Si los ojos me informan sobre el Espacio, los oídos me informan sobre el Tiempo. Pero mientras es posible contemplar el Espacio, ingenuamente tal vez, pero de una manera directa, yo no puedo escuchar el Tiempo más que entre los acentos, preocupado y precavido durante un breve instante cóncavo, con la certeza creciente de que no escucho al Tiempo mismo, sino la sangre que circula en mi cerebro, y, desde mi cerebro, a través de las venas del cuello, se dirige hacia el corazón, asiento de males particulares que nada tienen que ver con el Tiempo.
La dirección del Tiempo, la flecha del Tiempo, el Tiempo de sentido único, es algo que me parece útil durante un momento, pero pronto se reduce a una ilusión vinculada por lazos oscuros a los misterios del crecimiento y de la gravitación. La irreversibilidad del Tiempo (que no lleva a ninguna parte, digámoslo en seguida) es fruto de una perspectiva de campanario: si nuestros órganos y nuestros orgatrones no hubiesen sido asimétricos, habríamos podido tener una visión anfiteatral y perfectamente grandiosa del Tiempo, como esas montañas de contornos recortados en la noche en torno a un villorrio centelleante y satisfecho. Se dice que si una criatura pierde sus dientes y se convierte en pájaro, todo lo que podrá hacer cuando de nuevo tenga necesidad de dientes será desarrollar un pico dentado, que nunca equivaldrá a la verdadera dentición de que antes estaba provista. Estamos en pleno eoceno, y los actores que aparecen en ese escenario son fósiles. Es éste un divertido ejemplo de la manera de hacer trampa que caracteriza a la naturaleza, pero su relación, directa o indirecta, con el Tiempo esencial, rectilíneo o redondo, no es mayor que la que tiene el hecho de que yo escriba de izquierda a derecha con el curso de mi pensamiento.
Y, ya que hablamos de evolución, ¿podemos imaginar el origen del Tiempo, y los escalones o vados por los que transitó, y las mutaciones que desechó? ¿Ha habido alguna vez una forma de Tiempo «primitiva», durante la cual, por ejemplo, el Pasado, aún no claramente diferenciado del Presente, dejase aparecer sus formas y fantasmas a través de un «ahora» todavía blando, largo y larval? ¿O es que la evolución no ha afectado más que a la medida del tiempo, del reloj de arena al reloj atómico, y de éste al pulsar portátil? ¿Y cuánto tiempo necesitó el Tiempo Antiguo para convertirse en el Tiempo de Newton? «Pondera el Huevo», como decía el gallo francés a sus gallinas.
Tiempo Puro, Tiempo Perceptivo, Tiempo Tangible, tiempo libre de todo contenido, contexto y comentario corriente —ése es mi tiempo y mi tema. Todo lo demás es sólo símbolo numérico, o algún aspecto del Espacio. La textura del Espacio no es la del Tiempo, y el anormal y abigarrado juguete de cuatro dimensiones que han producido los relativistas es un cuadrúpedo, una de cuyas patas habría sido remplazada por la sombra de una pata. Mi Tiempo es también el Tiempo Inmóvil (en seguida nos desembarazaremos del tiempo «fluyente», el tiempo de la clepsidra y de los W.C.).
El único Tiempo por el que me intereso es el Tiempo detenido por mí y del cual mi mente se ocupa en una intensa atención voluntaria. Así, pues, sería ocioso y erróneo mezclar con él el tiempo «que pasa». Sin duda, tardo «más tiempo» en afeitarme cuando mi pensamiento «ensaya» palabras; sin duda, no soy consciente de que me retraso hasta que consulto el reloj; sin duda, a los cincuenta años, me parece que el tiempo del calendario corre más de prisa, porque se da en fracciones que constituyen fragmentos cada vez más pequeños de mi creciente fondo existencia!, y también porque me aburro menos de lo que me aburría de niño, entre un juego tedioso y un libro más tedioso todavía. Pero esa «aceleración» depende precisamente del hecho de que no atendemos al Tiempo.
Es una tarea extraña este intento de determinar algo que consiste en fases fantasmales. Sin embargo, estoy persuadido de que el lector, que frunce el ceño al leer estas líneas (pero que, al menos, olvida su desayuno), admitirá que no hay nada más espléndido que el pensamiento solitario. Ahora bien, el pensamiento solitario debe proseguir su camino, o —para ser más moderno— su pista, a bordo, por ejemplo, de un coche griego maravillosamente equilibrado y sensible, que manifiesta la suavidad de sus características y la excelencia de su mantenimiento en cada una de las curvas del puerto alpino.
