21 de enero.
Tormenta de nieve. Nada.
25 de enero.
Qué puesta de sol tan luminosa. Migrenin: una mezcla de antipirina, cafeína y ácido cítrico.
En polvo, en dosis de 1,0... ¿se puede en dosis de 1,0...? Sí, se puede.
3 de febrero.
Hoy he recibido los periódicos de la semana pasada. No los he leído, pero de todas formas he tenido ganas de mirar la sección teatral. Ponían Aída la semana pasada. Quiere decir que ella salía a escena y cantaba: «Mío caro amico, vieni da me...»
Tiene una voz extraordinaria y es extraño que una voz tan clara y tan imponente haya sido dada a un alma tan oscura...
(Aquí hay una interrupción. Han sido arrancadas dos o tres páginas.)
...por supuesto que no es digno, doctor Poliakov. ¡Es propio del comportamiento estúpido de un colegial lanzarse con insultos de carretero sobre una mujer porque se ha marchado! No quería vivir contigo y se marchó. Y basta. Así de sencillo es. Una cantante de ópera se juntó con un joven médico, vivió con él un año y luego se marchó.
¿Matarla? ¿Matar? Ah, cuán estúpido, cuán vacío es todo esto. ¡No hay esperanza!
No quiero pensar. No quiero...
11 de febrero.
No hay más que tormentas de nieve, una tras otra... ¡La nieve acabará por enterrarme! Paso las noches enteras solo, solo. Enciendo la lámpara y me siento. Durante el día aún veo a algunas personas. Pero trabajo de una manera mecánica. Me he habituado. El trabajo no es tan terrible como pensaba en un principio. Por lo demás, me ha ayudado mucho el hospital en la guerra. He llegado aquí con un mínimo de experiencia.
Hoy he realizado por primera vez una operación de cambio de posición del feto.
Y bien, tres personas están sepultadas aquí, bajo la nieve: Ana Kirílovna —la enfermera-comadrona—, el enfermero y yo. El enfermero está casado. Ellos (el personal de enfermería) habitan un ala de la casa. Y yo vivo solo.
15 de febrero.
Ayer por la noche ocurrió algo curioso. Me disponía a acostarme, cuando de pronto sentí dolores en la región del estómago. ¡Pero qué dolores! Un sudor frío me bañó la frente. Debo señalar que nuestra medicina es una ciencia dudosa. ¿Por qué una persona que no padece ninguna enfermedad gástrica o intestinal (apendicitis, por ejemplo), cuyo hígado y riñones están en un estado óptimo, cuyo intestino funciona de una manera completamente normal, puede padecer por la noche dolores tan agudos que le hacen revolcarse en la cama?
Gimiendo, logré llegar hasta la cocina, en donde duerme la cocinera con su marido, Vlas. Envié a Vlas a buscar a Ana Kirílovna. Ella vino en plena noche y tuvo que ponerme una inyección de morfina. Dijo que estaba completamente verde. ¿Por qué?
No me gusta nuestro enfermero. Es hosco. Por el contrario, Ana Kirílovna es una persona encantadora y culta. Me asombra que una mujer que no es vieja pueda vivir en la más completa soledad en este ataúd de nieve. A su marido le han hecho prisionero los alemanes.
No puedo dejar de alabar a quien por primera vez extrajo la morfina de las cabecitas de las amapolas. Es un verdadero benefactor de la humanidad. Sólo siete minutos después de la inyección cesaron los dolores. Es interesante: los dolores eran continuos, sin ninguna pausa, de modo que yo, literalmente, me asfixiaba. Era como si me hubieran metido en el estómago un hierro al rojo vivo y lo hicieran girar. Unos cuatro minutos después de la inyección comencé a diferenciar las ondas del dolor:
Sería fantástico que el médico tuviera la posibilidad de experimentar en sí mismo diversas medicinas. Comprendería la acción de los medicamentos de un modo muy distinto. Después de la inyección —por primera vez en los últimos meses— dormí bien y profundamente, sin pensar en ella, en quien me había engañado.
16 de febrero.
Hoy Ana Kirílovna, durante la consulta, se ha interesado por cómo me sentía y ha dicho que por primera vez en todo este tiempo no me veía sombrío.
—¿Acaso soy una persona sombría?
—Muy sombría —respondió ella, y añadió que le asombraba mi continuo silencio.
—Así soy.
Pero es mentira. Yo era una persona llena de alegría de vivir, hasta antes de mi drama familiar.
Oscurece temprano. Estoy solo en mi apartamento. Por la noche nuevamente ha llegado el dolor, pero no fuerte, sino como una especie de sombra del dolor de ayer, en algún lugar detrás del esternón. Temiendo que se repitiera el ataque de la víspera, yo mismo me he inyectado en la cadera un centigramo.
El dolor ha cesado casi de inmediato. Menos mal que Ana Kirílovna me había dejado una ampolla.
18 de febrero.
Cuatro inyecciones: no es algo tan terrible.
25 de febrero.
¡Ana Kirílovna es una excéntrica! Como si yo no fuera médico. ¿Una jeringuilla y media = 0,015 de morfina? Sí.
1 de marzo.
¡Doctor Poliakov, tenga cuidado!
Tonterías.
Es el anochecer.
Hace ya quince días que no he pensado, ni una sola vez, en la mujer que me ha engañado. La melodía de su papel de Amneris me ha abandonado. Estoy muy orgulloso de esto. Soy un hombre.
Ana K. se ha convertido en mi esposa secreta. No podía ser de otra manera. Estamos encerrados en una isla desierta.
La nieve ha cambiado de aspecto y se ha vuelto, al parecer, más gris. Ya no hace aquel frío terrible, pero de tiempo en tiempo aún se desencadenan tormentas de nieve...
El primer minuto: una sensación de que algo roza el cuello. Ese roce se vuelve cálido y se extiende. En el segundo minuto una onda fría atraviesa repentinamente la cavidad estomacal e inmediatamente después comienza una extraordinaria lucidez en las ideas y se produce un estallido de la capacidad de trabajo. Todas las sensaciones desagradables desaparecen. Es el punto más alto de la expresión de la fuerza espiritual del hombre. Si yo no estuviera maleado por mi formación de médico, afirmaría que normalmente el ser humano sólo puede trabajar después de una inyección de morfina. En realidad: ¡para qué sirve el ser humano, si la más insignificante neuralgia pude hacerle perder completamente el equilibrio espiritual!