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—Sí —respondió meditabundo el enfermero, evidentemente sin saber qué decir—, es algo nunca visto.

—¿Que lo operen en la ciudad? —preguntó la campesina con horror—. No lo permitiré.

El asunto terminó con que la mujer se llevó a su niño sin permitir que le tocaran el ojo.

Durante dos días estuve rompiéndome la cabeza, me encogía de hombros, hurgaba en la biblioteca, miraba ilustraciones que representaban a niños con ampollas emergiendo en lugar de ojos... Diablos.

Dos días más tarde me había olvidado del chiquillo.

* * *

Transcurrió una semana.

—¡Ana Zhújova! —grité.

Entró una alegre campesina con un niño en brazos.

—¿De qué se trata? —pregunté como de costumbre.

—El costado me duele, no puedo respirar —comunicó la campesina, y por alguna razón sonrió burlonamente.

El sonido de su voz me hizo estremecer.

—¿No me reconoce? —preguntó la campesina con tono burlón.

—Espera..., espera..., sí... Espera... ¿Este es el mismo niño?

—El mismo. ¿Recuerda, señor doctor, que usted dijo que no había ojo y que era necesario operar para...?

Me quedé atontado. La campesina me miraba con aire victorioso, la risa jugueteaba en sus ojos.

El niño estaba sentado tranquilo en sus brazos y miraba el mundo con sus ojos castaños. No había ni rastro del tumor amarillo.

«Esto es brujería...», pensé desconcertado.

Después, cuando me hube recobrado un poco, tiré cuidadosamente el párpado hacia atrás. El niño lloriqueó, trató de girar la cabeza, pero de todas formas pude ver... una pequeñísima cicatriz en la mucosa... Vaya...

—En cuanto salimos de aquí la otra vez... se reventó...

—No hace falta que me cuentes nada, mujer —dije yo confundido—, lo he comprendido ya...

—Y usted decía que no tenía ojo... Pues le ha salido uno. —Y la campesina rió burlonamente.

«Lo he comprendido, ¡que el diablo me lleve...! Un enorme absceso se había desarrollado en el párpado inferior, y había hecho a un lado el ojo, lo había cubierto completamente... y cuando se reventó, la pus salió... y todo quedó en su lugar...»

* * *

No. Nunca, ni siquiera cuando esté quedándome dormido, murmuraré con orgullo que nada me puede asombrar. No. Ha transcurrido un año, y pasará otro y será tan rico en sorpresas como el primero... Eso significa que hay que aprender con humildad.

1926

Morfina

I

Las personas inteligentes han observado desde hace tiempo que la felicidad es como la salud: cuando la tienes, no la percibes. Pero, cuando pasan los años, cómo recuerdas la felicidad, ¡oh, cómo la recuerdas!

En lo que a mí se refiere, sólo ahora me doy cuenta de que en el invierno de 1917 fui feliz. ¡Un año inolvidable, impetuoso, acosado por las tormentas de nieve!

La tormenta que había comenzado me atrapó, como a un trozo de periódico roto, y me transportó de un lugar perdido a la capital de distrito. ¡Vaya gran cosa, diréis vosotros, la capital de un distrito! Pero si alguien hubiera pasado un año y medio —como lo hice yo— en medio de la nieve en invierno y de los severos y pobres bosques durante el verano sin ausentarse ni un solo día, si alguien hubiera roto la tira de papel que envolvía el periódico de la semana anterior con fuertes latidos del corazón como un amante feliz rompe un sobre azul, si alguien hubiera recorrido, para atender un parto, dieciocho verstas en un trineo tirado por caballos que marchan en fila india, si alguien hubiera hecho todo esto, supongo que me comprendería.

La lámpara de petróleo es comodísima, ¡pero yo prefiero la electricidad!

¡Así pues, finalmente vi de nuevo las seductoras lámparas eléctricas! La calle principal de la pequeña ciudad, perfectamente aplanada por los trineos de los campesinos, era una calle en la que, para delicia de los ojos, colgaban: un rótulo con unas botas, un bollo dorado, algunas banderas rojas, la imagen de un hombre joven de porcinos y desvergonzados ojillos y un peinado absolutamente inverosímil, lo que significaba que detrás de las puertas de cristal de aquel establecimiento se encontraba el Basil local, dispuesto, por treinta kopeks, a afeitarle a uno en cualquier momento excepto los días de fiesta, que tanto abundan en mi país.

Aún ahora me estremezco al recordar los paños de Basil, esos paños que con insistencia, a pesar de mi voluntad, me traían a la mente aquella página de un manual alemán de enfermedades de la piel en la que, con convincente claridad, estaba representado un chancro en la barbilla de un ciudadano.

¡Pero ni esos paños pueden ensombrecer mis recuerdos!

En una esquina había un policía de carne y hueso, en una vitrina empolvada se veían confusamente hojas de metal llenas de apretadas filas de pastelillos recubiertos de una crema rojiza, el heno cubría la plaza., las personas iban a pie o en trineos y conversaban, en un quiosco vendían periódicos moscovitas del día anterior con noticias sensacionales, cerca de allí silbaban los trenes que llegaban de Moscú. En una palabra, era la civilización, Babilonia, la Perspectiva Nevski.

Ni siquiera es necesario hablar del hospital. En él había secciones de cirugía, terapia, enfermedades infecciosas, obstetricia. Había una sala de operaciones en la que brillaba el autoclave y los grifos emitían destellos plateados; las mesas mostraban sus ingeniosas patas, dientes y tornillos. En el hospital había un médico principal, tres internos (aparte de mí), enfermeros, comadronas, enfermeras, una farmacia y un laboratorio. ¡Un laboratorio, imaginaos! Con un microscopio Zeiss y una magnífica reserva de tintes.

Yo temblaba y me quedaba helado bajo el peso de todas aquellas impresiones. Pasaron no pocos días antes de que me acostumbrara a que durante los crepúsculos de diciembre los pabellones del hospital se llenaran de luz eléctrica como si obedecieran una orden.

La luz me había cegado. En las bañeras el agua se agitaba y retumbaba y sucios termómetros de madera se hundían y flotaban en ellas. En la sección pediátrica de enfermedades contagiosas, todo el día estallaban gemidos, se escuchaba un llanto débil y conmovedor, un ronco gorgoteo...

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