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Al día siguiente por la mañana, el tiempo no mejoró mucho. El viento continuó, penetrante e irregular. Tras haber deliberado, resolvimos intentar el pasaje del Sijote-Alin, con la esperanza de encontrar un tiempo más calmo sobre la vertiente oeste. La voz del goldfue decisiva:

—Pienso que esto acabará pronto —dijo, mostrando con su ejemplo que había que ponerse en ruta.

Nuestros preparativos no fueron largos. Apenas pasados veinte minutos, comenzamos a escalar la montaña, con las mochilas a la espalda.

Una parte escasa de vegetación se presentó al principio de este trayecto. La nieve que había caído durante aquellos dos últimos días, tenía a veces un metro de profundidad. Llegados al paso, hicimos un corto alto. La observación barométrica indicó que este punto sobrepasaba en novecientos metros el nivel del mar. Llamamos a este lugar el Paso de la Paciencia.

Las alturas del Sijote-Alin ofrecían un espectáculo terrible. El viento había abatido sectores enteros del bosque, lo que nos obligó a hacer grandes rodeos. Las raíces de los árboles que crecen en las montañas se extienden a ras del suelo, apenas protegidas, por musgos. Algunas de estas raíces habían sido arrancadas y los árboles se balanceaban y arrastraban en su movimiento a toda la red de sus bases sacudidas. Hendiduras negras se entreabrían y volvían a cerrarse alternativamente, como fauces gigantes, en el sudario blanco de la nieve.

Un cosaco se divirtió sirviéndose de una de esas raíces como de un columpio. Pero una ráfaga repentina hizo inclinar el tronco con todo lo que estaba enlazado a él y apenas tuvo tiempo el hombre de saltar de costado cuando el árbol entero se desplomó con gran estrépito, proyectando todo alrededor terrones congelados.

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Hacia el Iman

La bajada del Sijote-Alin se presentó en pendiente suave, si bien trabada por montones de piedras y cubierta de bosques espesos. Un pequeño arroyo que encontramos en la parte baja de la montaña nos condujo hacia un río. Un sendero primitivo, batido por tramperos chinos, se extendía tan pronto a lo largo del valle como por las colinas de los alrededores. La nieve, aún fresca, hacía destacar netamente cada pista. Patas de alces, de almizcleros, de cibelinas y de turones, habían dejado sus huellas. Dersu, que marchaba a la cabeza, las examinaba con atención. Se paró súbitamente, miró a todos lados y acabó por preguntar:

—¿De quién tiene miedo?

—¿A quién te refieres? —le pregunté.

—Al almizclero —respondió.

Miré las huellas y no encontré nada de particular. Eran huellas como las que se veían por todas partes, pequeñas y numerosas. Pero el goldera maestro en todo lo que se refería a indicios. La menor irregularidad de las pistas le permitía establecer si tal animal había sido turbado. Así que rogué a Dersu me dijese en qué consistían las pruebas de este terror súbito de la bestia en cuestión. Como de costumbre, su respuesta fue tan sencilla como lúcida.

El almizclero, que marchaba primero con un paso igual, se detuvo y avanzó con precaución, para arrojarse en seguida de costado y volver a partir a saltos. La nieve reciente permitía ver todo este cuadro con la misma precisión que las líneas de la mano. Yo quise reanudar la marcha, pero Dersu me detuvo con estas palabras:

—¡Espera, capitán! Hay que ver quién era el hombre del cual tenía miedo el almizclero.

Al cabo de un minuto, me gritó que el animal había sido asustado por una cibelina. Me reuní con él en seguida y, en efecto, percibí huellas sobre un gran árbol derribado y recubierto de nieve. Se podía advertir que el pequeño carnicero, después de trepar lentamente al abrigo de una rama, se había precipitado sobre el cérvido. Dersu encontró también el lugar donde el almizclero se había desplomado por tierra. Gotas de sangre indicaban que la cibelina había mordido con sus dientes la piel del animal perseguido, sin duda muy cerca de la nuca. Otras huellas venían a mostrar que la bestia atacada había conseguido desprenderse de su agresor y huir, mientras que la cibelina, cansada pronto de la persecución, había terminado por irse en otro sentido para trepar a continuación sobre un árbol.

Estoy seguro de que si hubiera tenido un contacto más prolongado con Dersu, o si éste hubiera sido más comunicativo, yo hubiera aprendido, por mi parte, a desenvolverme con las pistas, no tan bien como el gold,pero mejor que la mayor parte de los cazadores. Pero este hombre no decía todo lo que veía. A menudo guardaba silencio, sin dignarse explicar lo que le parecía simplemente accesorio y entablando sus monólogos sólo en el momento de percibir algún hecho realmente interesante.

Aproximadamente a veinticinco kilómetros del Sijote-Alin se encuentra la confluencia del curso de agua que nosotros seguíamos y de otra, que venía del norte. A partir de allí, empieza el río llamado propiamente el Kuliumbé, que teníamos que costear para llegar al Iman. Las aguas del Kuliumbé iban ya a congelarse, formando delgadas capas de hielo a lo largo de las orillas. Pero pudimos pasar fácilmente a la orilla opuesta para continuar nuestra marcha.

Encontramos un pajarillo al que nuestros cosacos dieron el sobrenombre de «el jovial», por lo juguetón que les pareció su carácter. Llamado normalmente «mirlo de agua», tiene la talla del mirlo ordinario, pero posee disposiciones acuáticas. Pude aproximarme a uno de estos pájaros y me detuve a observarlo. En constante acecho, se volvía a menudo, piando y sacudiendo la cola al ritmo de su música. Después, de repente, iba a darse una gran zambullida. Los indígenas aseguran que este pájaro se pasea fácilmente por el fondo del río, sin preocuparse de la rapidez de la corriente. Cuando remonta a la superficie y advierte a los hombres, el pájaro remonta el vuelo gritando y busca un refugio en las partes del río despejadas de témpanos. Yo le seguí hasta el momento en que llegamos a un meandro del Kuliumbé.

A lo largo de la noche, el río se congeló suficientemente como para permitirnos marchar sobre el hielo, lo que facilitó mucho nuestro avance. Además, el viento impetuoso había barrido la nieve y el hielo se consolidó cada día más. No obstante, quedaban aún muchos lugares del río que no estaban congelados y de los cuales se desprendía una niebla espesa.

Tras haber franqueado cerca de cinco kilómetros, llegamos a dos fanzascuyos propietarios, dos viejos y dos jóvenes coreanos, eran cazadores y tramperos. Sus habitaciones, todas nuevas y limpias, me gustaron tanto que decidí quedarme allí esa noche.

Por la tarde, como dos de estos coreanos iban a ver su ludeva,instalada en la taiga, con la intención de cazar «almizcleros», me uní a ellos. Situada a un medio kilómetro de la fanzaesta cerca de trampas tenía más de un metro de altura. Estaba construida de madera desgajada. Para asegurar este material contra el desgaste, los coreanos la habían apuntalado con estacas. Estos sistemas de trampas son habitualmente preparados en la montaña, cerca de sendas frecuentadas por los «almizcleros». En el cercado, se reservan algunos pasajes donde se encuentran instaladas trampas de cuerda. Cuando la cabeza del «almizclero» se encuentra cogida por el nudo, el animal comienza a debatirse, pero esto no hace más que cerrar más aún el lazo.

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