Antes de continuar, debemos precavernos contra dos errores. El primero es la confusión entre los elementos temporales y los espaciales. Ya hemos denunciado en estas notas (actualmente en proceso de redacción, gracias a una media jornada libre, en un viaje decisivo) a ese impostor llamado Espacio; más tarde le citaremos a juicio, en el curso de nuestra investigación. El segundo error que hemos de rechazar es un hábito de lenguaje que conservamos desde tiempo inmemorial. Consideramos al Tiempo como una especie de arroyo, sin gran relación con un verdadero torrente alpino cuya blancura destaca sobre un fondo de roca negra, o un gran río de color sucio en un valle ventoso, pero en permanente fluir a través de nuestros paisajes cronográficos. Estamos tan habituados a ese espectáculo mítico, tenemos tal necesidad de licuar hasta el menor coágulo de vida, que acabamos por no poder hablar de Tiempo sin hablar de movimiento. Es verdad que ese sentido del movimiento procede de fuentes muy naturales, o, al menos, familiares: el conocimiento innato que tiene el cuerpo de su circulación sanguínea, el vértigo ancestral provocado por la salida y la puesta de los astros, y, por supuesto, nuestros métodos de medida, como la sombra móvil del reloj de sol, la caída de la arena en el de arena, los saltitos de la segundera... con lo que hemos vuelto otra vez al Espacio. Consideremos los marcos, los receptáculos. La idea de que el Tiempo «corre» en un sentido tan natural como el de la caída de una manzana en un jardín, implica que «corre» por y a través de algo, y si pensamos que ese «algo» es el Espacio, no nos queda sino una metáfora que «corre» a lo largo de una cinta métrica.
Pero, anime meus, desconfía de la llamada marcel-wavedel arte elegante; evita el lecho proustiano y el «juego de palabras» asesino (que es en sí mismo un suicidio, como lo entenderán los conocedores de Verlaine).
Ahora estamos preparados para enfrentarnos con el Espacio. Rechazamos sin remordimientos el concepto artificial de un tiempo viciado por el espacio, parasitado por el espacio, el espacio-tiempo de la literatura relativista. Quien encuentre gusto en ello, puede sostener que el Espacio es la cara externa del Tiempo, o el cuerpo del Tiempo, o que el Tiempo está empapado de Espacio, o viceversa, o que, de determinada y curiosa manera, el Espacio es meramente un subproducto del Tiempo, o, mejor, su cadáver, o que, a fin de cuentas, a final fin de cuentas, el Tiempo es el Espacio; esa clase de parloteo puede resultar agradable, sobre todo cuando uno es joven; pero nadie conseguirá hacerme creer que el movimiento de un objeto (digamos, una aguja) a través de un determinado trozo de Espacio (digamos, la esfera de un reloj) sea algo de la misma naturaleza que el «paso» del Tiempo. Un objeto que se mueve no hace otra cosa que atravesar una extensión de cualquier otra materia para cuya medida sirve, pero nada nos dice sobre la verdadera e impalpable estructura del Tiempo. Del mismo modo, una cinta graduada, aun cuando fuese de una magnitud infinita, no es el Espacio, y el cuentakilómetros más preciso no puede representar la carretera que yo veo como un sombrío espejo de lluvia bajo las ruedas que giran, y oigo como un susurro, y respiro como una noche húmeda de julio en los Alpes, y siento como una base lisa. Nosotros, pobres espacíanos, estamos mejor adaptados, en nuestro Lacrima val,1 a la Extensión que a la Duración: nuestro cuerpo es capaz de llegar mucho más lejos que nuestra memoria voluntaria. Yo no puedo (aunque ayer mismo traté de reducirlo a elementos mnemotécnicos) recordar el número de matrícula de mi nuevo coche, pero puedo sentir el asfalto bajo sus neumáticos delanteros, como si éstos formasen parte de mi propio cuerpo. Pero también el Espacio en sí (lo mismo que el Tiempo) es algo que no puedo comprender: un lugar en el que se da el movimiento. Un protoplasma en el cual la materia —concentración de protoplasma espacial— está comprimida y organizada. Es posible medir los glóbulos de materia, y las distancias que separan a unos de otros, pero el protoplasma espacial, en sí mismo, no es reducible a número.