Había allí veintidós de aquellos lazos. En cuatro de ellos encontramos animales muertos: tres hembras y un macho. Los coreanos arrastraron a un lado los cadáveres de las hembras, abandonándolas como pasto para las cornejas. Les pregunté por qué arrojaban así los animales atrapados. Los tramperos me explicaron que sólo los machos facilitaban el almizcle precioso, vendido a los mercaderes chinos por tres rublos la pieza. En cuanto a la carne, la del macho iba a bastarles. Uno de estos hombres me dijo que ellos atrapaban cada invierno hasta ciento veinticinco almizcleros, constituyendo las hembras las tres cuartas partes de esa cantidad.
Las selvas, compuestas exclusivamente de coníferas, dieron lugar poco a poco a árboles tales como álamos, olmos, abedules, tiemblos (álamos temblones), encinas y mimbres. En la montaña, las diversas especies de abetos fueron reemplazadas por magníficos bosques de cedros.
En el curso de la jornada, pudimos franquear alrededor de cuarenta kilómetros. El crepúsculo acababa de caer cuando los soldados descubrieron una cabaña indígena, solitaria, situada al borde de un brazo del río. El humo que salía por una abertura del techo, indicaba la presencia de seres humanos. Cantidad de pescado se secaba sobre caballetes colocados al lado de la cabaña. Esta estaba construida de raíces de cedro y recubierta de hierbas secas; un trenzado de corteza de abedul hacía de cortina delante de la puerta de entrada. Sobre la orilla, se encontraban dos embarcaciones volcadas del revés; una, bastante grande, con una original proa en forma de copa, y la otra, muy ligera, cuya proa, lo mismo que la popa, se terminaba en punta. En ruso, esta última clase de embarcación, se llama omorotchka [25].
Al acercarnos, dos perros se pusieron a ladrar. Viendo salir de la cabaña una especie de antropoide, creí primero que era un muchacho. Pero el anillo característico que adornaba su nariz me hizo comprender que tenía delante de mí a una mujer. Con la talla de una jovencita de doce años, llevaba una camisa de cuero que le descendía hasta las rodillas, un calzón de piel de reno teñida, rodilleras bordadas en tonos diversos, calzado siberiano adornado y, finalmente, manguitos de bordados multicolores, bastante pintorescos. Su cabeza estaba cubierta de un velo blanco.
Asombrada, esta mujer nos miró, sin poder ocultar su ansiedad repentina. ¿Quiénes eran aquellos rusos que se aventuraban hasta su país? ¡Gentes de bien no hubieran venido! Tomándonos por tcheldones [26]se retiró en seguida a su cabaña. Para disipar las dudas de esta indígena, Dersu le dirigió la palabra en udehéy me presentó a ella como jefe de expedición. Apaciguada, pero fiel a la etiqueta, que le prohibía toda manifestación de curiosidad indiscreta, la mujer nos examinó en silencio y a hurtadillas. La cabaña, pequeña por fuera, parecía aún más exigua en el interior. Había muy justo el lugar para sentarse o acostarse. Así que di orden a los cosacos de montar nuestras tiendas.
El contraste entre los indígenas de la orilla, ya asimilados a los chinos, y estos udehéstan primitivos, era extremadamente marcado. Nuestra huésped comenzó a preparar la cena sin decir palabra. Colocó la marmita sobre el fuego, vertió agua y puso dos grandes pescados. Tras de haber llenado y encendido su pipa, hizo algunas preguntas a Dersu. El patrón llegó cuando la cena estaba presta. Llevaba igualmente una larga camisa, negligentemente cerrada por un cinturón, que dejaba flotar una parte de esta sumaria vestimenta. Un calzón, rodilleras y untas,de piel de pescado, constituían el resto de su traje; estaba cubierto con un gorro de piel de corzo, que se adornaba además con una cola de ardilla. Su rostro, rubicundo y curtido, su traje abigarrado, aquella cola de ardilla y, en fin, los anillos y brazaletes que llevaba en las manos, le asemejaban mucho a un piel roja. Esta impresión no hizo más que acrecer cuando se sentó cerca del fuego y encendió la pipa, sin pronunciar una palabra, y sin casi advertirnos. Según el protocolo, correspondía a los visitantes romper el silencio. Al corriente de los usos, Dersu pidió a nuestro huésped informaciones concernientes al camino y a la profundidad de la nieve. La conversación se entabló así con facilidad. Al enterarse de quiénes éramos y de dónde veníamos, el udehéobservó que ya conocía nuestro deseo de costear el Iman. Lo había sabido por nuestros congéneres, que habitaban abajo del río y que, según su parecer, nos esperaban desde hacía largo tiempo. Yo me quedé muy asombrado.
