Ana.— ¡Oh, Dios...! ¿Qué puedo hacer?
Yo creía que personas como Ana sólo existían en las novelas. Si alguna vez me curo, uniré para siempre mi destino al de ella. Ojalá el otro no regrese de Alemania.
27 de diciembre.
Hace mucho que no he cogido el cuaderno. Me he puesto el abrigo, los caballos esperan. Bomgard se ha marchado del distrito de Gorelovo y me han enviado para reemplazarle. A mi distrito vendrá una doctora.
Ana se quedará aquí... Vendrá a visitarme...
Aunque son treinta verstas.
Hemos decidido firmemente que, a partir del 1 de enero, tomaré un mes de permiso por enfermedad e iré a Moscú a ver al profesor. De nuevo firmaré un compromiso y, durante un mes, sufriré tormentos inhumanos en su sanatorio.
Adiós, Levkovo. Hasta pronto, Ana.
1918
Enero.
No he ido. No puedo separarme de mi ídolo en forma de cristales solubles.
Moriría durante el tratamiento.
Cada vez con más frecuencia me ronda la idea de que no necesito curarme.
15 de enero.
Vómito por la mañana.
Tres jeringuillas de solución al 4 % al atardecer. Tres jeringuillas de solución al 4 % por la noche.
16 de enero.
Día de operaciones, por lo tanto he tenido una larga abstinencia: desde la noche hasta las seis de la tarde.
Al atardecer —la hora más terrible— ya en mi apartamento, he oído con toda claridad una voz, monótona y amenazadora, que repetía:
—Serguéi Vasílievich, Serguéi Vasílievich.
Después de la inyección, todo ha desaparecido de inmediato.
17 de enero.
Hay tormenta: no hay consulta. Durante mi abstinencia leí un manual de psiquiatría que me produjo una impresión aterradora. Estoy perdido, no hay ninguna esperanza.
El más mínimo rumor me asusta, la gente me resulta odiosa durante la abstinencia. Me da miedo. Durante la euforia los amo a todos, pero prefiero la soledad.
Aquí debo andar con cuidado: hay un enfermero y dos comadronas. Debo estar muy atento para no traicionarme. Ahora tengo experiencia y no me traicionaré. Nadie sabrá nada, mientras tenga una reserva de morfina. Yo mismo me preparo la solución o bien le envío con tiempo la receta a Ana. En una ocasión ella hizo el intento (disparatado) de cambiar la solución al 5 % por una al 2 %. Ella misma la trajo de Levkovo, en medio del frío y la tormenta.
Esa fue la causa de que aquella noche tuviéramos una violenta discusión. La convencí de no volver a hacerlo. Comuniqué al personal de este lugar que me encontraba enfermo. Durante mucho tiempo me rompí la cabeza pensando qué enfermedad inventar. Dije que tenía reumatismo en las piernas y neurastenia aguda. Les he advertido que en febrero me marcharé con un permiso a Moscú para curarme. El asunto marcha bien. No hay ninguna interrupción en el trabajo. Evito operar los días en que soy víctima de vómitos incontenibles, acompañados de hipo. Por eso he tenido que diagnosticarme también un catarro estomacal. ¡Ah, son demasiadas enfermedades para una sola persona!
El personal de aquí es compasivo y ellos mismos me empujan a que tome un permiso.
Mi aspecto externo: delgado y pálido como la cera.
Me he dado un baño y luego me he pesado en la balanza del hospital. El año pasado pesaba 65 kilogramos; ahora peso 55. Me he asustado al mirar la flecha de la balanza, pero después ha pasado.
Tengo los antebrazos constantemente llenos de abscesos, igual que las caderas. No sé preparar con esterilidad la solución; además, unas tres veces me he inyectado con una jeringuilla que no había sido hervida; tenía mucha prisa, era antes de un viaje.
Esto es inadmisible.
18 de enero.
He tenido la siguiente alucinación:
Estaba esperando en unas ventanas negras la aparición de ciertas personas pálidas. Era insoportable. Sólo había una cortina. He cogido gasa en el hospital y la he colgado en la ventana. No he podido inventar una justificación.
¡Ah, diablos! ¿Por qué, a fin de cuentas, siempre debo buscar una justificación para cada una de mis acciones? ¡Esto no es vida, es un martirio!
¿Expreso mis pensamientos con claridad?
Creo que sí.
¿La vida? ¡Qué ridiculez!
19 de enero.
Hoy, durante un receso entre las consultas, cuando estábamos descansando y fumando en la farmacia, el enfermero, mientras mezclaba unos polvos, nos ha contado (riéndose por alguna razón) la historia de una enfermera morfinómana que, no pudiendo procurarse morfina, bebía media copa de un licor de opio. Yo no sabía adonde dirigir la mirada durante el tiempo que ha durado este atormentador relato. ¿Qué hay de gracioso en eso? El enfermero me es odioso. ¿Qué hay de gracioso? ¿Qué?
He salido de la farmacia caminando como un ladrón.
«¿Qué es lo que le resulta a usted gracioso en esa enfermedad...?»
Pero me he contenido, me he cont...
En mi situación, no debo ser especialmente petulante con la gente.
Ah, enfermero. Es tan cruel como esos psiquiatras, que no son capaces de ayudar al enfermo de ninguna manera, de ninguna manera, de ninguna manera.
De ninguna manera.
De ninguna manera.
Las líneas anteriores fueron escritas en un momento de abstinencia y contienen muchas afirmaciones injustas.
Es noche de luna. Estoy acostado después de un ataque de vómito, me siento débil. No puedo levantar los brazos muy alto y trazo mis pensamientos con lápiz. Son puros y orgullosos. Soy feliz por unas cuantas horas. El sueño me espera. En lo alto brilla la luna, y en ella hay una corona. Nada es terrible después de la inyección.
1 de febrero.
Ha llegado Ana. Está amarilla, enferma.
He acabado con ella. Yo. Sí, sobre mi conciencia pesa un gran pecado.
Le he jurado que me marcharé a mediados de febrero.