Durante la lúgubre estancia que Ada había hecho recientemente en Ardis, un Kim Beauharnais considerablemente transformado y amplificado se había presentado ante ella, con un álbum de tela de un marrón anaranjada, sucio color que Ada había detestado siempre. Hacía tres años que no le veía. En lugar del pinche vivaz y flaco de cara pálida se había encontrado con un coloso negruzco que le recordó vagamente a un jenízaro de ópera exótica entrando en escena con paso de paquidermo para anunciar una invasión o una ejecución. Tío Dan, que pasaba en silla de ruedas, conducido por su altiva y espléndida enfermera, hacia el jardín en que caían una a una hojas de cobre y hojas de sangre, pidió afanosamente que le dejasen ver el grueso volumen. «Quizás más tarde», dijo Kim, y se reunió con Ada en un rincón del hall.
Le llevaba un presente: la colección de fotografías que había hecho en casa de sus señores en los felices días de antaño. Durante mucho tiempo había esperado que esos «felices días de antaño» remprendieran su interrumpido curso; pero, comprendiendo que « mossio votre cossin» (hablaba un criollo espeso, que le parecía más adecuado a la solemnidad de las circunstancias que el inglés habitual de Ladore) no debía volver a la casa en un futuro próximo ni hacer posible con su presencia la puesta al día del álbum, había pensado que la mejor solución pour tous les cernés(los «envueltos», o «velados», más que los «interesados») era que la señorita conservase (o destruyese y olvidase, para no perjudicar a nadie) en sus lindas manos el documento gráfico. Sobresaltada ante el «lindas», Ada abrió el álbum por la página indicada con una de las señales marrones intencionadamente colocadas en distintos lugares, lo ojeó con una fugaz mirada, volvió a echar el cierre, ofreció al sonriente chantajista un billete de mil dólares que llevaba por azar en el bolso, llamó a Bouteillan y le ordenó que pusiese en la calle a Kim. El álbum color de cieno quedó sobre una silla, bajo su chal español. El viejo criado expulsó, arrastrando una suela, una hoja de tulipán de los pantanos que la corriente de aire había traído, volvió a cerrar la gran puerta de entrada y regresó a las cocinas, gruñendo:
—La señorita no debía haber recibido nunca a ese granuja.
—Eso es exactamente lo que yo estaba diciéndome —comentó Van, cuando Ada terminó su pequeña historia—. ¿Eran realmente sucias esas fotos?
—¡Puah! —articuló Ada.
—Ese dinero habría podido servir a una causa más noble, un Hogar para Potrillos Ciegos o para Cenicientas Centenarias.
—Es divertido que tú digas eso.
—¿Por qué divertido?
—No importa. De todas formas, esa cosa horrible está hoy en seguro. Tenía que pagar, si no quería que el sinvergüenza enseñase a la pobre Marina las fotos de Van ocupado en seducir a su «prima» Ada, con efectos previsiblemente poco felices. ¿Quién sabe si, como un gavilán genial, había presentido toda la verdad?
—¿Y por haber comprado el álbum con un miserable billete de mil dólares supones que has acabado con todas las pruebas y que todo ha quedado arreglado?
—Claro. ¿Crees que he pagado demasiado poco? Podría enviarle más. Sé dónde encontrarle. Está dando conferencias, si pueden llamarse así, sobre al arte de fotografiar la vida, en la Escuela de Fotografía de Kalugano.
—¡Buen sitio para disparar! —dijo Van—. ¿Entonces, estás completamente segura de que tienes en tu poder «esa cosa horrible»?
—Desde luego. Lo tengo aquí, en el fondo de esta maleta. En seguida te lo enseñaré.
—Dime, amor mío, ¿cuál era tu llamado «cociente intelectual» en la época en que nos conocimos?
—Doscientos y pico. Una cifra astronómica.
—Bueno, pues creo que ahora ha descendido alarmantemente. Ese sinvergüenza de voyeurconserva todos los negativos y montañas de copias que nos irá mandando por correo.
—¿Quieres decir que he descendido al nivel de Córdula?
—Más aún. Y ahora veamos esas instantáneas... antes de fijar el salario mensual que tendremos que satisfacerle.
En el primer ejemplar de la perversa serie, Van reconoció, representada con un ángulo diferente al de su recuerdo, una de las primeras imágenes que retenía de su llegada a Ardis. Estaba encuadrada entre la sombra de una carreta negra en la senda de grava y el blanco escalón de un pórtico de columnas inundado de sol. Marina, con un brazo todavía en la manga del guardapolvo que un criado le ayudaba a quitarse (era Price), agitaba el otro brazo en un ademán de bienvenida teatral (en completo desacuerdo con la mueca de beatitud impotente que crispaba su rostro), mientras que Ada, vestida con una ligera chaqueta de hockeynegra, que en realidad pertenecía a Vanda, e inclinada sobre sus rodillas, sobre las que caía el negro diluvio de su cabellera, abanicaba a Dack con un ramito de flores para acallar sus nerviosos ladridos.
Seguían algunas vistas preparatorias de los lugares del contorno: el bosquecillo de espantalobos, una alameda, la O negra de la gruta, y la colina y Ia gran cadena en torno al tronco de un Quercus ruslanChat (rara especie de encina), y otros muchos lugares que el compilador del panfleto ilustrado consideraba pintoresco, pero que parecían bastante insignificantes por la inexperiencia del fotógrafo.
A continuación, las cosas mejoraban.
Otra muchacha (¡Blanche!), inclinada y acurrucada exactamente como Ada (a la cual, por lo demás, se parecía un poco) sobre la maleta de Van, abierta en el suelo, devoraba con los ojos la silueta de Ivory Revery reproducida en el anuncio de un perfume. Luego, la cruz y la sombra de las ramas sobre la tumba de la fiel ama de llaves de Marina, Arma Pimenovna Nepraslinov (1797-1883).
Pasamos por alto algunos retratos zoológicos: ardillas con aspecto de zorrillos, pez rayado en un acuario burbujeante, jaula coquetona con un canario dentro.
Una miniatura fotográfica de un cuadro oval presentaba la imagen de la princesa Sophia Zemski a la edad de veinte años (1775), rodeada por sus dos hijos (el abuelo de Marina, nacido en 1772, y la abuela de Demon, nacida en 1773).
—Creo que no recuerdo ese retrato —dijo Van—. ¿Dónde estaba colgado?
—En el gabinete de Marina. Y ese tipo de levita, ¿sabes quién es?
—Parece una mala fotografía recortada de una revista. ¿Quién será?
—¡Sumerechnikov! Hizo varias sumerografías del tío Vania hace muchos años.
—El Crepúsculo antes de las Luces. Y aquí está Alonso, nuestro técnico en piscinas. Encontré a su tierna y triste hija en una noche de orgía. Se te parecía al tacto. Tenía tu olor. Se derretía como tú. ¡Soberano encanto de las coincidencias!
—Eso no me interesa. Ahora viene un niño.
— ¡Zdrasté!¡Ivan Dementievich! —dijo Van, saludando a la imagen de sus catorce años. Sin camisa, vestido únicamente con un pantalón de gimnasia y dirigiendo un proyectil cónico a la «prefiguración» esculpida de una joven de Crimea condenada a ofrecer un perpetuo sorbo de agua marmórea a un marine norteamericano moribundo cuyos labios se tienden hacia el cántaro agujereado por un balazo.