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-¡He encontrado la carpeta! -oye la exclamación de Cosiaokin triunfante-. No me falta sino encontrar el abrigo, y ¡a casa!

Pero en este momento óyense ladridos de un perro, y de otro, y de un tercero… El ladrar de los perros acompañado del cacareo de gallinas forman una música salvaje. Un desconocido se acerca a Lapkin y le pregunta algo…; parécele que alguien pasa sobre él para saltar por la ventana…; gritan, pegan porrazos…; una mujer con delantal encarnado y un farol en la mano le interroga…

-¡No tiene usted derecho a insultarme! -dice desde dentro Cosiaokin-. ¡Soy funcionario de la Audiencia! Aquí tiene usted mi tarjeta.

-¿Para qué quiero yo su tarjeta? -respondió una voz ronca-. Usted me ha dispersado las gallinas, pisoteado los huevos…; admiro su obra…; los pavitos tenían que salir del cascarón un día de estos, y usted les ha aplastado…; ¡qué me importa a mí su tarjeta!

-¿Usted se atreve a detenerme? ¡Eso yo no lo admitiré jamás!

«¡Qué sed tengo!…», piensa Lapkin esforzándose por abrir los ojos y sintiendo que otra vez alguien pasa por encima de él y sale por la ventana…

-¡Soy Cosiaokin; mi casa está al lado! ¡Todo el mundo me conoce!…

-¡No conocemos a ningún Cosiaokin!

-¿Qué me cuenta usted? ¡Que llamen al alcalde; él, me conoce!

-¡No se acalore usted! Ahora mismo vendrá la policía; conocemos a todos los veraneantes del lugar; a usted no lo hemos visto nunca.

-Todos me conocen; cinco años ha, sin interrupción, que veraneo en los Grili-Viselki.

-¡Caramba!; pero esto no son los Grili- Viselki; esto, es Hilovo…; los Viselki están a la derecha, detrás de la fábrica de fósforos, a cuatro kilómetros de aquí.

-¡Que el demonio me lleve!… ¡Entonces he tomado otro camino!…

Los gritos humanos, el cacareo y los ladridos se confunden en una zarabanda por entre la cual de vez en cuando se oyen las exclamaciones de Cosiaokin: «¡Usted no tiene derecho…» «Me las pagará…» «Ya sabrá usted con quién trata!…»

Por fin las vociferaciones se apaciguan, y Lapkin siente que le sacuden el hombro para despertarle…

Los simuladores

Marfa Petrovna, la viuda del general Pe- chonkin, ejerce, unos diez años ha, la medicina homeopática y recibe los martes por la mañana a los aldeanos enfermos que acuden a consultarla.

Es una hermosa mañana del mes de mayo. Delante de ella, sobre la mesa, vese un estuche con medicamentos homeopáticos, los libros de medicina y las cuentas de la farmacia donde se surte la generala.

En la pared, con marcos dorados, figuran cartas de un homeópata de Petersburgo, que Marfa Petrovna considera como una celebridad, así como el retrato del Padre Aristarco, que la libró de los errores de la alopatía y la encaminó hacia la verdad.

En la antesala esperan los pacientes. Casi todos están descalzos, porque la generala ordena que dejen las botas malolientes en el patio. Mar- fa Petrovna ha recibido diez enfermos; ahora llama al onceno:

-¡Gavila Gruzd!

La puerta se abre; pero en vez de Gavila Gruzd entra un viejecito menudo y encogido, con ojuelos lacrimosos: es Zamucrichin, propietario, arruinado, de una pequeña finca sita en la vecindad.

Zamucrichin coloca su cayado en el rincón, acércase a la generala y sin proferir una palabra se hinca de rodillas.

-¿Qué hace usted? ¿Qué hace usted, Kuzma Kuzmitch? -exclama la generala ruborizándose-. ¡Por Dios!…

-¡Me quedaré así en tanto que no me muera! -respondió Zamucrichin, llevándose su mano a los labios-. ¡Que todo el mundo me vea a los pies de nuestro ángel de la guarda! ¡Oh, bienhechora de la Humanidad! ¡Que me vean postrado de hinojos ante la que me devolvió la vida, me enseñó la senda de la verdad e iluminó las tinieblas de mi escepticismo, ante la persona por la cual hallaríame dispuesto a dejarme quemar vivo! ¡Curandera milagrosa, madre de los enfermos y desgraciados! ¡Estoy curado! Me resucitasteis como por milagro.

-¡Me… me alegro muchísimo!… -balbucea la generala henchida de satisfacción-. Me causa usted un verdadero placer… ¡Haga el favor de sentarse! El martes pasado, en efecto, se encontraba usted muy mal.

-¡Y cuán mal! Me horrorizo al recordarlo - prosigue Zamucrichin sentándose-; fijábase en todos los miembros y partes el reuma. Ocho años de martirio sin tregua…, sin descansar ni de noche ni de día. ¡Bienhechora mía! He visto médicos y profesores, he ido a Kazan a tomar baños de fango, he probado diferentes aguas, he ensayado todo lo que me decían… ¡He gastado mi fortuna en medicamentos! ¡Madre mía de mi alma! Los médicos no me hicieron sino daño, metieron mi enfermedad para dentro; eso sí, la metieron hacia dentro; mas no acertaron a sacarla fuera; su ciencia no pasó de ahí. ¡Bandidos; no miran más que el dinero! ¡El enfermo les tiene sin cuidado! Recetan alguna droga y os obligan a beberla! ¡Asesinos! Si no fuera por usted, ángel mío, hace tiempo que estaría en el cementerio. Aquel martes, cuando regresé a mi casa después de visitarla, saqué los globulitos que me dió y pensé: «¿Qué provecho me darán? ¿Cómo estos granitos, apenas invisibles, podrán curar mi enorme padecimiento, extinguir mi dolencia inveterada?» Así lo pensé; me sonreí; no obstante, tomé el granito y momentáneamente me sentí como si no hubiera estado jamás enfermo; ¡aquello fue una hechicería! Mi mujer me miró con los ojos muy abiertos y no lo creía. «¿Eres tú, Kolia?», me preguntó. «Soy yo», y nos pusimos los dos de rodillas delante de la Virgen Santa y suplicamos por usted, ángel nuestro: «Dale, Virgen Santa, todo el bien que nosotros deseamos».

Zamucrichin se seca los ojos con su manga, se levanta e intenta arrodillarse de nuevo; pero la generala no lo admite y le hace sentar.

-¡No me dé usted las gracias! ¡A mí, no! -y se fija con admiración en el retrato del Padre Aristarco-. Yo no soy más que un instrumento obediente… Usted tiene razón, ¡es un milagro! ¡Un reuma de ocho años, un reuma inveterado y curado de un solo globulito de escrofuloso!

-Me hizo usted el favor de tres globulitos. Uno lo tomé en la comida y su efecto fue instantáneo, otro por la noche, el tercero al otro día, y desde entonces no siento nada. Estoy sano como un niño recién nacido. ¡Ni una punzada! ¿Y yo que me había preparado a morir y tenía una carta escrita para mi hijo, que reside en Moscú, rogándole que viniera? ¡Es Dios quien la iluminó con esa ciencia! Ahora me parece que estoy en el Paraíso… El martes pasado, cuando vine a verle, cojeaba. Hoy me siento en condiciones de correr como una liebre… Viviré unos cien años. ¡Lástima que seamos tan pobres! Estoy sano; pero de qué me sirve la salud si no tengo de qué vivir. La miseria es peor que la enfermedad. Ahora, por ejemplo, es tiempo de sembrar la avena, ¿y cómo sembrarla si carezco de semillas? Hay que comprar… y no tengo dinero…

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