-¿Quién nos servirá la comida? -pregunta.
-Hoy no han hecho comida. Mamá pensó que tú no vendrías y dispuso que no se guisara. Ella comerá con Olga Cirilovna después del ensayo.
-Muchas gracias. Y tú, ¿qué has comido?
-Tomé leche. Me compraron seis céntimos de leche. Papá, ¿por qué chupan la sangre los mosquitos?
Zaikin siente una pesadez que le encoge el hígado y lo aprieta. Experimenta tal amargura y tal ofensa que quisiera saltar, tirar algo al suelo, gritar, reñir. Pero recordando que los médicos le prohibieron toda agitación hace un esfuerzo, y para calmarse se levanta silbando un aire de Los Hugonotes.
-Papá; ¿tú sabes…? -insiste Petia.
-¡Déjame en paz con tus tonterías! -responde Zaikin enfadado-. Me fastidias. Tienes seis años y eres siempre tan sandio como cuando tenías tres. ¡Eres un chiquillo tonto y mal criado! ¿Por qué estropeas los naipes? ¿Cómo te atreves a estropearlos?
-¡Estos naipes no son tuyos! Es Natalia la que me los dio -replica Petia sin levantar la vista.
-¡Mientes! ¡Mientes, mal muchacho! - exclama Zaikin-. Tú mientes siempre. ¡Hay que darte una paliza, gaznápiro! ¡Te arrancaré las orejas!
Petia salta, alarga el cuello y mira fijamente la cara purpúrea e irritada de su padre.
Sus grandes ojos están muy abiertos, luego se llenan de lágrimas y su boca se tuerce.
-¿Por qué me riñes? -chilla con voz aguda-. ¿Por qué me fastidias? ¡Estúpido! No hago nada malo, no soy travieso, obedezco lo que me ordenan y tú todavía gritas. Di, ¿por qué me riñes?
El niño habla con tanta convicción y llora tan amargamente que Zaikin se avergüenza.
-Tiene razón -piensa-; le busco las cosquillas. ¡Basta!… ¡Basta! -le dice golpeándole en el hombro-. Anda, Petia, yo tengo la culpa; dispénsame. Tú eres un buen chico y te quiero mucho.
Petia se enjuga los ojos con la manga, vuelve a sentarse en su sitio y, con un suspiro, reanuda su tarea de recortar la sota. Zaikin se marcha a su gabinete, extiéndese en el sofá y, colocándose las manos debajo de la cabeza, se pone a reflexionar. Las lágrimas del niño calmaron sus nervios, y el hígado alivióse también. Pero el hambre y el cansancio le acosan.
-¡Papá! -dice Petia detrás de la puerta-. ¿Quieres ver mi colección de insectos?
-Sí, tráela.
Petia entra y enseña a su padre una larga caji- ta verde. Zaikin oye de lejos un zumbido desesperado y el rascar de las patitas sobre las paredes de la caja.
Al levantar la tapadera ve una multitud de mariposas, escarabajos, grillos y moscas clavadas en el fondo con alfileres. Todos, a excepción de dos o tres mariposas, están vivos y se mueven.
-El grillo vive aun -dice con asombro Petia-; ayer lo cogimos y hasta ahora no se ha muerto.
-¿Quién te enseñó a clavarlos así? -le interroga Zaikin.
-Olga Cirilovna.
-Si la clavasen a ella misma así, ¿qué tal le parecería? -añade Zaikin con repugnancia-. ¡Llévatelos! ¡Es vergonzoso martirizar así a los animales! ¡Dios mío, qué mal criado está! - piensa cuando Petia desaparece.
Povel Matreievitch olvida su cansancio y hambre y no piensa sino en el porvenir de su hijo. Entretanto, la luz del día va extinguiéndose poco a poco…; óyese cómo los veraneantes tornan de los baños por grupos.
Alguien se para delante de la ventana abierta del comedor y grita: «¿Desea usted setas?» Al cabo de un rato, no habiendo recibido contestación, adviértese el rumor de pies descalzos que se alejan… Por fin, cuando la obscuridad es casi completa y por la ventana entra el fresco de la noche, la puerta se abre ruidosamente y se oyen pasos apresurados, voces y risas…
-¡Mamá! -exclama Petia.
Zaikin mira desde su gabinete y ve a su mujer. Nodejda Steparovna está como siempre, sonrosada, rebosando salud… Acompáñala Olga Cirilovna -una rubia seca, con la cara cubierta de pecas- y dos caballeros desconocidos: uno joven, largo, con cabellos rojos rizados y la nuez muy saliente; el otro, bajito, rechoncho, con la cara afeitada.
-Natalia, ¡encienda el samovar! -grita Nodej- da Steparovna-. Parece que Povel Matreievitch ha llegado. Pablo, ¿dónde estás? ¡Buenos días, Pablo! -grita de nuevo. Entra corriendo en el gabinete-. ¿Has venido? ¡Me alegro mucho! Tengo conmigo dos de nuestros artistas aficionados… Ven, te voy a presentar. Aquél, el más alto, es Koromislof; tiene una voz magnífica; y el otro, el bajito, es un tal Smerkolof, un verdadero artista; declama que es una maravilla. ¡Ah, qué cansada estoy! Fui al ensayo… Todo está perfecto… Representaremos El huésped con el trombón y Ella le espera… Pasado mañana tendrá lugar el espectáculo.
-¿Para qué los has traído? -pregunta Zaikin.
-¡Era indispensable, lorito! Después del té hemos de repetir los papeles y cantar alguna que otra cosa. Tendremos que cantar un dúo con Koromislof… ¡No faltaría más sino que lo olvidara!
Di a Natalia que traiga aguardiente, sardinas, queso y algo más. Seguramente se quedarán a cenar… ¡Qué cansada estoy!
-¡Cáspita!… El caso es que no tengo dinero.
-¡Imposible, lorito! ¡Qué vergüenza! ¡No me hagas ruborizar!
Media hora más tarde Natalia sale a comprar aguardiente y entremeses. Zaikin, después de haber tomado el té y comido un pan entero, se va al dormitorio y se acuesta. Nodejda Stepa- rovna, con risas y algazaras, empieza a ensayar sus papeles. Povel Matreievitch escucha largo rato la lectura gangosa de Koromislof y las exclamaciones patéticas de Smerkolof. A la lectura sigue una conversación larga, interrumpida a cada momento por la risa chillona de Olga Ciri- lovna. Smerkolof, aprovechando su fama de actor, explica con aplomo los papeles. Luego se oye el dúo, y más tarde, el ruido de vajilla… Zaikin, medio dormido, oye cómo tratan de convencer a Smerkolof para que declame La pecadora, y después de hacerse rogar mucho, consiente, y declama golpeándose en el pecho, llorando y riendo a la vez… Zaikin se acurruca y esconde la cabeza bajo las sábanas para no oír.
-Tienen ustedes que andar lejos para volver a su casa -observa Nodejda Steparovna-. ¿Por qué no pernoctarían aquí? Koromislof dormirá en el sofá y usted, Smerkolof, en la cama de Petia… A Petia le pondríamos en el gabinete de mi marido… ¿Verdad? ¡Quédense ustedes!
Cuando el reloj da las dos todo queda silencioso… La puerta del dormitorio se abre y aparece Nodejda Steparovna.
-¡Pablo! ¿Duermes? -dice en voz baja.
-No. ¿Qué quieres?
-Ves, querido mío; acuéstate en el sofá, en tu gabinete; en tu cama se acostará Olga Cirilovna. La hubiera puesto a ella en el gabinete; pero tiene miedo de dormir sola. ¡Anda, levántate!