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La primera persona a quien le presentó, una vez llegados a la isla de butacas y autómatas de figura humana reunidos en torno a una mesa baja, en cuyo centro había un cenicero de bronce, fue la cuñada prometida, una dama bajita y regordeta, vestida en un tono gris institutriz. Era de cara ovalada, cabellos castaños cortos, tez amarillenta, ojos de color azul de humo y nada risueños, y tenía una pequeña verruga bastante parecida a un grano de maíz maduro sobre la aleta de la nariz, como un ornamento añadido en una última ocurrencia por la naturaleza a la curva hipercrítica de la fosa nasal (algo no infrecuente en las caras rusas fabricadas en serie).

La mano que se tendió a continuación pertenecía a un señor alto y hermoso, particularmente sólido y cordial, que no podía ser otro que el Príncipe Gremin del increíble libreto. Su enérgico y franco apretón de manos hizo sentir a Van un deseo irresistible de lavar con líquido desinfectante todo contacto con cualquiera de las partes públicas del marido. Pero cuando Ada, otra vez radiante, hizo las presentaciones agitando una invisible varita mágica, el personaje al que Van acababa tontamente de tomar por Andrei Vinelander quedó metamorfoseado en Yuzlik, el talentudo director de aquel Don Juan en el que se había encarnizado el destino hostil. «Vasco de Gama, supongo», marmuró Yuzlik. A su lado, ignorados por él, desconocidos por Ada, y hoy muertos, hace mucho tiempo, de enfermedades anónimas, se encontraban, en actitudes serviles, los dos agentes de Lemorio, el brillante actor (un patán barbudo de genio excepcional —también olvidado hoy —a quien Yuzlik deseaba apasionadamente para su próxima película). Ya dos veces, en Roma y en San Remo, Lemorio había faltado a su compromiso, enviándole sucesivamente, para establecer «contactos preliminares», a aquellos dos personajes de aspecto miserable e incompetente, virtualmente locos, a los que Yuzlik no tenía ya nada que decir una vez agotados todos los temas de conversación (las habladurías del momento, la vida amorosa de Lemorio, el hooliganismo de Hoole, así como los hobbies de los tres hijos de Yuzlik y del hijo adoptivo de los agentes, un lindo muchachito eurasiático que había resultado muerto recientemente en una pelea de night-club... lo cual acababa pronto con ese tema de conversación). Ada había recibido con alegría la presencia real e inesperada de Yuzlik en el vestíbulo del Bellevue, no sólo porque dicha presencia contrapesaba la falsedad y la incomodidad de su primera noche, sino además porque ella esperaba conseguir un papel en What Daisy Knew; por lo demás, y aparte de que la turbación de su espíritu no le dejaba permitirse el lujo de cuidar de sus encantos profesionales, pronto comprendió que, si Lemorio aceptaba su propio papel, exigiría el codiciado por Ada para alguna de sus amantes.

Finalmente Van llegó ante el marido de Ada.

Había asesinado al bueno de Andrei Andreievich Vinelander con tanta frecuencia, de un modo tan radical, al fondo de tantas tenebrosas callejuelas, que aquella noche el pobre hombre de horrible y fúnebre traje cruzado, cara blanda y pastosa, rasgos disconformes, ojos de perro triste llenos de bolsas y frente punteada de gotas de sudor, presentaba todos los signos deprimentes de una resurrección innecesaria. Por un descuido más bien subliminal, Ada olvidó presentar a los dos hombres. El propio esposo pronunció su nombre, patronímico y apellido, con la entonación didáctica de la voz en off de una película educativa rusa. «Qbnimemsya, dorogoy» (abracémonos, viejo amigo), añadió, con voz más vibrante, sin duda, pero con la misma expresión lúgubre (que recordaba curiosamente la de Kosygin, el alcalde de Yukonsk, recibiendo un ramo de flores de una girl-scouto inspeccionando los daños producidos por un terremoto). Su aliento exhalaba un olor que Van identificó asombrado como el de un enérgico tranquilizante a base de neocodeína, prescrito en casos de pseudobronquitis psicopática. Cuando el sombrío rostro de Andrei se aproximaba al suyo, Van distinguió cierto número de verrugas y excrecencias diversas, ninguna de las cuales ocupaba, sin embargo, el provocador lugar en que se instalaba el codicilo nasal de su hermana. Llevaba el pelo, de un color pardo sombrío, tan corto como el de un soldado; se lo cortaba él mismo, a tijera. Tenía el aspecto correcto y cuidado del patricio estociano que se baña una vez a la semana.

