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«...inquietud, ansia y estado depresivo, irritabilidad, debilitamiento de la memoria, a veces alucinaciones y un grado ligero de ofuscamiento de la razón...»

Jamás he experimentado alucinaciones. En cuanto a lo demás, puedo decir que no son más que palabras opacas, triviales, carentes de significado.

¡«Estado depresivo...»!

No, yo, que he contraído esta terrible enfermedad, advierto a los médicos para que sean compasivos con sus pacientes. No es un «estado depresivo» sino una muerte lenta la que se apodera de un morfinómano si se le priva de la morfina, aunque sólo sea por una o dos horas. El aire pierde su consistencia y se hace irrespirable... No hay una sola célula en el cuerpo que no esté ansiosa... ¿De qué? Eso no se puede ni determinar ni explicar. En una palabra, la persona deja de existir. Está desconectada. Es un cadáver que se mueve, se deprime y sufre. No desea nada, ni piensa en nada que no sea la morfina. ¡Morfina!

La muerte de sed es una muerte paradisíaca, beatífica en comparación con la sed de morfina. Probablemente sólo alguien que haya sido enterrado vivo atrape así las últimas minúsculas burbujas de aire que hayan quedado en el ataúd y se desgarre con las uñas la piel del pecho. Así gime y se agita el hereje en la hoguera, cuando las primeras lenguas de fuego lamen sus piernas...

Una muerte seca, una muerte lenta...

Eso es lo que se esconde debajo de las eruditas palabras «estado depresivo».

No puedo más. Acabo de inyectarme. Un respiro. Un respiro más.

Me siento mejor. Y ahí está..., ahí está..., un ligero frío mentolado en la cavidad estomacal...

Tres jeringuillas de una solución al 3 %. Esto será suficiente hasta la medianoche...

Absurdo. Esta anotación es un absurdo. No es tan terrible. ¡Tarde o temprano la dejaré...! Pero ahora debo dormir, dormir.

Con esta estúpida lucha contra la morfina no hago más que atormentarme y debilitarme.

(Aquí han sido arrancadas unas veinte páginas del cuaderno.)

...mbre.

...vómito a las cuatro y media.

Cuando me sienta mejor, anotaré mis terribles impresiones.

14 de noviembre de 1917.

Así, después de fugarme de Moscú, del sanatorio del doctor... (el apellido está cuidadosamente tachado), estoy de nuevo en casa. La lluvia cae como una cortina y me oculta el mundo. Que lo oculte. No tengo necesidad de él, como nadie en el mundo tiene necesidad de mí. Todavía estaba en la clínica cuando el tiroteo y el golpe de Estado. Pero la idea de abandonar el tratamiento maduró furtivamente en mí aun antes de los combates en las calles de Moscú. Debo darle las gracias a la morfina por haber hecho de mí un valiente. No me asusta ningún tiroteo. Después de todo, ¿acaso hay algo que pueda asustar a un hombre que sólo piensa en una cosa: en los maravillosos y divinos cristales? Cuando la enfermera, completamente aterrorizada por el retumbar de la artillería...

(Una página ha sido arrancada.)

...nqué esta página, para que nadie lea la vergonzosa descripción de cómo un hombre diplomado huyó, furtiva y cobardemente, y robó su propio traje.

¡Como si se tratara de un traje!

Llevaba puesta la camisa del hospital. Tenía la cabeza en otro lado. Al día siguiente, después de haberme inyectado, reviví y volví a la clínica del doctor N. Este me recibió con piedad, pero en su piedad se sentía, después de todo, el desprecio. No es justo. Es un psiquiatra, debe comprender que no siempre soy dueño de mis actos. Estoy enfermo. ¿Por qué entonces despreciarme? Devolví la camisa del hospital.

El doctor dijo:

—Gracias. —Y añadió—: ¿Qué piensa hacer ahora?

Yo dije con ánimo (en ese momento me encontraba en un estado de euforia):

—He decidido regresar a mi rincón perdido, tanto más cuanto que mi permiso ha terminado. Le estoy muy agradecido por su ayuda, me siento mucho mejor. Continuaré curándome en casa.

El contestó de la siguiente manera:

—Usted no se siente en absoluto mejor. Me resulta francamente cómico que me diga eso a mí. Basta echar una mirada a sus pupilas. ¿Con quién cree que está hablando...?

—Yo, profesor, no me puedo deshabituar de inmediato..., sobre todo ahora, cuando están teniendo lugar todos estos acontecimientos..., el tiroteo me ha destrozado los nervios...

—Pero eso ya ha terminado. Tenemos un nuevo gobierno. Vuelva a ingresar en la clínica.

En ese momento lo recordé todo..., los gélidos corredores..., las paredes desnudas pintadas con pintura de aceite..., y a mí, arrastrándome como un perro con una pata rota... Espero alguna cosa... ¿Qué? ¿Un baño caliente...? No, una pequeña inyección de 0,05 de morfina. Una dosis que no provoca la muerte, es cierto... solamente... todo ese abatimiento, ese peso que continúa oprimiendo como antes... Las noches vacías, la camisa que yo mismo desgarré sobre mi cuerpo mientras suplicaba que me dejaran salir.

No. No. Han inventado la morfina, la han extraído de las cabecitas secas y crujientes de la planta divina, ¡pues entonces que encuentren el modo de curar a las personas sin hacerlas sufrir! Moví tozudamente la cabeza. En ese momento él se levantó y yo me lancé aterrado hacia la puerta. Tuve la impresión de que quería cerrarla con llave y retenerme a la fuerza en el hospital...

El profesor enrojeció.

—No soy un carcelero —dijo no sin cierta irritación—, y esto no es la Butyrka. Puede estar tranquilo. Hace dos semanas usted presumió de ser una persona completamente normal. Y he aquí que... —El profesor repitió expresivamente mi gesto de terror—. Pero no le detengo...

—Profesor, devuélvame la declaración que firmé. Se lo suplico. —Y mi voz incluso tembló lastimeramente.

—Con gusto.

Hizo girar la llave en el escritorio y me devolvió mi declaración (en la que me comprometía a seguir el tratamiento completo durante dos meses, aceptaba que podía ser retenido por los médicos de la clínica, etcétera. En suma, un formulario común y corriente).

Cogí el papel con mano temblorosa y lo escondí mientras murmuraba:

—Se lo agradezco.

Luego me puse en pie para marcharme. Y salí.

—¡Doctor Poliakov! —se oyó detrás de mí. Me volví, sujetándome al pomo de la puerta—. Escuche —dijo el profesor—, recapacite. Comprenda que de todos modos acabará en una clínica psiquiátrica, digamos que un poco más tarde... Además, para entonces su estado habrá empeorado notablemente. Hasta ahora le he tratado como a un médico. Pero más tarde se encontrará en un estado de absoluto desquiciamiento psíquico. Usted, querido, en realidad no debería siquiera ejercer la medicina y, quizá, incluso sea criminal no poner sobre aviso al personal de su lugar de trabajo.

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