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Ana K. tiene miedo. La tranquilicé diciéndole que desde la niñez me he distinguido por una extraordinaria fuerza de voluntad.

2 de marzo.

Hay rumores de que algo grandioso ha ocurrido. Al parecer han derrocado a Nicolás II.

Me acuesto muy temprano. A eso de las nueve. Duermo maravillosamente bien.

10 de marzo.

Allí se está llevando a cabo una revolución. Los días se han vuelto más largos y los atardeceres, al parecer, más azulados.

Nunca había tenido sueños como los que ahora tengo al amanecer. Son sueños dobles.

Además, diría que el sueño principal es de cristal. Es transparente.

Y bien: veo unas candilejas increíblemente luminosas, desde las que se desprende una banda de luces multicolores. Amneris, agitando una pluma verde, canta.

La orquesta, absolutamente celestial, tiene una sonoridad extraordinaria. Aunque... es imposible transmitir todo esto con palabras. En suma: en un sueño normal, la música no tiene sonido... (¿En un sueño normal? ¡Habría que investigar primero qué sueño es más normal! En realidad estoy bromeando...). En un sueño normal no tiene sonido, y en cambio en mi sueño la música se oye de una manera verdaderamente celestial. Y lo más importante: yo puedo, según mi voluntad, hacer que la música suene con mayor o menor intensidad. Recuerdo que en Guerra y paz se describe cómo Petia Rostov, en duermevela, tuvo la misma sensación. ¡Lev Tolstoi es un escritor extraordinario!

Ahora a propósito de la transparencia: he aquí que a través de los colores de Aída que se difuminan, aparece de un modo absolutamente real el borde de mi escritorio que se ve desde la puerta del gabinete, la lámpara, el suelo reluciente, y a través de los sonidos de la orquesta del teatro Bolshói se dejan oír unos pasos claros, que pisan agradablemente, como unas castañuelas sordas.

Quiere decir que son las ocho: es Ana K. que viene a mi habitación para despertarme e informarme de lo que ocurre en la sala de recepción.

Ella no sospecha que no es necesario despertarme, que lo oigo todo y que puedo hablar con ella.

Ayer realicé un experimento que tiene que ver con esto:

Ana: Serguéi Vasílievich...

Yo: La escucho... (en voz baja a la música: «más fuerte»).

Música: Un gran acorde.

Re sostenido...

Ana: Se han apuntado veinte personas.

Amneris (canta).

Pero esto es algo que no se puede transmitir a través del papel.

¿Son nocivos estos sueños? Oh, no. Después de ellos me levanto fuerte y animoso. Y trabajo bien. Incluso siento interés, cosa que antes no me sucedía. Y no es de extrañar, ya que todos mis pensamientos estaban concentrados en mi ex esposa.

Pero ahora estoy tranquilo.

Estoy tranquilo.

19 de marzo.

Por la noche tuve una discusión con Ana K.

—No le prepararé más solución.

Intenté convencerla.

—Tonterías, Anusia. ¿Acaso soy un niño?

—No se la prepararé. Usted acabará por destruirse.

—Está bien, haga lo que quiera. ¡Pero comprenda que tengo horribles dolores en el pecho!

—Cúrese.

—¿Dónde?

—Tómese unas vacaciones. Nadie se cura con morfina. (Luego pensó un momento y añadió:) No me puedo perdonar el haberle preparado entonces la segunda ampolla.

—¿Acaso soy un morfinómano?

—Sí, usted se está convirtiendo en un morfinómano.

—¿De modo que no la preparará?

—No.

Entonces descubrí por primera vez en mí la desagradable capacidad de enfurecerme y, lo que es peor, de gritar a la gente incluso cuando no tengo razón.

Aunque... eso no ocurrió enseguida. Fui a mi dormitorio. Observé. En el fondo del frasco apenas se distinguía el sonido de algo líquido. Lo saqué con la jeringuilla: no había más de 1/4. Arrojé la jeringa, que estuvo a punto de romperse; comencé a temblar. La levanté con cuidado, la examiné: no tenía una sola rajadura. Permanecí en mi dormitorio cerca de veinte minutos. Cuando salí ella ya no estaba.

Se había marchado.

Imaginaos: no lo pude soportar y fui a verla. Llamé en la ventana iluminada del ala del edificio en donde ella vivía. Salió al pequeño porche, envuelta en un pañuelo. La noche era silenciosa, muy silenciosa. La nieve estaba porosa. En algún lugar lejano del cielo se sentía la primavera.

—Ana Kirílovna, sea usted amable y déme las llaves de la farmacia.

Ella susurró:

—No se las daré.

—Colega, sea usted amable y déme las llaves de la farmacia. Le hablo como médico.

En medio de la oscuridad vi que su rostro había cambiado: había palidecido mucho y sus ojos se habían vuelto más profundos, más hundidos, más oscuros. Ella me respondió con una voz que despertó la compasión en mi alma.

Pero de inmediato la cólera se apoderó nuevamente de mí.

Ella:

—¿Por qué, por qué me habla usted así? Ah, Serguéi Vasílievich, siento compasión por usted.

Entonces sacó los brazos de debajo del pañuelo y vi que tenía las llaves en la mano. Quiere decir que las había cogido cuando salió a abrirme.

Yo (con rudeza):

—¡Déme las llaves!

Y se las arrebaté de las manos.

Por una pasarela podrida y temblorosa me dirigí hacia el blanco edificio del hospital.

En mi alma hervía la cólera, sobre todo porque no tengo ni la menor idea de cómo preparar una solución de morfina para una inyección subcutánea. ¡Soy un médico, no una enfermera!

Caminaba y temblaba.

Oí cómo detrás de mí, como un perro fiel, caminaba ella. Sentí ternura, pero la asfixié. Me volví y, muy agresivamente, le dije:

—¿La preparará o no?

Ella hizo un gesto con la mano, como de resignación, «lo mismo da», y respondió en voz baja:

—Está bien, lo haré.

...Una hora más tarde ya me encontraba en un estado normal. Naturalmente le pedí disculpas por mi absurda rudeza. Yo mismo no entiendo cómo me pudo ocurrir eso. Antes yo era una persona cortés.

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