Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Movida tal vez por el vago sentimiento de que mientras siguiesen explorando la casa estarían, por lo menos, haciendo algo(lo que les permitía conservar una apariencia de actividad consecuente) y que, a pesar de los dones brillantes con que ambos parecían dotados para la conversación, su paseo podía degenerar en cualquier momento en un vacío consternador, sin otros recursos que un rasgo de ingenio más o menos forzado, seguido de un largo lapso de silencio, Ada no ahorró a su compañero la visita a los sótanos. Allí, un robot ruidoso y ventrudo infundía gallardamente su ardor en un sistema de tuberías cuyas arborescencias y meandros iban a desembocar en la inmensa cocina y en los dos lúgubres cuartos de baño, esforzándose lo mejor que podía en hacer la mansión habitable a los invitados en las festividades invernales.

—¡Y todavía no has visto nada! —exclamó Ada—. Aún queda el tejado.

«Bien, pero ésa va a ser la última escalada, por hoy», se dijo Van, con firmeza, a sí mismo.

Debido a una mezcla de imbricaciones de estilos y de tejas (difícilmente explicable en términos no técnicos a quien no sea un amante de los tejados), así como a un azaroso continuum, por así decirlo, de restauraciones y renovaciones alternadas, los tejados de Ardis ofrecían un laberinto indescriptible de ángulos, de volúmenes, de superficies verde-estaño o gris brillante, de aristas pintorescas y de escondrijos a prueba de viento. Allí era posible abrazarse y besarse, y, en los intervalos, contemplar el Embalse, los bosquecillos, los prados, la línea de tinta china del una hilera de alerces que marcaba, a millas de distancia, el límite de la propiedad vecina, y las feas formas menudas de algunas vacas más o menos desprovistas de patas que pastaban en una colina lejana. Uno podía también sustraerse, detrás de cualquier resalte, a las investigaciones indiscretas de un mirón, o de un señor en globo tomando fotos.

El bronce de un gong vibró sobre la terraza.

Por alguna extraña razón, Ada y Van se sintieron aliviados al enterarse de que iba a venir a cenar un desconocido. Era un arquitecto andaluz a quien el tío Dan pensaba encargar los planos de una piscina «artística» para Ardis Manor. El tío Dan se había propuesto venir también, junto con un intérprete, pero, entretanto, había cogido la khrip rusa (llamada aún gripe española), y había tenido que conformarse con telefonear a Marina para pedirle que estuviese simpática con el buen Alonso.

—¡Tenéis que ayudarme! —dijo Marina a los chicos, con frente preocupada.

Y Ada, volviéndose a Van:

—Quizá podría enseñarle la copia de una naturaleza muerta absolutamente, fantásticamente, exquisita, obra de Juan de Labrador, de Extremadura: racimos de uvas doradas y una extraña rosa sobre fondo negro. Dan se la vendió a Demon, y Demon ha prometido que me la regalará cuando cumpla los quince años.

—Nosotros también tenemos algunas frutas de Zurbarán —dijo Van, con aire de superioridad—. Mandarinas, según creo, y una especie de higo, con una avispa. Deslumbraremos al buen hombre con nuestra charla de entendidos.

Pero no deslumbraron al buen hombre. Alonso era un hombre pequeño y arrugado, vestido con un smokingcruzado, y sólo comprendía el español. Desdichadamente, el repertorio de palabras españolas a disposición de sus huéspedes no pasaba mucho de la media docena. Van conocía «canastilla» y «nubarrones», que había encontrado en la edición bilingüe de un bellísimo poema español citado en uno de sus libros de estudio. Ada recordaba, por supuesto, «mariposa», y dos o tres nombres de pájaros encontrados en las guías ornitológicas de Iberia, como «paloma» o «perdiz». Marina conocía «aroma», «hombre» y un término anatómico con una «j» en medio. En consecuencia, la conversación de la mesa consistió aquella noche en frases españolas, largas y pausadas, pronunciadas con fuerte voz por el voluble arquitecto, el cual creía que estaba tratando con personas muy sordas, más unas migajas de francés, inútil aunque deliberadamente italianizadas por sus tres víctimas. Una vez terminada la difícil cena, Alonso exploró el terreno, escoltado por dos lacayos que llevaban tres antorchas, en busca de un lugar adecuado para la costosa piscina. Encontrado éste, volvió a meter el plano en su cartera y partió a toda prisa para tomar el último tren con destino a Méjico, no sin antes haber besado, en la oscuridad y por error, la mano de Ada.

