En este punto, un estudiante de medicina aficionado a interrumpir pregunta al «profe» (con el aire arrogante del guardia de tráfico que quiere ver el permiso de conducción) cómo se las arregla para conciliar su negativa a conceder al futuro el status de «tiempo» con el hecho de que tampoco puede considerársele inexistente, ya que «posee al menos un futuro, quiero decir, un factor, que incluye una noción tan importante como la de necesidad absoluta».
Échenle a la calle. ¿Quién ha dicho que yo moriré?
Para refutar con más elegancia el argumento del determinista: lejos de esperarnos, con su cronómetro y su horca, en algún lugar por delante de nosotros, la Inconsciencia rodea el Pasado y el Presente por todas partes, ya que es una manifestación, no del Tiempo en sí, sino de la consunción natural de todas las cosas, tanto si tienen como si no tienen consciencia del Tiempo. El hecho de que yo sepa que otros mueren no tiene nada que ver con la cuestión. También sé que usted, y probablemente yo, hemos nacido, pero eso no prueba que hayamos pasado por la fase cronal que se llama «Pasado»; es mi Presente, mi breve instante de consciencia, quien me dice que lo he hecho, y no el trueno silencioso de la infinita inconsciencia propio de mi nacimiento, hace cincuenta y dos años y ciento noventa y cinco días. Mi primer recuerdo se remonta a mediados de julio de 1870, es xlecir, a mi séptimo mes de vida (para la mayoría de las personas, el recuerdo consciente aparece mucho más tarde, a partir de los tres o cuatro años): una mañana, en nuestra villa de la Riviera, cayó sobre mi cuna un pedazo de escayola verde desprendido de la decoración del techo por un temblor de tierra. Los ciento noventa y cinco días que precedieron a aquel acontecimiento no se distinguen de la inconsciencia infinita, y, en consecuencia, no pueden ser incorporados al tiempo perceptivo, de donde se deduce que, por lo que hace a mi mente y al orgullo que siento por ella, hoy, quince de julio de 1922, tengo exactamente cincuenta y dos años « et trêve de mon style plafond peint»
En ese mismo sentido del tiempo perceptivo individual, puedo dar marcha atrás en mi Pasado, gustar el momento actual del recuerdo, tanto como he gustado aquel cuerno de la abundancia del que se desprendió la pina de estuco que por poco me rompe la cabeza, e imaginar que un cataclismo cósmico o corporal podría en un momento... no matarme, pero sí sumergirme en un estado de estupor permanente de nuevo tipo, sensacional para la ciencia, privando así de todo sentido cronal o lógico a la disolución natural Y, lo que es más, ese razonamiento vale para una forma de tiempo mucho menos interesante (aunque importante, importante), el Tiempo Universal («¡cuánto tiempo hemos pasado segando cuellos!»), llamado también Tiempo Objetivo (en realidad, un tejido grosero de tiempos particulares), es decir, la Historia, de la humanidad y del humor, y cosas por el estilo. Nada impide que la humanidad como tal no tenga futuro en absoluto —si, por ejemplo, nuestro género humano, evolucionando imperceptiblemente (ahí está la astucia de mi razonamiento) se transforma en una especie novo sapiens, o cualquier otro subgénero, que posea otras maneras de ser o de soñar, más allá de la noción humana de Tiempo. En ese sentido, el hombre no morirá nunca, porque puede que, en su proceso evolutivo, no exista un punto taxonómico que corresponda al último estadio del hombre, a lo largo de la cadena de pequeños cambios que le transforme en un Neohomo o en algún horrible y palpitante humor viscoso. Creo que nuestro amigo no volverá a molestarnos.
Mi finalidad, al escribir La Textura del Tiempo, obra difícil y deleitable que me dispongo a poner sobre la mesa ya iluminada del lector aún ausente, consiste en purificar mi propia noción de «tiempo». Voy a examinar la esencia del Tiempo, no su transcurrir, porque no creo que su esencia pueda reducirse a su transcurrir. Deseo acariciar al Tiempo.
