En nombre de nuestra amistad y de nuestros años en la universidad, le ruego que venga lo más rápidamente posible. Aunque sea por un día. Aunque sólo sea por una hora. Si usted me dice que estoy desahuciado, le creeré... ¿Pero quizá aún puedo salvarme...? ¡Sí, quizá aún pueda salvarme...? ¿Habrá alguna esperanza para mí? Le pido que no comunique a nadie el contenido de esta carta.»
—¡Maria! Vaya ahora mismo a la recepción y haga que venga la enfermera de guardia... ¿Cómo se llama...? Lo he olvidado... En una palabra, la enfermera de guardia que hace poco me ha traído una carta. ¡Apresúrese!
—Enseguida.
Minutos más tarde la enfermera estaba de pie delante de mí mientras la nieve se derretía sobre la piel pelada que servía de cuello a su abrigo.
—¿Quién ha traído la carta?
—No lo sé. Un tipo con barba. Uno de la cooperativa. Ha dicho que venía a la ciudad.
—Hmm..., está bien, retírese. ¡No! Espere. Voy a escribir una nota para el médico en jefe; entréguesela por favor y tráigame la respuesta.
—Bien.
He aquí el texto de mi nota para el médico en jefe:
«13 de febrero de 1918.
Estimado Pável Ilariónovich. Acabo de recibir una carta del doctor Poliakov, mi compañero de estudios universitarios. Está completamente solo en Gorelovo, mi antiguo distrito. Por lo visto ha enfermado gravemente.
Considero mi deber ir a verle. Si usted me otorga el permiso, mañana dejaré mi sección a cargo del doctor Rodóvich e iré a ver a Poliakov. Está completamente desamparado.
Con mis mayores respetos,
DR. BOMGARD.»
La respuesta del médico en jefe:
«Estimado Vladímir Mijáilovich, puede marcharse.
PETROV.»
Pasé la noche estudiando una guía de ferrocarriles. El único modo de llegar a Gorelovo era éste: salir al día siguiente a las dos de la tarde en el tren-correo que venía de Moscú, recorrer treinta verstas en ferrocarril, bajar en la estación N, y de allí viajar veintidós verstas en trineo hasta el hospital de Gorelovo.
«Con suerte estaré en Gorelovo mañana por la noche —pensaba yo, acostado en mi cama—. ¿De qué habrá enfermado? ¿Tifus? ¿Pulmonía? No, ni lo uno ni lo otro... En ese caso habría escrito sencillamente: «He enfermado de pulmonía.» Y la carta es confusa, incluso algo falsa... «Padezco una grave... y terrible enfermedad...» ¿Cuál? ¿Sífilis? Sí, indudablemente es sífilis y está horrorizado..., lo oculta..., tiene miedo... Pero me gustaría saber de qué caballos podré disponer para ir desde la estación de ferrocarril hasta Gorelovo. Sería un muy mal asunto llegar al anochecer a la estación y no tener en qué continuar el viaje... No. Encontraré un medio. En la estación encontraré a alguien que tenga caballos. ¿Mandarle un telegrama para que envíe los caballos? ¡No tiene sentido! El telegrama llegará un día después que yo... No puede llegar volando hasta Gorelovo. Se quedará en la estación hasta que encuentren con quién enviarlo. Conozco ese Gorelovo. ¡Oh, qué lugar tan alejado de la mano de Dios!»
La carta escrita en el formulario estaba sobre la mesita de noche, dentro del círculo de luz que proyectaba la lámpara, y junto a la carta se encontraba el compañero de mi exasperante insomnio: el cenicero poblado de colillas. Yo daba vueltas en la sábana arrugada y el enojo nacía en mi alma. Aquella carta comenzaba a irritarme.
«Pero veamos: si no se trata de algo grave sino de, supongamos, sífilis, entonces ¿por qué no viene él aquí? ¿Por qué tengo que ir yo, en medio de la tormenta de nieve, a verle? ¿Acaso en una noche podré curarlo del Lúes? ¿O es un cáncer de esófago? Pero no, ¡no puede haber ningún cáncer! Es dos años menor que yo. Tiene veinticinco años... "Padezco una grave..." ¿Sarcoma? Es una carta absurda, histérica. Una carta capaz de producir migraña a quien la recibe... Y hela aquí, la migraña. Me estira las venas en la sien... Mañana por la mañana me despertaré y el dolor pasará de las sienes a la cabeza, me paralizará la mitad de ella y por la noche deberé tomar piramidón con cafeína. ¡Fantástico viajar en trineo con el piramidón! Mañana tendré que pedir al enfermero la pelliza de viaje, de lo contrario, sólo con mi abrigo, me moriré de frío... ¿Qué le ocurrirá...? "¿Habrá alguna esperanza...?" ¡Así se escriben las novelas y no las cartas serias de un médico...! Debo dormir, dormir... No debo pensar más en esto. Mañana se aclarará todo... Mañana.»
Giré el interruptor e inmediatamente la oscuridad devoró la habitación.
«Dormir... Las sienes me duelen... Pero no tengo derecho a enfadarme con una persona por una carta absurda sin saber todavía qué le sucede. Esa persona sufre a su manera y le escribe a otro. Lo hace como puede, como cree que debe hacerlo... Es indigno, debido a la intranquilidad o a la migraña, denigrarle, aunque sólo sea mentalmente. Quizá no sea una carta falsa ni novelesca. No he visto a Seriozha Poliakov en dos años, pero le recuerdo perfectamente. Siempre fue un hombre muy sensato... Sí. Quiere decir que ha ocurrido alguna desgracia... Las sienes me duelen menos...
»Por lo visto ya llega el sueño. ¿En qué consiste el mecanismo del sueño...? Lo he leído en el manual de fisiología... pero es un asunto oscuro... No entiendo lo que significa el sueño... ¡¿Cómo se quedan dormidas las células del cerebro?! No lo entiendo, lo digo en secreto. Por alguna razón estoy convencido de que el autor mismo de ese manual tampoco estaba firmemente convencido... Una teoría vale lo mismo que otra... Veo a Seriozha Poliakov con un uniforme verde de botones dorados, está inclinado sobre una mesa de zinc, en la mesa yace un cadáver...
»Hmm, sí... pero esto es un sueño...»
III
Toe, toe... Bum, bum, bum... Aja... ¿Quién? ¿Quién? ¿Qué pasa...? Ah, llaman. ¡Oh, diablos, están llamando... ¿Dónde estoy? ¿Qué hago...? ¿De qué se trata? Ah, sí, estoy en mi cama... Pero ¿por qué me despiertan? Tienen derecho a hacerlo, puesto que soy el médico de guardia. Despierte, doctor Bomgard. Maria, en chanclos, se dirige hacia la puerta para abrirla. ¿Qué hora es? Las doce y media... Es de noche. Quiere decir que he dormido apenas una hora. ¿Y la migraña? Presente. ¡Aquí está!
Llamaron suavemente a la puerta.
—¿Qué ocurre?
Entreabrí la puerta que daba al comedor. El rostro de la enfermera me miraba desde la oscuridad y me di cuenta enseguida de que estaba pálida. Tenía los ojos muy abiertos y alarmados.
—¿A quién han traído?
—Al médico del distrito de Gorelovo —contestó la enfermera con voz fuerte y ronca—, se ha pegado un tiro.