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Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Incorporóse lentamente y clavó su mirada plomiza en mi. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.

-Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? - interrogó el presidente.

El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.

Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos…

Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?

Los extraviados

Es un lugar de veraneo. La obscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche.

Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.

-¡Gracias a Dios que hemos llegado! -dice Cosiaokin-; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido…, y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.

-¡Amigo Pedro! No puedo más…; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero…

-¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido…; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo… Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia… ¡Una gloria! ¡Una delicia!

-Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!…

-Nada; ya hemos llegado; henos en casa.

Los amigos acércanse a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.

-Es una casita bonita -dice Cosiaokin -; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están obscuras… Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.

Quítase el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.

-¡Qué calor! Vamos a entonar una canción; la haremos reír. (Canta.) ¡Canta, Aliocha! Verotchka, ¿quieres oír la serenata de Schubert? (Canta, pero hace un gallo y tose.) ¡Verotchka, dile a María que abra la puerta! (Pausa.) Verotchka, no seas perezosa; levántate. (Sube por encima de una piedra y se asoma por la ventana.) Verotchka, rosita mía, angelito, mujercita mía incomparable. ¡Anda, levántate! ¡Dile a María que abra! ¡Bien sé que no duermes, gatita mía! No podemos soportar más bromas; estamos tan cansados que ya no tenemos fuerzas. Hemos llegado a pie desde la estación; ¿pero me oyes, o no?… (Intenta escalar la ventana, pero cae.) ¡Qué demonio! Ves; nuestro huésped está molesto. Noto que todavía eres una niña que no piensa más que en jugar…

-Escucha; tal vez tu esposa duerme de veras - dice Laef.

-¡No duerme; quiere que arme ruido; que despierte el vecindario! ¡Oye, Verotchka, me voy a enfadar! ¡Verás! ¡Qué diablo! Ayúdame, Aliocha, para que pueda subirme… Verotchka, no eres más que una chiquilla mal criada, una traviesa… ¡Amigo mío, empújame!…

Lapkin, jadeante, empuja a Cosiaokin; al fin éste alcanza la ventana, franquéala y desaparece en las tinieblas.

-¡Vera! -óyese al cabo de un rato-. ¿Dónde estás? ¡Demonio! Me he ensuciado la mano con algo. ¡Qué asco!

Estalla un bullicio, un aleteo y el cacareo desesperado de una gallina.

-¡Caramba! Escucha, Laef. ¿De dónde nos vienen estas gallinas? Pero, qué demonio; si hay una infinidad de ellas… ¡Y un cesto con una pava!… ¡Me ha picado la maldita!

Por la ventana salen volando las gallinas, y prorrumpiendo en chillidos agudos se precipitan a la calle.

-¡Aliocha, nos hemos equivocado!… -grita Cosiaokin con voz llorosa-. Aquí no hay más que gallinas. Por lo visto nos hemos extraviado… Pero malditas, ¿por qué no os estáis quietas?

-¡Sal pronto! ¿Qué haces? ¿No sabes tú que estoy muerto de sed?…

-Ahora mismo… Deja que encuentre el abrigo y la carpeta…

-¿Por qué no enciendes un fósforo?

-Es que están en el abrigo… ¡Quién demonio me habrá traído aquí!… Todas estas casas son iguales. Ni el diablo mismo las distinguiría en la obscuridad. ¡Oh! ¡La pava me dió un picotazo en la mejilla! ¡Maldita!

-¡Pero sal pronto, si no van a creer que estamos robando gallinas!

-Ahora mismo me es imposible dar con el abrigo. Hay tanto trapajo por el suelo que no puedo orientarme. Lánzame tus fósforos…

-Es que no los tengo.

-¡Estamos frescos! ¡No hay que decir!… ¡Valiente situación!… ¿Qué hago?… Yo no puedo, sin embargo, abandonar el abrigo y la carpeta. Necesito buscarlos.

-¡No concibo cómo es posible no reconocer su propia casa! -replica Laef, indignado-. ¡Casa de borracho!… ¡En mal hora vine contigo!… De ir solo, hallaríame ya en casa. Dormiría… en lugar de padecer aquí… ¡Estoy rendido!… ¡No puedo más!… ¡Siento vértigos!

-En seguida, en seguida; no te apures; no te morirás por esto.

Por encima de la cabeza de Laef pasa un gran gallo. Lapkin suspira desconsoladamente y se sienta en una piedra. Sus entrañas arden de sed, sus ojos se cierran, su cabeza tambalea… Pasan cinco minutos, diez, veinte… Cosiaokin está siempre enredado con las gallinas.

-¡Pedro! ¿Cuándo vienes?

-Ahora mismo. ¡Ya encontré la carpeta; pero volví a extraviarla!…

Lapkin apoya su cabeza en sus puños y cierra los ojos… Los cacareos aumentan… Las moradoras de la extraña vivienda salen volando y le parece que dan vueltas alrededor de su cabeza, como lechuzas… Le zumban los oídos y el terror se apodera de su alma…

«¡Qué bestia! -piensa-. Me convidó, me prometió obsequiarme con vino y leche, y en vez de esto me obliga a venir aquí a pie y escuchar estas gallinas…»

Lapkin está indignado; hunde la barba en el cuello, coloca la cabeza sobre su carpeta y se tranquiliza poco a poco… Vencido por el cansancio, empieza a dormirse.

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