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Me estremecí. Sentí claramente que mi rostro había perdido su color (aunque de todas formas me quedaba poco).

—Profesor —dije con voz sorda—, le suplico que no diga nada a nadie... Me quitarán el trabajo... Me declararán enfermo... ¿Por qué quiere hacerme eso?

—¡Márchese! —gritó el profesor con despecho—, ¡márchese! No diré nada. De todas formas le traerán de regreso...

Salí y juro que durante todo el camino me sentí atormentado por el dolor y la vergüenza... ¿Por qué...?

Es muy simple. Ah, amigo mío, mi fiel diario. No me traicionarás, ¿verdad? En realidad no se trata del traje sino de que, en el sanatorio, había robado morfina. Tres cubitos en cristales y diez gramos de solución al 1 %.

Pero no sólo esto me interesa, también me inquieta lo siguiente. La llave estaba puesta en el armario. Pero ¿y si no hubiera estado? ¿Habría roto el armario o no? ¿Eh? Con la mano en el corazón...

Lo habría roto.

Entonces, el doctor Poliakov es un ladrón. Tendré tiempo de arrancar la página.

En cuanto a lo de ejercer mi profesión, creo que exagero. Sí, soy un degenerado. Es completamente cierto. Ha comenzado ya la degeneración de mi personalidad moral. Pero aún puedo trabajar; soy incapaz de hacer ningún mal o daño a ninguno de mis pacientes.

¿Por qué robé? Muy sencillo. Pensé que durante los combates y toda la confusión relacionada con el golpe de Estado, no encontraría morfina en ningún lugar. Pero cuando las cosas se tranquilizaron, en una farmacia de la periferia conseguí quince gramos de solución al 1 %, cosa inútil y fastidiosa para mí (¡tendré que inyectarme 9 veces!). Además, tuve que humillarme. El boticario exigió un sello y me miró con aire sombrío y de sospecha. Y sin embargo al día siguiente, una vez que había vuelto a mi estado normal, obtuve sin ninguna dificultad, en otra farmacia, veinte gramos en cristales. Había escrito una receta para el hospital solicitando también, por supuesto, cafeína y aspirinas. Sí, después de todo, ¿por qué debo esconderme? ¿Por qué tener miedo? ¿Acaso llevo escrito en la frente que soy morfinómano? A fin de cuentas, ¿a quién le importa?

¿Tan avanzada está mi degeneración? Presento como testimonio estas notas. Son fragmentarias, ¡pero yo no soy un escritor! ¿Acaso hay en ellas ideas delirantes? Me parece que razono de manera perfectamente sana.

El morfinómano tiene una felicidad de la que nadie puede privarle: la capacidad de pasar la vida en el más completo aislamiento. Aislamiento significa pensamientos profundos y elevados, contemplación, serenidad, sabiduría...

La noche transcurre, negra y silenciosa. En alguna parte se encuentra el bosque desnudo y, detrás de él, algún riachuelo, el frío, el otoño. Lejos, muy lejos, está Moscú, desmelenada e impetuosa. No me importa nada, no tengo necesidad de nada y ningún lugar me atrae.

Arde, llama, en mi lámpara, arde, en silencio; quiero descansar después de las aventuras moscovitas, quiero olvidarlas.

Y las he olvidado.

Las he olvidado

18 de noviembre.

Primeras heladas. La tierra se ha secado. He salido a dar un paseo por el sendero que conduce al río, porque ya casi nunca estoy al aire libre.

Mi personalidad se degenera, de acuerdo, pero aún hago esfuerzos por evitarlo. Esta mañana, por ejemplo, no me he inyectado (actualmente me inyecto tres veces al día tres jeringuillas de solución al 4 %). Me siento incómodo. Ana me da lástima. Cada vez que aumento la dosis ella sufre. Me da lástima. ¡Ah, qué ser humano!

Sí... así... que... al empezar a sentirme mal, he decidido sufrir un poco (¡el profesor N debería haberme visto), y aplazar el momento de la inyección, y entonces he salido en dirección al río.

Qué desierto. Ni un sonido, ni un murmullo. El crepúsculo no ha comenzado todavía, pero se siente cómo se arrastra por los pantanos, por los montículos, entre los troncos... Avanza, avanza hacia el hospital de Levkovo... Yo también me arrastro, apoyándome en el bastón (a decir verdad, me he debilitado un poco en este último tiempo).

Y, de pronto, veo a una viejecita de cabellos amarillos que viene desde el río, por la pendiente. No camina, corre hacia mí, pero sin mover las piernas bajo su abigarrada falda en forma de campana... En un primer momento no he comprendido quién era, ni siquiera me he asustado. Una ancianita como cualquier otra. Pero resultaba extraño que en aquel frío llevara la cabeza descubierta y no se cubriera el pecho más que con una blusa... ¿De dónde había salido aquella anciana mujer? ¿Quién era? Cuando terminan las consultas en Levkovo y se han marchado los últimos trineos de los campesinos, no queda nadie en diez verstas a la redonda. ¡Niebla, pantanos, bosques! Un sudor frío me ha corrido de pronto por la espalda, ¡había comprendido! La viejecita no corría, volaba, sin tocar la tierra. ¿Es correcto? Pero no era eso lo que me había arrancado un grito, no, sino el hecho de que la viejecita llevaba una horquilla en las manos. ¿Por qué me he asustado tanto? ¿Por qué? He caído sobre una rodilla, he extendido los brazos y me he cubierto para no verla; luego me he vuelto y, cojeando, he corrido a casa como a un lugar de salvación, deseando llegar rápido, antes de que me explotara el corazón, deseando llegar a las cálidas habitaciones, ver a Ana viva y... la morfina...

He entrado corriendo.

Absurdo. Una simple alucinación. Una alucinación casual.

19 de noviembre.

Vómito. Es un mal síntoma.

Mi conversación nocturna con Ana, el día 21.

Ana.— El enfermero lo sabe.

Yo.— ¿De verdad? Da lo mismo. Son tonterías.

Ana.— Si no te marchas de aquí a la ciudad, me ahorcaré. ¿Me oyes? Mira tus manos, míralas.

Yo.— Tiemblan un poco. Pero esto no me impide trabajar.

Ana.— Pero míralas: se han vuelto transparentes. No son más que piel y hueso... Mírate la cara... Escucha, Seriozha, vete, te lo suplico, vete...

Yo.— ¿Y tú?

Ana.— Vete. Vete. Te estás destruyendo.

Yo.— Exageras un poco. Aunque en realidad yo mismo no comprendo por qué me he debilitado tan rápidamente. Llevo enfermo menos de un año. Por lo visto se debe a que mi constitución es así.

Ana (tristemente).— ¿Qué puede devolverte a la vida? ¿Tal vez tu Amneris, tu esposa?

Yo.— Oh, no. Tranquilízate. Gracias a la morfina me he librado de ella. En lugar de ella tengo la morfina.

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