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—Hazle una reverencia —dijo sombríamente Van a Ada. —Mi Adochka ya conoce mi devoción por ella (abriendo la mano sobre la palma de Ada, que se retira). He compartido todas sus preocupaciones. ¡De cuántos cow-boys podzharik (de entrepierna ajustada) hemos tenido que librarnos porque delali ey glazki (la miraban amorosamente) ¡Y cuántas sensibles pérdidas hemos llorado las dos desde el comienzo de este nuevo siglo! Su madre y la mía; el Arzobispo de Ivankover y el doctor Swissair de Lumbago (donde fuimos a verle mi madre y yo, con gran veneración, en 1888); tres tíos eminentes (a los que, por fortuna, apenas conocía); y su padre de usted, que siempre he dicho que parecía un aristócrata ruso más que un barón irlandés. A propósito, en el delirio de sus últimas horas... Ada, no te contraría que divulgue ante tu primo los chismes de familia...nuestra maravillosa Marina estaba obsesionada por dos alucinaciones mentales mutuamente excluyentes: que usted y Ada eran marido y mujer, y, al mismo tiempo, hermanos. El choque de esos dos errores la sumergía en tormentos indecibles. ¿Cómo explica ese tipo de conflictos su escuela de psiquiatría?

—Bueno, yo ya no voy a la escuela —dijo Van, ahogando un bostezo —y en mis escritos me esfuerzo en no «explicar» las cosas, y no hacer sino describirlas.

—No puede usted negar, sin embargo, que ciertas intuiciones... Continuaron en aquel tono durante más de una hora, y las contraídas mandíbulas de Van empezaban a hacerle daño. Finalmente, Ada se levantó. Dorothy hizo otro tanto, pero, una vez levantada, continuó hablando.

—Mañana cenará con nosotros nuestra querida tía Beloskunski-Belokonski, una encantadora señorita mayor que vive en un chalet sobre Valvey. Muy «gran dama», y todo eso. Le gusta gastar bromas a Andrei diciéndole que un simple granjero como él no habría debido casarse con la hija de una actriz y de un marchandde cuadros. ¿Nos hará usted el honor de compartir nuestra mesa, Jean?

—¡Ay, no, querida Daria Andrevna! —respondió Jean—. Debo vigilar mi peso. Por otra parte, mañana tengo una cena de negocios.

—Al menos (sonriendo) podía usted llamarme Dasha.

—Yo estaré por Andrei —explicó Ada —porque, en verdad, la gran dama en cuestión es sólo una vulgar cabra loca.

—¡Ada! —exclamó Dasha, con una mirada de suave reproche.

Antes de que ambas damas se dirigiesen al ascensor, Ada miró a Van, y éste, que no era ningún novato en materia de estrategia amorosa, se guardó de hacerla observar que «olvidaba» en su asiento su pequeño bolso de seda negro. No las acompañó más allá de la galería que conducía al ascensor, y esperó el previsto regreso detrás de una columna de orden mestizo, como suelen encontrarse en los halls de los hoteles, sabiendo que tan pronto como en el indicador del ascensor se encendiera el rojo, bajo la presión de un dedo ágil, Ada diría a su maldita compañía (que estaba, sin duda, revisando sus opiniones sobre el beau ténébreux): Akh, sumochku zabila (¡olvidé mi bolso!), y volvería corriendo como la Ninon del viejo Veré para echarse en sus brazos.

Sus labios abiertos se mezclaron con furor, con ternura. Después, Van se lanzó sobre su nuevo, joven, divino cuello japonés, que toda la noche había codiciado como un verdadero Júpiter Olorinus.

—En cuanto abras los ojos, iremos, brum-brum, derechitos a mi casa. Olvídate del baño, salta sobre tus lencloses... —Y, en un desbordamiento de savia ardiente se puso de nuevo a devorarla, hasta el momento (¡Dorothy debía haber llegado al cielo!) en que ella puso tres dedos danzarines sobre sus labios mojados, y desapareció.

—¡Sécate el cuello! —le gritó en un susurro (¿quién y cuándo, en este libro, en esta vida, ha tratado ya de «susurrar un grito»?)