VII

Van, que se caía de sueño, se fue a acostar poco después del «té de la noche», una colación estival, prácticamente sin té, que se tomaba unas horas después de la cena, y que parecía a Marina tan natural e indispensable como la regular llegada del crepúsculo antes de la noche. En Ardis Manor, aquel tradicional ágape ruso consistía en la prostokvasha, que las institutrices inglesas traducían por curds-and-whey(cuajos y suero) y Mlle. Larivière por " lait caillé" (leche cuajada), cuya capa superficial, fina y cremosa, espumaba Ada delicada pero ávidamente (Ada: ¡cuántas acciones tuyas pueden ser calificadas con esos adverbios!) con la punta de la cuchara de plata, marcada con su monograma, que chupaba con deleite antes de atacar las profundidades más compactas del plato. Para acompañar la prostokvashahabía pan negro de campesino, klubnika (Fragaria elatior) de un rojo oscuro, y grandes fresas de jardín de rojo brillante (resultado de un cruce de otras dos especies de fragaria).

Apenas había puesto Van la mejilla en su fría y escuálida almohada, cuando fue violentamente despertado por un concierto de clamores —gorjeos brillantes, dulces silbidos, trinos agudos, graznidos ásperos y tiernos susurros —que pensó, no sin cierta aprensión de profano, que Ada habría sabido disociar y atribuir a sus respectivos autores. Deslizó los pies en sus babuchas, tomó su jabón, su peine y su toalla y, cubriendo su desnudez con un albornoz, salió de su habitación con la intención de bañarse en el arroyo que había advertido la víspera. El reloj del pasillo tictaqueaba en el silencio auroral, roto únicamente, de puertas adentro, por un ronquido magistral que procedía de la habitación de la institutriz. Tras un instante de duda, Van hizo una visita al W.C. de los niños. Por el estrecho ventanillo abierto le asaltaron el loco estruendo de los pájaros y el brillo de un soberbio sol. Van se sentía bien, ¡muy bien! En la gran escalera, el padre del general Durmanov le saludó con una mirada grave y le pasó a su vecino, el viejo príncipe Zemski, quien a su vez le pasó al siguiente antepasado... y todos observaron a Van con la discreción atenta de esos guardianes de museo que vigilan al turista extranjero, visitante solitario de un viejo palacio tenebroso.

La puerta principal estaba cerrada, con cerrojos y cadena. Van probó en una puerta lateral, de cristal y enrejada, que daba a una galería decorada con guirnaldas azules. Vano esfuerzo. Desconocedor aún de que, bajo la escalera, un escondrijo poco visible guardaba un surtido de llaves de emergencia (entre ellas algunas muy antiguas y de ignorada atribución, que colgaban de clavos de bronce) y comunicaba con un cuartito para instrumentos, que se abría directamente sobre un rincón retirado del jardín, Van atravesó varios salones, en busca de alguna ventana complaciente. Por el camino, en una habitación de esquina, encontró, de pie ante una alta ventana, a una joven doncella a la que había visto el día anterior y a quien había prometido mentalmente futuras investigaciones. La muchacha vestía lo que Demon llamaba, con una mirada de reojo sugeridora de sobreentendidos, «de negro vicetiple, con volante blanco». En sus cabellos castaños, una peina de carey reflejaba una luz ambarina. La contraventana estaba abierta sobre el jardín, y la muchacha, con una mano, en la que brillaba la estrella de un aguamarina, apoyada en alto sobre la jamba de la ventana, contemplaba un gorrión que se aproximaba saltarín a un pedacito de bizcocho que ella le había arrojado a las baldosas del camino. Su perfil de camafeo, su gentil nariz rosa, su largo cuello francés, blanco como los lirios, las curvas de su contorno (la concupiscencia masculina no llega más lejos en materia de hallazgos descriptivos), y, sobre todo, el instinto feroz de la ocasión favorable, emocionaron a Van de un modo tan vigoroso que no pudo por menos de coger por la muñeca el lindo brazo levantado, enfundado en una manga estrecha. La muchacha se soltó, e, indicando a su perseguidor, con su actitud flemática, que le había visto aproximarse, volvió hacia él un rostro atractivo, aunque casi desprovisto de cejas, y le preguntó si quería tomar una taza de té antes del desayuno. No, gracias... pero, ¿podía saber cómo se llamaba? Blanche, señor. Pero Mlle. Larivière la llamaba Cenicienta, porque sus medias tenían una marcada tendencia a caer en arrugas, ¿el señor entiende lo que quiero decir?, y porque lo rompía todo, lo perdía todo, y confundía las flores rojas con las azules. Van se aproximó aún más. Su vestidura suelta revelaba su deseo: un punto que no podía escapar a la atención de una chica, aunque fuese ciega para los colores. Y mientras la mirada de Van, deslizándose un poco por encima de la peina de carey, recorría el horizonte doméstico con la esperanza de que un lecho practicable apareciese en algún lugar de aquel castillo encantado (donde cualquier sitio, como en las Memoriasde Casanova, podía convertirse, por la alquimia del sueño, en el rincón de un serrallo recóndito), ella se escabulló fuera de su alcance y, en su dulce francés de Ladore, moduló este monólogo:

13
{"b":"143055","o":1}