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-Yo le daré semillas, Kuzma Kuzmitch… ¡No se levante, no se levante! Me ha dado usted una satisfacción tal, una alegría tan grande, que soy yo, no usted, quien ha de dar las gracias.

-¡Santa mía! ¡Qué bondad es ésta! ¡Regocíjese, regocíjese usted, alma pura, contemplando sus obras de caridad! Nosotros sí que no tenemos de qué alegrarnos… Somos gente pequeña…, inútil, acobardada… No somos cultos más que de nombre; en el fondo somos peor que los campesinos… Poseemos una casa de mamposte- ría que es una ilusión, pues el techo está lleno de goteras… Nos falta dinero para comprar tejas…

-Le daré tejas, Kuzma Kuzmitch.

Zamucrichin obtiene además una vaca, una carta de recomendación para su hija, que quiere hacer ingresar en una pensión. Todo enternecido por los obsequios de la generala rompe en llanto y saca de su bolsillo el pañuelo. A la par que extrae el pañuelo deja caer en el suelo un pape- lito encarnado.

-No lo olvidaré siglos enteros; mis hijos y mis nietos rezarán por usted… De generación a generación pasará… «Ved, hijos, les diré, la que me salvó de la muerte, es la…»

Después de haber despachado a su cliente, la generala contempla algunos momentos, con los ojos llenos de lágrimas, el retrato del Padre Aristarco; luego sus miradas se detienen con cariño en todos los objetos familiares de su gabinete: el botiquín, los libros de medicina, la mesa, los cuentos, la butaca donde estaba sentado hace un momento el hombre salvado de la muerte, y acaba por fijarse en el papelito perdido por el paciente. La generala lo recoge, lo despliega y ve los mismos tres granitos que dió a Zamucrichin el martes pasado.

-Son los mismos… -se dice con perplejidad hasta el papel es el mismo. ¡Ni siquiera lo abrió! En tal caso, ¿qué es lo que ha tomado? ¡Es extraordinario! No creo que me engañe…

En el pecho de la generala penetra por primera vez durante sus diez años de práctica la duda…

Hace entrar los otros pacientes, e interrogándoles acerca de sus enfermedades nota lo que antes le pasaba inadvertido. Los enfermos, todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empiezan por halagarla, ensalzando sus curas milagrosas; están encantados de su sabiduría médica; reniegan de los alópatas, y cuando se pone roja de alegría, le explican sus necesidades. Uno pide un terrenito, otro leña, el tercero solicita el permiso de cazar en sus bosques, etc. Levanta sus ojos hacia la faz ancha y bondadosa del Padre Aristarco, que le enseñó los senderos de la verdad, y una nueva verdad entra en su corazón… Una verdad mala y penosa… ¡Qué astuto es el hombre!

Los hombres que están de más

Son las siete de la tarde. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud de personas que han llegado en el tren encamínase a la estación veraniega. Casi todos los viajeros son padres de familia, cargados de paquetes, carpetas y sombrereras. Todos tienen el aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para ellos no resplandeciera el sol y no creciera la hierba.

Entre los demás anda también Davel Ivano- vitch Zaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra desteñida.

-¿Vuelve usted todos los días a su casa? -le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.

-No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana -le contesta Zaikin con acento lúgubre-. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.

-Tiene usted razón; es muy caro -suspira el de los pantalones rojos-. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos…; en el camino compra uno el periódico, toma una copita… Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,… los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche… Sí… Yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.

-En efecto; todo está mal -dice Zaikin después de una pequeña meditación-. ¿Quiere saber usted mi opinión? El veraneo ha sido inventado por las mujeres y el diablo. Al diablo le guiaba su maldad y a las mujeres su ligereza. ¡Usted comprenderá que esto no es una vida! ¡Esto es un presidio! Hace calor, está uno sofocado, respira con dificultad y, no obstante, tiene que zarandearse como un alma en pena y carecer casi de albergue. Allá en la ciudad no quedan ni muebles ni servidumbre… Todo se lo llevaron al campo… Hay que alimentarse pésimamente. Imposible tomar el té, porque no se encuentra quien encienda el samovar. Yo no me lavo. Vengo aquí, al seno de la Naturaleza, y me cabe el gusto de andar a pie con este calor… ¡Una porquería! ¿Está usted casado?

-Sí… Tengo tres hijos… -responde el del pantalón rojo.

-¡Abominable!… Es asombroso. Parece increíble que aun estemos vivos.

Al fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Zaikin se despide del de los pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las moscas y de los mosquitos. Delante de las ventanas cuelgan visillos de tul, ante los cuales se ven macetas con flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías, dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor no hay alma viviente.

En la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Zaikin encuentra a su hijo Petia, chicuelo de seis años.

Petia está muy absorto en su trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.

-¿Eres tú, papá? -le dice sin volver la cabeza. ¡Buenos días!

-¡Buenos días!… ¿Dónde está tu madre?

-¿Mamá? Ha ido con Olga Cirilovna a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí también… ¿Y tú, irás?

-Hum… ¿No sabes cuándo volverá tu madre?

-Dijo que volvería al ser de noche.

-Y Natalia, ¿dónde está?

-Mamá se la llevó para que le ayudara a vestirse en los entreactos, y Alculina se fue a buscar setas al bosque. Papá, ¿por qué cuando los mosquitos pican, el vientre se les pone encarnado?

-No sé… Porque chupan la sangre. ¿De modo que no hay nadie en casa?

-Nadie. Yo sólo estoy en casa.

Zaikin se sienta en una butaca y mira como atontado por la ventana. Transcurren algunos momentos.

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