entró en el comedor.
Llevaba (aunque no se habían puesto de acuerdo) pantalones cortos negros, un jersey blanco y zapatos de lona. Sus cabellos peinados hacia atrás formaban una gruesa cola de caballo y dejaban al descubierto su frente ancha y abombada. Una irritación de la piel, bajo el labio inferior, disimulaba algo su color rosa con el brillo de la glicerina y el mate de los polvos. Estaba demasiado pálida para parecer verdaderamente bonita. La mayor de mis hijas es más bien ordinaria, repetía a menudo Marina, pero tiene un bonito pelo. Y la menor es guapa, pero pelirroja como un zorro. Ingrata edad, ingrata luz, ingrato artista; pero noingrato amante. Una ola de adoración empujó a Van desde la boca del estómago y le elevó hasta el paraíso. La idea de volver a verla, y de saber que sabía, y de saber que nadie más sabía lo que habían hecho tan francamente, tan suciamente, tan deleitablemente, menos de seis horas antes, era más de lo que podía soportar nuestro amante novicio —aunque tratase de trivializar el acontecimiento recurriendo al correctivo moralizador de un adverbio infamante—. Aventuró, y pronunció lamentablemente, un hello, forma de saludo mañanero a la que él no estaba acostumbrado (y que, por otra parte, ella no pareció oír), y se dedicó a su desayuno, sin dejar de espiar hasta el menor gesto de Ada por medio de un secreto órgano polifémico. Ella se deslizó por detrás del señor Veen, cuyo cráneo calvo rozó con su libro, y tiró ruidosamente de la silla más próxima, que era la opuesta a la de Van. Se sirvió una gran taza de chocolate, parpadeando como upa muñeca. Aunque el chocolate ya estaba azucarado hasta el límite de lo razonable, colocó un terrón en la cuchara y lo sumergió delicadamente en su taza, observando con gran placer cómo el hirviente líquido oscuro disolvía primero un ángulo del conglomerado cristaloide y luezo el trozo entero.
Mientras tanto, el tío Dan espantaba retrospectivamente de su calva un imaginario insecto, miraba hada arriba, hacia abajo, a su alrededor, y acababa por descubrir a la recién llegada.
—A propósito, Ada: Van querría saber una cosa. ¿Qué hacías tú, querida, mientras él y yo nos ocupábamos del incendio?
El reflejo del incendio invadió las mejillas de Ada. Van no había visto nunca a una chica (tan blanca y transparente de piel), ni, a decir verdad, persona o cosa en el mundo, melocotón o porcelana, enrojecer tan frecuente y sustancialmente. Aquella propensión le afligía como una debilidad mucho más indecente que cualquiera de los actos que pudieran producirla. Ella dirigió una mirada bastante estúpida al enfurruñado adolescente y dijo, más o menos, que había estado en su dormitorio sin enterarse de nada.
Van la interrumpió con crudeza:
—Eso no es verdad. Tú estabas conmigo en la biblioteca. Y mirábanlos juntos el resplandor del incendio.
Tío Dan abrió sus brazos paternales a la inocente Lucette, que acababa de hacer su aparición, a pasitos cortos, apretando en su manita cerrada, como una oriflama, un infantil cazamariposas color rosa.
Van miró a Ada y movió la cabeza en señal de desaprobación. Ella le enseñó el pétalo puntiagudo de su lengua y su amante sintió la súbita indignación de notar que también él se ruborizaba. Eso daba de sí la franqueza. Metió la servilleta en su anilla y se retiró al mestechko(rinconcito) del gran vestíbulo.
Ada terminó su desayuno, y Van le cortó el paso en el rellano de la escalera. La chica tenía todavía la boca llena de mantequilla. No disponían más que de un minuto para hacer sus planes. Hablando historiográficamente, sólo se estaba entonces en el alba de la novela, que languidecía aún entre las manos de señoritas hijas de clérigos y de miembros de la Academia; es decir, que el minuto era precioso. No obstante, Ada, sosteniéndose sobre un solo pie, se rascaba la rodilla. Decidieron dar un paseo antes de la comida de mediodía, en busca de un lugar apartado. Ada debía acabar una traducción para Mlle. Larivière. Le enseñó su borrador. ¿François Coppée? Sí.
Their fall is gentle. The woodchopper
can tell, before they reach the mud,
the oak tree by its leaf of copper,
the maple by its leaf of blood.
— Leur chute est lente—declamó Van—, on peut les suivre du regard en reconnaissant... El retoque parafrástico de choppery de mudes evidentemente puro Lowden (traductor y poeta menor, 1815-1895). En cuanto a sacrificar la primera mitad de la estrofa para salvar la segunda es hacer como aquel señor ruso que arrojó a su cochero a los lobos y luego se cayó él del trineo.
—Creo que eres muy cruel y muy estúpido —dijo Ada—. Esto no pretende ser una obra de arte, ni una parodia brillante. Es sólo el rescate exigido a una desgraciada alumna, agotada de trabajo, por una institutriz demente... Espérame en el cenador de los espantalobos. Yo estaré allí dentro de sesenta y tres minutos exactamente.
Tenía las manos heladas, el cuello ardiente. El chico del cartero acababa de llamar a la puerta. Bout, un joven lacayo, hijo bastardo del mayordomo, atravesó el vestíbulo de losas resonantes.
El domingo por la mañana el correo llegaba tarde, sobrecargado por los suplementos voluminosos de los periódicos de Balticomore, de Kaluga y de Luga, que Robin Sherwood, el viejo cartero, distribuía a caballo, con su uniforme verde manzana, por la campiña somnolienta. Cuando Van bajaba los escalones de la terraza entonando el himno de su colegio (único aire musical que llegó a retener en toda su vida), vio a Robin sobre el viejo caballo bayo que llevaba atado de la brida al semental negro y nervioso de su ayudante de los domingos, un inglés joven y gallardo con quien el viejo, según lo que se rumoreaba por detrás de los setos, era más intensamente cariñoso de lo que requerían sus relaciones profesionales.