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Las enfermeras corrían, atendían...

Mi alma se había librado de una pesada carga. Ya no llevaba sobre mis espaldas la responsabilidad fatal por todo lo que ocurriera en el mundo. No era el culpable de una hernia estrangulada, no me estremecía cuando llegaba un trineo trayendo a una parturienta con el niño en posición transversal, las pleuritis purulentas que necesitaban ser operadas inmediatamente ya no tenían que ver conmigo... Por primera vez me sentía un ser humano, cuya responsabilidad tenía unos límites bien determinados. ¿Un parto? Por favor, allí tenéis ese pabellón y allí la ventana del extremo cubierta por gasa blanca. Dentro está un ginecólogo, gordo y simpático, con bigote rojizo y calvo. Es cosa de él. ¡Trineo, gira hacia la ventana de la gasa! ¿Una fractura múltiple? El cirujano principal. ¿Una pulmonía? A la sección de terapia, a ver a Pável Vladímirovich.

¡Oh, era la máquina majestuosa de un gran hospital en su funcionamiento armonioso, como si estuviera perfectamente lubricado! Yo entré en aquel aparato como un tornillo en una rosca previamente preparada, y me hice cargo de la sección pediátrica. La difteria y la escarlatina me absorbieron, se apoderaron de mis días. Pero no solamente de los días. Comencé a dormir por las noches, porque ya no se oía, bajo mi ventana, aquel siniestro golpe nocturno que me obligaba a levantarme y me llevaba a la oscuridad, al peligro y a lo ineludible. Durante las noches comencé a leer textos sobre la escarlatina y la difteria, por supuesto, y después, no sé por qué, con un extraño interés, a Fenimore Cooper, y aprecié en lo debido la lámpara sobre la mesa, los trozos de carbón en la bandeja del samovar, el té que se enfriaba y el sueño, después de un año y medio de insomnio...

Así pues, durante el invierno de 1917, después de haber sido trasladado de un lugar perdido entre las tormentas de nieve a la capital del distrito, fui feliz.

II

Pasó rápidamente un mes, después un segundo y luego un tercero; terminó el año 1917 y pasó volando febrero de 1918. Me había acostumbrado a mi nueva situación y poco a poco comencé a olvidar aquel lejano distrito en donde había estado. Se borró de mi memoria la lámpara verde con el petróleo que silbaba, la soledad, los montones de nieve... ¡Desagradecido! Había olvidado mi antiguo puesto de combate, desde donde yo solo, sin apoyo de ninguna clase, había luchado contra las enfermedades, con mis propias fuerzas, a semejanza de un héroe de Fenimore Cooper que logra salir adelante en las situaciones más inverosímiles.

En ocasiones, es verdad, cuando me acostaba en mi cama, pensando con placer en que pronto me quedaría dormido, algunos fragmentos atravesaban mi mente cada vez más obnubilada. La lamparita verde, la luz parpadeante del farol..., el chirrido de los trineos..., un corto gemido, luego las tinieblas, el aullido sordo de la tormenta en los campos... Después, todo se caía y desaparecía...

«¿Quién estará ocupando ahora el lugar que yo tenía...? Seguramente debe haber alguien... Algún médico joven como yo... Pero yo ya he cumplido con lo que me tocaba. Febrero, marzo, abril..., digamos mayo y habrá terminado mi práctica. Eso quiere decir que a finales de mayo me despediré de esta mi espléndida ciudad y volveré a Moscú. Y si la revolución me toma en su ala, es probable que tenga que seguir viajando... En todo caso, nunca más, en toda mi vida, veré de nuevo mi distrito... Nunca más... La capital... El hospital... El asfalto... Las luces...»

Así pensaba yo.

«...Pero de todas formas fue bueno haber vivido en ese distrito... Me he convertido en un hombre audaz... No tengo miedo... ¿¡Qué no habré curado!? ¡En serio! ¡Ah...! Bueno, no curé enfermedades mentales... Seguramente no... Pero permitidme... El agrónomo aquel se había vuelto un borracho perdido... Yo le traté, sí, pero con muy poco éxito... Delirium tremens... ¿Acaso no es una enfermedad mental...? Debería leer algún manual de psiquiatría... Bah, al diablo con ella... Ya lo leeré en el futuro, algún día, en Moscú... Ahora en primer lugar están las enfermedades infantiles... y especialmente esta terrible farmacología pediátrica... Diablos... Si un niño tiene diez años, por ejemplo, ¿cuánto piramidol se le puede dar en cada toma? ¿0,1 o 0,15...? Lo he olvidado. ¿Y si tiene tres años...? Sí, sólo las enfermedades infantiles... Y nada más... ¡Ya basta de casos extraordinarios! ¡Adiós, distrito mío...! ¿Pero por qué esta noche me viene con tanta insistencia el distrito a la cabeza...? La luz verde... Pero si ése ya es un capítulo concluido para siempre... Basta... Ahora debo dormir...»

—Aquí tiene una carta. La ha traído alguien que venía a la ciudad.

—Démela.

La enfermera estaba de pie en el recibidor. Llevaba un abrigo con un cuello de piel pelado, puesto encima de la bata blanca con el sello. En el sobre azul y barato se derretía la nieve.

—¿Hoy está usted de guardia en la recepción? —pregunté bostezando.

—Sí.

—¿No hay nadie?

—No, nadie.

—Si es que... (el bostezo me desfiguraba la boca y por eso pronunciaba las palabras con descuido) traen a alguien... hágamelo saber aquí... Me acostaré a dormir un rato.

—Está bien. ¿Puedo retirarme?

—Sí, sí. Váyase.

La enfermera se marchó. La puerta rechinó y yo, arrastrando los chanclos, me dirigí hacia el dormitorio, mientras por el camino rompía con los dedos, descuidada y transversalmente, el sobre.

Dentro había un formulario alargado y arrugado, con el sello azul de mi distrito, de mi antiguo hospital... Un formulario inolvidable...

Sonreí.

«Es curioso..., toda la noche he estado pensando en el distrito y he aquí que él mismo se presenta ante mí... Un presentimiento...»

Bajo el sello, estaba escrita con lápiz de tinta una receta. Palabras latinas, indescifrables, tachadas...

«No comprendo nada... Una receta confusa... —me dije, y me detuve en la palabra «morphini...»—. ¡Hay algo raro en esta receta...! Ah, sí... ¡Una solución al cuatro por ciento! ¿Pero quién ha podido recetar morfina en una solución al cuatro por ciento...? ¿Y para qué?»

Di la vuelta a la hoja y mis bostezos cesaron inmediatamente. En el reverso, con una caligrafía insegura y muy espaciada, estaba escrito con tinta:

«11 de febrero de 1918.

¡Querido collega!

Discúlpeme por escribirle en un trozo de papel. No tenía otras hojas a mi alcance. Padezco una grave y terrible enfermedad. No hay nadie que pueda ayudarme y yo no quiero pedir ayuda a nadie que no sea usted.

Desde hace casi dos meses me encuentro en este distrito, que antes fue el suyo, y sé que usted está en la ciudad, relativamente cerca de mí.

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