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—El señor tiene quince años, creo, y yo, eso sí lo sé, tengo diecinueve. El señor es un aristócrata; yo soy la hija de un pobre minero. El señor ha conocido, sin duda, a mujeres de la ciudad, mientras que yo soy virgen, o casi. Además, si me enamorase del señor —quiero decir, si me enamorase de verdad—, y eso podría muy bien ocurrir, ¡ay!, con que el señor me poseyese una sola vez, no habría para mí más que pena, llamas del infierno, desesperación e incluso la muerte. En fin, puedo añadir que tengo flujo blanco y he de consultar al doctor Cronic, quiero decir, Crolic, mi próximo día libre. Ahora tenemos que separarnos. El gorrión se ha marchado, ya ve usted, y monsieurBouteillan, que acaba de entrar en la habitación de al lado, puede vernos la mar de bien en aquel espejo que hay encima del sofá, detrás del biombo de seda.

—Perdóname, chica —murmuró Van, a quien aquella voz extraña y trágica, que mezclaba el inglés y el francés, había turbado más de lo razonable, como si tuviera el papel principal en una comedia y sólo se acordase de aquella única escena. En el espejo, una mano de mayordomo hizo salir una garrafa de los márgenes de la no-existencia y desapareció de la vista. Van volvió a atarse el cordón del albornoz, franqueó la puerta y se hundió en la verde realidad del jardín.

VIII

Aquella misma mañana, o un par de días más tarde, en la terraza, Mlle. Larivière decía:

—Anda, ve a jugar con él —y empujaba a Ada (cuyas caderas infantiles sufrieron una sacudida que estuvo a punto de desarticularlas)—. ¿Cómo puedes dejar que tu primo se aburra en una mañana tan bella? Cógele de la mano y ve a enseñarle tu alameda favorita, con la dama blanca, la montaña y la encina grande.

Ada se encogió de hombros y se acercó a Van. El contacto de sus dedos helados y su palma húmeda, y el modo ligeramente forzado con que se echaba la melena hacia atrás mientras descendían juntos la avenida principal del parque, hicieron que Van tampoco se sintiese demasiado cómodo y que, con el pretexto de recoger una pina, liberase su mano. Luego, no sabiendo qué hacer de la pina, la tiró contra una mujer de mármol inclinada sobre un stamnos, sin conseguir otra cosa que asustar a un pájaro que se había posado en el borde del cántaro roto.

—No hay nada más grosero en el mundo —dijo Ada —que tirar piedras a un piñonero.

—Lo siento —dijo Van—. No pretendía asustarlo. Es que no soy uno de esos muchachos del campo que saben distinguir una piña de una piedra. ¿A qué espera ella que juguemos?

—Lo ignoro. Verdaderamente, me preocupo poco de cómo trabaja su débil mente. Supongo que al escondite o a trepar a los árboles.

—Ah, eso sí lo sé hacer —dijo Van—. A decir verdad, hasta soy braquipodista. ¿Quieres ver...?

—No. Vamos a jugar a misjuegos, los que yo he inventado y que espero que la pobre Lucette pueda jugar conmigo el año que viene. Ven, vamos a empezar. La primera serie pertenece al grupo sombra-y-luz. Hoy te enseñaré dos.

—Ya entiendo —dijo Van.

—En seguida lo verás —replicó la presumidilla—. Ante todo hay que encontrar un buen bastoncito.

—Mira —dijo Van, todavía un poco escocido—. Ahí viene otro piñonero.

Por entonces habían llegado al rond-point, un no muy amplio espacio de arena rodeado de macizos de flores con arbustos de jazmines en flor. En las alturas, los brazos de un tilo se extendían hacia los de un roble, como una bella trapecista adornada de lentejuelas verdes que se lanzase al espacio al encuentro de su robusto padre, suspendido por los pies de un trapecio. Incluso entonces comprendíamos los dos esas cosas divinas. Sí, ya entonces...

—Hay algo bastante acrobático en esas ramas de ahí arriba, ¿verdad? —dijo Van, indicándolas con el dedo.

—Sí —contestó Ada—, hace tiempo que lo descubrí. El tilo es la sílfide italiana, y el viejo gigante es el que sufre, el viejo amante celoso. Pero, sin embargo, siempre la coge. (Es imposible reproducir a la vez la entonación exacta y el sentido completo de sus palabras —¡al cabo de ochenta años!—, pero mientras nuestras miradas se elevaban hacia el ramaje y volvían a descender a la tierra, ella dijo aquellas palabras extravagantes, enteramente desproporcionadas con la sencillez de su edad.)

Con los ojos bajos y blandiendo un palo de color verde, muy puntiagudo, que había sacado de un macizo de peonías, Ada explicó a su compañero las reglas del primer juego.

La sombra de las hojas sobre la arena quedaba diversamente entrecortada por pequeños círculos de luz intensa. Cada jugador debía elegir su circulito —el mejor hecho, el más brillante que pudiera encontrar— y marcar con trazo firme, con la punta de su varita, el contorno. Entonces, la mancha luminosa adquiría un aspecto de relieve, y parecía convexa, como la superficie de un vaso lleno hasta el borde de algún tinte dorado. A continuación, el jugador vaciaba delicadamente la arena en el interior del círculo de luz, valiéndose del bastón, o de sus dedos; el nivel de la mancha límpida, luminosa infusión de tila, disminuía como por arte de magia en su copa de arena hasta que no quedaba en su fondo más que una sola gota preciosa. Ganaba el jugador que había logrado hacer el mayor número de copas, en, digamos, veinte minutos. Van preguntó, con cierta desconfianza, si aquello era todo. No, no era todo. Ada trazó un circulito bien delimitado alrededor de una mancha de oro de las más bellas, y, mientras trabajaba, desplazándose en cuclillas, sus cabellos negros barrían sus móviles rodillas, pulidas como marfil, y sus manos y sus caderas se afanaban diligentes (con una mano sostenía la varita, con la otra apartaba de su cara los largos mechones inoportunos). De pronto una ligera brisa inoportuna eclipsó la mancha de oro. Aquel accidente hacía perder un punto al jugador, aun cuando la hoja o la nube se apresuraran a abrir de nuevo el paso al rayo de sol que había sido interceptado. Comprendido. ¿Y el otro juego?. El otro juego (esto, dicho con una voz lánguida) podía parecer un poco complicado. Para jugarlo correctamente había que esperar a que la tarde alargase las sombras. El jugador...

—Deja ya de decir «el jugador»... Es «tú», o «yo».

—Digamos tú. Tú dibujas el contorno de mi sombra, detrás de mí, en la arena. Yo me muevo. Tú dibujas la nueva sombra. Y luego la siguiente (le dio la varita). Y ahora, si yo retrocedo...

—Mira —dijo Van, tirando el palo—, si quieres saber mi opinión, creo que esos son los juegos más aburridos y tontos que nadie ha inventado, en cualquier parte y a cualquier hora, por la mañana o por la tarde.

Ella no contestó, pero las ventanas de su nariz se encogieron. Recogió el palo y lo clavó, furiosa, en el lugar de donde lo había recogido, junto a una flor inclinada, a cuyo tallo lo ató con un silencioso movimiento de cabeza. Tomó el camino de regreso a la casa y Van se preguntó si andaría con más gracia cuando fuera mayor.

—Soy un bruto, un grosero Perdóname —dijo.

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