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Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer -los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas- me contemplaba y se reía. Quedé- me inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.

«¡Qué diablos! -pensé-. Habrá sido testigo de mis saltos… ¡Qué tonto soy!…»

Las facciones de la linda cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha…; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.

-¡Abominable! -exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer-; estos malditos bichos me van a comer viva.

Acordéme de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?

-¡Esto es terrible!

-Señora -le dije, empleando la voz más suave que pude haber, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea…

-Hágame el favor.

-En seguida -repliqué con alegría-. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.

-No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.

-Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; yo no soy un cafre.

-¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce…

-Ea… ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.

-¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?

-¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?

-Bueno, toda vez que es usted médico. Mas, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido… ¡Teodorito!… ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.

La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza,

Sentíme avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.

Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbi- ta gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.

-Es usted muy amable -me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo-. Muchas gracias. ¿El vendaval le cogió a usted también en el camino?

-Sí, señor.

-Lo siento… ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz… Permíteme que te lo quite.

-Te lo permito -dijo riendo Zinita-. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.

-¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.

-¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por qué…

El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y les oí murmurar:

-¡Es extraordinario! Estos animales no temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.

Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota; de Edison…

-Zinita, no te avergüences; este señor es médico.

Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.

Teodorito le dijo:

-No tengas reparo, interrógale. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.

-Interrógale tú -murmuró Zinita.

-¡Doctor! -gritó Teodorito dirigiéndose a mí. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho… ¿De qué proviene esto?

-Difícil es definirlo. La explicación sería larga…

-¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir… Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico tenga la amabilidad. Mientras que usted la examina, yo iré a decir al celador que nos prepare el té.

Teodorito salió arrastrando sus chanclas.

Dirigíme detrás del biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el descote con un cuello de encaje.

-A ver, muéstreme la lengua -dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.

Me enseñó la lengua y echóse a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.

Al cabo de un rato hallábame sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar. Veíame obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la farmacopea:

Rp.

Sic transit. Gloria mundi Aquae destilatae Una cuchara cada dos horas.

Para la señora Selova.

A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublos.

-Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.

No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.

De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a… Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico me inundara.

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