Ella reaccionó de manera extraña ante mis disculpas. Se puso de rodillas, se apretó contra mis manos y dijo:
—No estoy enfadada con usted. No. Ahora sé que usted es un hombre acabado. Ahora ya lo sé. Y me maldigo por haberle puesto la inyección aquella vez.
La tranquilicé como pude, asegurándole que ella no tenía nada que ver en todo esto y que yo era responsable de mis actos. Le prometí que a partir del día siguiente comenzaría seriamente a deshabituarme, reduciendo la dosis.
—¿Cuánto se ha inyectado ahora?
—Una tontería. Tres jeringuillas de una solución al 1%.
Ella bajó la cabeza y permaneció en silencio.
—¡No se preocupe!
...En realidad comprendo su preocupación. Efectivamente el morphium hidrochloricumes algo terrible. La adicción a él se crea con mucha rapidez. Pero una afición moderada, ¿acaso es morfinismo...?
...A decir verdad, esa mujer es la única persona que me es realmente fiel. Y ella debería ser mi esposa. A la otra la he olvidado. La he olvidado. Después de todo, esto debo agradecérselo a la morfina...
8 de abril de 1917.
Esto es un martirio.
9 de abril.
La primavera es terrible.
El diablo en una ampolla. ¡La cocaína es el diablo en una ampolla!
Su efecto es el siguiente:
Tras una inyección de una solución al 2 % aparece, casi instantáneamente, una sensación de tranquilidad que de inmediato se convierte en éxtasis y beatitud. Esto dura sólo uno o dos minutos. Después todo desaparece sin dejar huellas, como si no hubiera existido. Llega el dolor, el terror, la oscuridad. Truena la primavera, pájaros negros vuelan entre las ramas desnudas; en lontananza el bosque intrincado, roto y oscuro se eleva hacia el cielo y detrás de él se inflama, ocupando una cuarta parte del cielo, el primer atardecer de la primavera.
Mido con pasos la solitaria y vacía habitación principal de mi apartamento de médico, caminando en diagonal de las puertas a la ventana y de la ventana a las puertas. ¿Cuántos de estos paseos puedo hacer? No más de quince o dieciséis. Luego tengo que volverme y dirigirme al dormitorio. La jeringuilla se encuentra sobre las gasas, junto a la ampolla. La tomo y, untando descuidadamente con yodo mi agujereada cadera, hundo la aguja en la piel. No hay ningún dolor. Oh, al contrario: saboreo por anticipado la euforia que está a punto de llegar. Y entonces llega. Lo sé porque los sonidos del acordeón —que el guardia Vlas, feliz por la llegada de la primavera, está tocando en el porche—, esos sonidos desgarrados y roncos que me llegan apagados a través del cristal, se convierten en voces angelicales y los bastos bajos de los pliegues hinchados del acordeón cantan como un coro celestial. Pero hay un instante en el que la cocaína que está en la sangre, obedeciendo una ley misteriosa no descrita en ningún tratado de farmacología, se transforma en algo nuevo. Yo lo sé: es la mezcla del diablo con mi sangre. Vlas se marchita en el porche, y yo le odio; el atardecer, retumbando intranquilo, me abrasa las entrañas. Y esto ocurre unas cuantas veces seguidas en el transcurso de la tarde, hasta que comprendo que estoy envenenado. El corazón comienza a latir de tal forma que lo siento en las manos, en las sienes..., pero luego cae en un abismo y hay momentos en que pienso que el doctor Poliakov no regresará más a la vida...
13 de abril.
Yo, el desdichado doctor Poliakov, que en febrero de este año enfermó de morfinismo, advierto a todos aquellos a quienes les toque mi misma suerte, que no traten de sustituir la morfina por cocaína. La cocaína es el veneno más terrible y pérfido. Ayer, Ana apenas logró reanimarme con alcanfor; hoy soy una especie de cadáver...
6 de mayo de 1917.
Hace mucho tiempo que no he escrito en mi diario. Es una lástima. En realidad no es un diario sino una historia clínica y, por lo visto, lo que siento es atracción profesional por el único amigo que tengo en el mundo (sin tener en cuenta a mi triste y a menudo llorosa amiga Ana).
Así pues, si he de llevar una historia clínica, aquí está: me inyecto morfina dos veces al día: a las cinco de la tarde (después de la comida) y a las doce de la noche, antes de dormir.
La solución es al 3%: dos jeringuillas. En consecuencia, recibo cada vez 0,06.
¡No es poco!
Mis anotaciones anteriores son un tanto histéricas. No hay nada particularmente aterrador. Esto no se refleja de ninguna manera en mi capacidad de trabajo. Al contrario: durante el día vivo de la inyección nocturna de la víspera. Realizo magníficamente las operaciones, soy irreprochablemente atento en las recetas y juro por mi palabra de médico que mi morfinismo no ha causado ningún daño a mis pacientes. Espero que en el futuro tampoco les cause. Pero es otra cosa lo que me atormenta. Constantemente tengo la sensación de que alguien descubrirá mi adicción. Y durante las horas de consulta me es muy difícil sentir en la espalda la pesada mirada escudriñadora de mi enfermero-asistente.
¡Absurdo! El no sospecha nada. No hay nada que me delate. Mis pupilas pueden delatarme sólo por la noche, y por la noche no me encuentro con él.
He remediado la espantosa disminución de la morfina en nuestra farmacia yendo a la capital del distrito. Pero también allí tuve que sufrir momentos desagradables. El jefe del almacén cogió mi pedido, en el que yo había anotado, precavidamente, toda clase de tonterías —como cafeína, de la cual tenemos grandes cantidades—, y me dijo:
—¿Cuarenta gramos de morfina?
Sentí que esquivaba su mirada, como un colegial. Sentí que enrojecía...
El me dijo:
—No tenemos una cantidad tan grande. Le daré unos diez gramos.
Era cierto que no tenía tanta morfina, pero a mí me pareció que ese hombre había descubierto mi secreto, que me tanteaba y me escudriñaba con la mirada; y yo me agitaba y sufría.
No, las pupilas; sólo las pupilas son peligrosas, y por eso me he impuesto como norma no encontrarme con nadie por las noches. Por cierto, habría sido imposible encontrar un lugar más adecuado para eso que mi distrito: hace más de seis meses que no he visto a nadie, con excepción de mis pacientes. Y a ellos les tengo sin cuidado.
18 de mayo.
Una noche asfixiante. Habrá tormenta. A lo lejos, detrás del bosque, el vientre negro de la tormenta crece y se hincha. Un relámpago pálido e inquietante atraviesa el cielo. La tormenta ha comenzado.
Tengo ante mis ojos un libro en el que se describen los síntomas de la abstinencia en los morfinómanos: