-¿En qué año fue?
-No ha mucho…; me parece que en el 80.
-Decidme, ¿qué edad tiene Vania?
-¡Cinco años! -grita desde su gabinete Ana Pavlovna.
-Como quiera que sea, ya se han ido seis años. ¡Amigo mío! Ya no arde el mismo fuego.
Lobnief y Charamúkin permanecen pensativos. Los tizones de la chimenea lanzan un postrer destello y cúbrense de ceniza.
El fracaso
Elías Serguervitch Peplot y su mujer, Cleo- patra Petrovna, aplicaban el oído a la puerta y escuchaban ansiosos lo que ocurría detrás. En el gabinete se desarrollaba una explicación amorosa entre su hija Natáchinka y el maestro de la escuela del distrito, Schúpkin.
Peplot susurraba con un estremecimiento de satisfacción:
-Ya muerde el anzuelo. Presta atención. En cuanto lleguen al terreno sentimental, descuelga la imagen santa y les daremos nuestra bendición. Éste será un modo de cogerlo. La bendición con la imagen es sagrada. No le será posible escapar, aunque acuda a la justicia.
Entretanto, detrás de la puerta tenía lugar el siguiente coloquio:
-No insista usted -decía Schúpkin encendiendo un fósforo contra su pantalón a cuadros-; yo no le he escrito ninguna carta.
-¡Como si yo no conociera su carácter de letra! -replicaba la joven haciendo muecas y mirándose de soslayo al espejo-. Yo lo descubrí en seguida. ¡Qué raro es usted! Un maestro de caligrafía que escribe tan malamente. ¿Cómo enseña usted la caligrafía si usted mismo no sabe escribir?
-¡Hum! Esto no tiene nada que ver. En la caligrafía, lo más importante no es la letra, sino la disciplina. A uno le doy con la regla en la cabeza; a otro le hago arrodillarse; nada tan fácil. Nekransot fue un buen escritor; pero su carácter de letra era admirable; en sus obras insértase una muestra de su caligrafía.
-Aquel era Nekransot, y usted es usted. Yo me casaré gustosa con un escritor -añade ella suspirando-. Me escribiría siempre versos…
-Versos puedo yo también escribírselos, si usted lo desea.
-¿Y sobre qué asunto escribirá usted?
-Sobre amor, sentimientos, sobre sus ojos… Como me leyera usted, se volvería usted loca. Incluso lloraría usted. Oiga, si yo le dirijo versos poéticos, ¿me dará usted su mano a besar?
-Esto no tiene importancia. Bésela ahora mismo, si así le place.
Schúpkin se levantó, sus pupilas dilatáronse y aplicó un beso a la mano regordeta, que olía a jabón.
Peplot, empujando con el codo a su mujer y abrochándose, todo pálido y agitado, dijo:
-Pronto, descuelga la imagen de la pared… ¡Entremos!
Y de sopetón abrió la puerta.
-Hijos -balbució, alzando las manos al cielo y estremecido-. ¡Que Dios os bendiga, hijos míos!… ¡Creced y multiplicaos!…
-Y yo, y yo -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Que seáis dichosos!
Luego, dirigiéndose a Schúpkin:
-Usted me arrebata un tesoro. Ha de quererla usted mucho y cuidarla.
Schúpkin, entre atónito y asustado, abrió la boca. El ataque de frente de los padres parecíale tan inesperado y tan atrevido que no podía articular ni una frase. «Estoy perdido -pensaba inmóvil de temor-; ya no puedo salvarme.» Lleno de abatimiento bajaba la cabeza, como si dijera: «Tómeme usted, me doy por vencido».
-Os bendigo -proseguía el padre, llorando siempre-. Natáchinka, hija mía, colócate a su lado. Petrovna, pásame la imagen.
En este momento él cesó de llorar y sus facciones torciéronse de rabia.
-¡Zoquete! -dijo a su mujer con indignación-. ¡Tonta que eres! ¿Ésta es para ti una imagen?…
-¡Santo cielo!
¿Qué es lo que ocurría? El maestro de caligrafía levantó los ojos y vio que estaba salvado. La mamá, en su apresuramiento, había descolgado, en lugar de la imagen, el retrato del publicista Lajesnikof Peplot y su esposa Cleopatra Petrovna.
Quedáronse parados, sin saber qué partido tomar. Schúpkin aprovechó esta confusión para escaparse.
La víspera del juicio
Memorias de un reo
-Disgusto tendremos, señorito -me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.
Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.
Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; hallábame transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.
A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.
Lo cual le venía bien, porque le dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.
Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.
-Hombre, qué mal huele aquí -le dije, colocando mi maleta en la mesa.
El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.
-Huele… como de costumbre -respondió sin dejar de rascarse-. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.
Dicho esto fuese sin añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente. Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Quitéme la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.