Por la noche, su mujer reacomodó nuestras ropas y reemplazó nuestro calzado usado por untasnuevas. Como nuestro huésped me había prestado una piel de oso a guisa de somier, yo me metí rápidamente bajo mi manta y me dormí. Pero fui despertado en medio de la noche por un frío atroz. Sacando mi cabeza de debajo de la manta, vi que no había nada de fuego en la cabaña. Sólo algunos tizones ardían aún en el rescoldo del brasero. Por la abertura del techo se apercibía un fragmento de cielo estrellado: evidentemente, los udehéshabían extinguido el fuego, a sabiendas, antes de acostarse, a fin de evitar un incendio. Yo quise envolverme más cuidadosamente, pero de nada me sirvió, ya que el frío venía a penetrar por cada pliegue de mi manta. Me levanté, encendí un fósforo y miré el termómetro: indicaba 17º bajo cero. Entonces, sin dudar, arranqué un poco de corteza de abedul, que formaba parte de mi cama, y la arrojé al fuego, soplando sobre los tizones. Una llama se elevó al cabo de un minuto. Empujando al fuego los tizones esparcidos, me vestí y abandoné la cabaña. Los cosacos dormían, protegidos por su tienda, al lado de la hoguera encendida. Me calenté algún tiempo con este fuego y pensé en volver cuando percibí sobre la orilla el resplandor de otra hoguera, que me atrajo inmediatamente. Encontré a Dersu, protegido por una escarpadura de la orilla. Como el agua socavaba el terreno, se había formado un cobertizo natural bastante sólido, por debajo del cual Dersu había tenido la idea de prepararse una capa de hierbas secas. Ante esta alcoba improvisada, estaba encendida la hoguera del gold.Este, si bien estaba dormido, guardaba su pipa en la boca. Su fusil estaba depositado justo a su lado. Cuando desperté a Dersu, se levantó muy rápidamente y recogió su mochila, imaginándose que había dormido demasiado tiempo. Pero al saber de qué se trataba, me cedió su plaza y se extendió al lado mío. Al cabo de algunos minutos, me sentí más abrigado y dormí mucho mejor que en el interior de la cabaña.
Cuando me desperté, todo el mundo estaba ya en pie. Los cosacos se disponían a hacer hervir la carne del almizclero. Cuando quisimos partir, nuestro anfitrión se vistió y se declaró presto para acompañarnos hasta Sidatun.
Aquel día no hicimos demasiado camino. Aunque la disminución de provisiones hacía más ligeras nuestras mochilas, nos dio trabajo llevarlas, ya que las correas rozaban nuestras espaldas con fuerza cada vez mayor. Me daba cuenta de que no era el único en experimentarlo. Por otra parte, el viento frío había secado y pulverizado la nieve, lo que hacía notablemente más lento nuestro avance. Era sobre todo al subir las cuestas, cuando nos caíamos con frecuencia y nos precipitábamos hacia abajo. Nuestras fuerzas disminuían, nos sentíamos agotados y teníamos necesidad de un reposo más prolongado que un simple alto de un día.
Encontramos al borde del agua una cabaña abandonada. Los cosacos se instalaron en ella, mientras los chinos resolvieron dormir al aire libre, cerca del fuego. Dersu quería primero hacerles compañía, pero se dio cuenta de que ellos recogían la primera madera que les venía a las manos, y decidió dormir separadamente.