Aquella noche, en un sueño post-Moët, sentado en el talco de una playa tropical llena de cuerpos tumbados al sol, frotando primero la lanza roja e irritada de un adolescente angustiado de deseo, se encontró, un instante después, mirando, a través de sus gafas oscuras, las sombras simétricas que flanqueaban una columna vertebral brillante, señalada en las costillas por un sombreado menos intenso, y perteneciente a Lucette o a Ada, sentada un poco más allá, en una toalla de playa. Al cabo de un momento la joven se dio vuelta y se acostó sobre el vientre; también ella llevaba gafas de sol, y ninguno de los dos podía adivinar, a través del ámbar negro, la dirección exacta de la mirada del otro, aunque Van advirtiese en el hoyito animado por una imperceptible sonrisa, que ella estaba mirando la carne viva escarlata que, desde el principio, era la de él mismo. Alguien que pasaba con una mesita de ruedas, dijo: es una de las Vane Sisters. Van se despertó murmurando, con la aprobación del especialista, aquel juego de palabras onírico en el que aparecía su nombre, se quitó de los oídos las bolitas de cera, y, en un maravilloso acto de rehabilitación y encadenamiento, la mesa del desayuno tintineó en el pasillo al franquear el umbral de la habitación contigua, y Ada entró, ya con la boca llena y salpicada de miel. ¡Sólo eran las ocho menos cuarto!

—¡Chica lista! —dijo Van—. Pero antes de nada tengo que ir al petit endroit (W.C.)

"Aquella cita, y las nueve que la siguieron, iban a representar la más elevada cota de un amor de veintiún años: mayoría de edad peligrosa, complicada, indeciblemente radiante. El estilo italiano del apartamento de Van, sus lámparas murales de complicada ornamentación, en cristal de color caramelo pálido, sus pulsadores de porcelana que producían indiscriminadamente luces o camareros, sus ventanas de celosía y gruesas cortinas que hacían tan difícil que el alba se despojase de sus velos como si fuese una virgen gazmoña, las puertas convexas de un enorme armario blanco de tipo «Virgen de Nuremberg» en el vestíbulo de la suite, hasta la imagen en color, firmada Randon, que representaba un navio de tres palos entre el verde zigzag de las olas en el puerto de Marsella... en una palabra, la atmósfera alberghiana de aquellas nuevas citas les añadía un toque de novela clásica (¡aquí Aleksey y Anna pueden haber colocado sus líneas de puntos...!) que Ada acogía gustosa como una estructura, como una forma, o algo que sostenía y protegía la vida, desprovista, por otra parte, de Providencia en nuestra Desdemonía, donde los únicos dioses que existen son los artistas. Cuando, después de tres o cuatro horas de amor desenfrenado, Van y la señora Vinelander abandonaban su suntuoso retiro para reintegrarse a las brumas azuladas de un extraordinario mes de octubre que conservó su tibieza y su poesía durante todo el tiempo del adulterio, tenían la sensación de encontrarse aún bajo la protección de aquellos Príapos pintados que los antiguos romanos colocaban en los bosquecillos del Rufomonticulus.

—Te acompañaré a pie al Bellevue. Volvemos de una conferencia con los banqueros de Luzon, y te acompaño de mi casa a la tuya.

Era la frase consagrada que Van pronunciaba invariablemente para poner a los hados al corriente de la situación. Desde el primer día tomaron la precaución de evitar radicalmente toda exposición equívoca en la terraza abierta sobre el lago y visible por todas las flores malvas o amarillas que ornaban los parterres del paseo. Salían del hotel por una puerta trasera.

Una alameda bordeada por setos de boj y dominada por una secuoya semper virens (que los turistas americanos tomaban equivocadamente por un cedro del Líbano... cuando reparaban en él) les condujo a la calle de la Morera (nombre absurdo), donde una paulonia principesca (¡morera!, se burló Ada) que se alzaba majestuosa en la terraza incongrua de un W.C. público se desprendía generosamente de sus hojas en forma de corazón verde intenso, sin dejar de ser suficientemente frondosa para proyectar sus arabescos de sombra sobre la parte de tronco expuesta al sol. Un gingko (de un verde dorado mucho más luminoso que su vecino, un abedul local que tiraba a amarillo), señalaba el recodo de una alameda de guijarros que llevaba al muelle. Siguieron en dirección sur el célebre Paseo Fillietaz, que, en la orilla suiza del lago, va desde Valvey hasta el castillo de Byron, o Château She Yawns. La estación turística había terminado y las aves invernantes, así como cierto número de centroeuropeos con pantalones de golf, habían remplazado a las familias inglesas y a los aristócratas rusos de Nipissing y Nipigon.

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