Uno puede estar enamorado del Espacio y de sus posibilidades: la velocidad, por ejemplo, la velocidad lisa, el silbido de su sable, la gloria aquilina de la velocidad domada, el grito de alegría de la curva. Y uno puede estar enamorado del Tiempo, ser un sibarita de la duración. Yo amo sensualmente al Tiempo, su tejido y su extensión, la caída de sus pliegues, el mismo carácter impalpable de su cendal grisáceo, el frescor de su continuum. Querría hacer algo con él, abandonarme a un simulacro de posesión. Sé que todos cuantos han tratado de llegar al Castillo Encantado se han perdido en la noche o han quedado atascados en el Espacio. Sé también que el Tiempo es un perfecto caldo de cultivo para las metáforas.
—¿Por qué es tan difícil —tan vergonzosamente difícil— fijar en la mente el concepto de Tiempo y conservarlo allí para su examen? ¡Qué esfuerzos, qué tanteos, qué irritante fatiga! Es tan difícil como hurgar con una mano en la guantera del coche en busca del mapa de carreteras —se encuentra la de Montenegro o la de los Dolomitas, dinero, un telegrama, todo menos esa extensión de tierra caótica que separa Ardez de Soprano-no-se-qué —por la noche, bajo la lluvia, mientras se trata de aprovechar una luz roja en el negro opaco, mientras funciona el metrónomo, el cronómetro de los limpiaparabrisas, y el dedo ciego del espacio aprieta y desgarra la Textura del Tiempo. Y el propio san Agustín, en su lucha con el mismo tema, hace mil quinientos años, ha conocido ese tormento curiosamente físico de la inteligencia que desfallece, los shcbe-kotiki(cosquilieos) de la aproximación, las fugas del agotamiento cerebral —pero él, al menos, podía volver a cargar su cerebro con la energía que Dios le facilitaba (colocar aquí una nota sobre el placer que se siente al verle activar su trabajo, entremezclando sus cogitaciones, bajo las estrellas y en el desierto, con pequeños y vigorosos golpes de oración).
Otra vez perdido. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estoy? Carretera fangosa. Coche parado. El tiempo es ritmo: ritmo de insecto en una noche cálida y húmeda, onda cerebral, respiración o martilleo en mi sien: esos son nuestros fieles relojes. Y la razón corrige el latido febril. Uno de mis enfermos era capaz de discernir el ritmo de relámpagos que se sucedían cada tres milésimas de segundo (¡0,003!). Sigamos.
¿Qué es eso que me ha dado un golpecito con el codo y me ha reanimado hace un momento, cuando se detuvo una idea? ¡Ah, sí! Tal vez la única cosa que permite entrever el sentido del Tiempo es el ritmo. No los latidos recurrentes del ritmo, sino el vacío que separa dos de esos latidos, el hueco gris entre las notas negras: el Tierno Intervalo. La pulsación misma no hace sino recordar la triste idea de la medida, pero entre dos pulsaciones hay algo que se parece al verdadero Tiempo. ¿Cómo puedo extraerlo de ese tierno hueco? El ritmo no debe ser ni demasiado lento ni demasiado rápido. A un latido por minuto, mi sentido de la sucesión queda completamente superado, y cinco oscilaciones por segundo producen una oscuridad de la que no es posible salir. El ritmo lento disuelve el Tiempo, el ritmo rápido no le deja lugar. Que me den, pongamos, tres segundos, y podré hacer estas dos cosas: percibir el ritmo y sondar el intervalo. ¿He hablado de un hueco, de un agujero sombrío? Pero eso no es sino el Espacio, el traidor, que vuelve por la puerta trasera, con su péndulo, mientras yo busco a tientas la significación del Tiempo. Lo que me esfuerzo en captar es precisamente el Tiempo, que el Espacio me ayuda a medir, y no es sorprendente que no consiga captar el Tiempo, porque la misma absorción de conocimientos tiene que tomarse tiempo.