Pasamos todos al comedor. Cuando alargaba el brazo para anticiparse al gesto de un camarero que trataba de abrir la puerta, Van rozó a su pasado, y su pasado (que continuaba jugando con el collar) le recompensó con una mirada oblicua «a lo Dolores».

La colocación de los comensales fue confiada al azar.

La vieja pareja formada por los dos agentes de Lemorio —los cuales, para no estar casados, vivían desde hacía bastante tiempo como marido y marido en sus bodas de plata cinematográficas —siguió junto en la mesa, entre Yuzlik, que no les dirigía la palabra, y Van, que estaba siendo torturado por Dorothy. En cuanto a Andrei (el cual hizo una ligera señal de la cruz sobre su indesabotonable abdomen antes de atarse la servilleta alrededor del cuello) se encontró situado entre hermana y esposa. Pidió la «cart de Van» (lo que causó al verdadero Van un dulce regocijo), pero, como era amante de las bebidas fuertes, sólo echó un vistazo a la lista de «blancos suizos» antes de conceder la palabra a Ada, quien pidió en seguida champagne. A la mañana siguiente la dijo que su primo proizvodit udwitel'no simpatichnoe vpechatlenie (causaba una impresión notablemente simpática). La panoplia verbal del buen hombre casi se reducía a lugares comunes rusos notablemente simpáticos, pero, como no le gustaba hablar de sí mismo, hablaba tanto menos cuanto que el monólogo sonoro de su hermana (que rompía contra las orillas rocosas del islote de Van) le magnetizaba, le hipnotizaba y absorbía por entero su atención pueril. Dorothy, con un modesto lamento, se lanzó al preludio del relato tanto tiempo diferido de su pesadilla favorita («Naturalmente, no ignoro que los malos sueños son una zhidovskaia prerogativa de sus enfermos»), pero cada vez que el analista recalcitrante levantaba los ojos del plato para mirar a su vecina, su atención se fijaba con tanta insistencia en la cruz griega, de tamaño casi eclesiástico, que brillaba en un pecho desprovisto de cualquier otra posible causa de interés, que Dorothy creyó oportuno interrumpir su relato (que parecía la erupción de un voícán onírico) para decir:

—Deduzco de sus escritos que es usted terriblemente cínico. ¡Oh, yo comparto plenamente la opinión de Simone Traser de que un punto de cinismo es el ornamento natural del verdadero varón! Pero, no obstante, prefiero advertirle, por si tratase de hacer alguna, que no admito las bromas antiortodoxas.

Pero ya Van tenía más que suficiente de su loca vecina (loca con una locura sin interés). Llegó por poco a restablecer el equilibrio de su vaso, casi volcado por un gesto que había hecho para atraer la atención de Ada, y dijo, sin venir mucho a cuento, y en un tono que Ada calificó poco después de mordiente, amenazador y enteramente inadmisible:

—Mañana por la mañana quiero acapararte, querida. Como quizás te han hecho saber mi abogado, o el tuyo, o ambos, los depósitos de Lucette en diversos bancos suizos... —Ya continuación colocó un informe preparado e inventado in toto de la situación de los bienes de Lucette—. Te propongo, si no tienes otras obligaciones (su mirada interrogativa evitó a los Vinelander y se dirigió sucesivamente a los tres cineastas, que sucesivamente inclinaron la cabeza en señal de imbécil aprobación), que vayamos los dos a ver a Maître Jorat, o Ratón, he olvidado el nombre, mi asesor, enfin, que vive en Luzon, a media hora de coche. Me ha dado ciertos documentos que están en mi hotel, y que es necesario que suspires, quiero decir, que firmes con un suspiro, porque se trata de un asunto enojoso. ¿Entendido? Entendido.

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