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—¿Po-lia-kov? ¡No puede ser! ¡¿Poliakov?!

—No sé cómo se llama.

—Vaya historia... Ahora mismo voy, ahora mismo. Usted corra a buscar al médico en jefe. Despiértelo enseguida. Dígale que le necesito urgentemente en la sala de recepción.

La enfermera se marchó rápidamente y la mancha blanca desapareció de mi vista.

Dos minutos más tarde, en el porche de mi casa, una fiera tormenta de nieve, seca y punzante, me golpeó en las mejillas, hinchó los faldones de mi abrigo y heló mi cuerpo asustado.

En las ventanas de la sala de recepción ardía una luz blanca e inquieta. En el porche, en medio de una nube de nieve, me encontré con el médico en jefe que se dirigía rápidamente al mismo lugar que yo.

—¿Es su amigo? ¿Poliakov? —preguntó el cirujano, tosiendo.

—No comprendo nada. Por lo visto es él —contesté, y entramos deprisa en la sala de recepción.

Una mujer envuelta se levantó de uno de los bancos y vino a nuestro encuentro. Dos ojos conocidos me miraban llenos de llanto desde debajo del borde del pañuelo color castaño. Reconocí a Maria Vlásievna, la comadrona de Gorelovo, mi fiel ayudante durante los partos en aquel hospital.

—¿Poliakov? —pregunté.

—Sí —contestó Maria Vlásievna—, es terrible, doctor; he venido temblando todo el camino, temía que no llegase vivo...

—¿Cuándo?

—Hoy, al amanecer —murmuró Maria Vlásievna—, llegó corriendo el guardia y dijo: «Ha habido un disparo en el apartamento del doctor...»

El doctor Poliakov yacía bajo la lámpara, que arrojaba una luz deficiente e inquietante; desde la primera mirada a las inanimadas, casi pétreas, suelas de sus botas de fieltro, el corazón, como de costumbre, me dio un vuelco.

Le habían quitado la gorra dejando así a la vista los cabellos pegados y húmedos. Mis manos, las manos de la enfermera y las manos de Maria Vlásievna aparecieron en distintos lugares sobre Poliakov, y una gasa blanca, con manchas amarillo-rojizas que se iban extendiendo, salió de debajo del abrigo. El pecho de Poliakov apenas se levantaba. Le tomé el pulso y me estremecí: el pulso desaparecía debajo de mis dedos, iba y venía como ligado a un hilo con nudos, frecuentes y débiles. La mano del cirujano ya se extendía hacia el hombro de aquel cuerpo pálido, y lo tomaba con una pinza para inyectarle alcanfor. En ese momento el herido despegó los labios haciendo aparecer en ellos una franja rosada y sanguinolenta. Moviendo apenas sus azulados labios dijo débil y secamente:

—Deje el alcanfor. Al diablo.

—¡Silencio! —le contestó el cirujano, e inyectó el aceite amarillo bajo la piel.

—Seguramente el pericardio ha sufrido una lesión —susurró Maria Vlásievna; se sujetó con firmeza al borde de la mesa y comenzó a observar los párpados del herido, que parecían ser infinitos. Sus ojos estaban cerrados. Sombras de un tono gris violáceo, como las del ocaso, comenzaron a aparecer cada vez con mayor claridad en los contornos de la nariz; y un sudor fino, parecido al mercurio, apareció como si fuera el rocío de aquellas sombras.

—¿Un revólver? —preguntó el cirujano, contrayendo una mejilla.

—Un Browning —balbuceó Maria Vlásievna.

—Eh-eh —dijo de pronto el cirujano, casi con rabia y despecho. Hizo un gesto de renuncia con la mano y se alejó.

Yo me volví asustado hacia él, sin comprender. Dos ojos aparecieron detrás de su hombro: había llegado otro médico.

De pronto Poliakov torció la boca como una persona adormilada que intenta alejar una mosca impertinente; luego, su mandíbula inferior comenzó a moverse, como si el herido se estuviera asfixiando con un nudo y quisiera tragárselo. ¡Ah, quien haya visto malas heridas de revólver o de fusil conocerá esos movimientos! Maria Vlásievna hizo un gesto de dolor y suspiró.

—El doctor Bomgard —dijo Poliakov en tono apenas audible.

—Aquí estoy —susurré yo, y mi voz sonó con ternura junto a sus labios.

—El cuaderno es para usted... —replicó Poliakov con una voz ronca y cada vez más débil.

En ese momento abrió los ojos y los levantó hacia el triste techo de la sala que se perdía en la oscuridad. Las oscuras pupilas parecieron llenarse de una luz interior, el blanco de los ojos pareció volverse transparente, azulado. Los ojos se detuvieron en lo alto, después se enturbiaron y perdieron esa belleza fugaz.

El doctor Poliakov había muerto.

Es de noche. Cerca del amanecer. La lámpara brilla con enorme claridad, porque la ciudad duerme y hay mucha corriente eléctrica. Todo está en silencio y el cuerpo de Poliakov se encuentra en la capilla. Es de noche.

Sobre la mesa, ante mis ojos irritados por la lectura, yacen un sobre abierto y una hoja de papel. En ella está escrito:

«¡Querido compañero!

No le esperaré. He renunciado a curarme. No hay esperanza. Tampoco quiero seguir sufriendo. Ya he tenido suficiente. Quiero prevenir a los otros para que tengan cuidado con los cristales blancos que se disuelven en veinticinco partes de agua. He confiado demasiado en ellos y me han destruido. Le regalo mi diario. Usted siempre me ha parecido una persona ávida de saber y amante de los documentos humanos. Si le interesa, lea la historia de mi enfermedad.

Adiós. Suyo, S. POLIAKOV.»

Un añadido escrito con grandes letras:

«Que no se culpe a nadie de mi muerte.

El doctor SERGUÉI POLIAKOV. 13 de febrero de 1918.»

Junto a la carta del suicida había un cuaderno común y corriente, con la cubierta negra. La primera mitad de sus páginas había sido arrancada. En la mitad restante había anotaciones cortas. Las del principio estaban escritas con lápiz o tinta y una caligrafía clara y pequeña. Las del final, con lápiz de tinta o un grueso lápiz rojo, y una caligrafía descuidada, llena de saltos y de abreviaciones.

IV

...7, [1]20 de enero

... y estoy muy contento. Gracias a Dios: cuanto más alejado mejor. No puedo ver a la gente y aquí no veré a nadie, excepto a los campesinos enfermos. Pero ellos no agravarán en modo alguno mi herida. Por cierto, también otros han sido enviados a distritos campesinos en nada distintos del mío. Toda mi promoción, que no debía ser llamada a filas (los reservistas de segunda clase, de la promoción de 1916), fue distribuida por los zemstvo [2] . Aunque en realidad eso no interesa a nadie. En cuanto a mis amigos, sólo he tenido noticias de Ivánov y de Bomgard. Ivánov escogió la provincia de Arjánguelsk (cuestión de gustos), y Bomgard, según me dijo la enfermera, trabaja en Gorelovo, un distrito alejado, similar al mío, a tres distritos de distancia de aquí. Quería escribirle, pero he cambiado de opinión. No deseo ver ni oír a nadie.

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