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Yediguéi, Kazangap y otros tres obreros no hacían otra cosa que correr de un lado para otro limpiando las vías del tramo, ora aquí, ora allá, ora de nuevo acá. Los trineos de camellos les sacaban de apuros. Trasladaban la pesada capa superior del obstáculo al borde de la vía; el resto tenía que hacerse a mano. Yediguéi no le ahorraba trabajos a Karanary estaba contento con la posibilidad de agotar sus fuerzas, de apaciguar su tumultuoso ímpetu y le enganchaba emparejado con otro de su talla. De esta suerte, arreándolos con el látigo, trasladaba los montones de nieve. Los camellos tiraban de una tabla transversal provista de un contrapeso sobre el que se ponía Yediguéi de pie para sujetar con su propio peso el sistema de arrastre. Entonces no disponían de otros aparatos. Se decía que habían salido ya de las fábricas unos quitanieves especiales, unas locomotoras que lanzaban los montones de nieve por los lados. Les habían prometido enviar pronto esas máquinas, pero de momento las promesas se habían quedado en palabras.

Si durante el verano hubo dos meses en los que el calor tostaba hasta hacer perder el entendimiento, en aquellos momentos respirar el aire helado era terrible, parecía que los pulmones iban a estallar. Y sin embargo, los trenes circulaban y era preciso hacer el trabajo. Aquel invierno, la cara de Yediguéi se cubrió de pelo que, por primera vez, brillaba con algunas motas blancas. Los ojos aparecían abotagados a causa del sueño mal satisfecho. Daba asco verse la cara en el espejo: negra como hierro colado. No se quitaba la pelliza, y encima llevaba continuamente la capa impermeable con capucha. Y botas de fieltro en los pies.

Pero fuera cual fuese el trabajo de Yediguéi, por mal que lo pasara, no se quitaba de la cabeza la historia de Abutalip Kuttybáyev. Era un grito doloroso clavado en su mente. A menudo, Kazangap y él razonaban y hacían elucubraciones sobre cómo había sucedido todo aquello y sobre cómo terminaría. Kazangap solía callarse las más de las veces, con el ceño fruncido, pensando tensamente en sus cosas. Pero un día dijo:

Siempre ha sido así. Hasta que no hayan examinado el asunto... No en vano decían en tiempo antiguo: «El kan no es Dios. No siempre sabe qué hacen los que le rodean, y los que le rodean nada saben de los que piden limosna en el mercado». Siempre ha sido así.

–¡Pero qué dices! ¡Vaya, hombre! Pues sí que eres sabio –se burló de él Yediguéi–. ¡Ya les dieron un buen palo a todos esos kanes! ¡No se trata de eso!

–¿Pues de qué? –preguntó juiciosamente Kazangap.

–¡De qué! ¡De qué! –rezongó irritado Yediguéi, pero al fin no respondió. E iba con esta pregunta atorada en su cerebro sin encontrar respuesta.

Como se sabe, una desgracia nunca viene sola. El mayor de los Kuttybáyev, Daúl, sufrió un fuerte enfriamiento. El niño tenía fiebre y deliraba, le atormentaba la tos, le dolía la garganta. Zaripa decía que tenía anginas. Le trataba con todo género de tabletas. Pero no podía permanecer constantemente junto al niño: trabajaba de guardagujas, tenía que vivir. Estaba de servicio, ora de noche, ora de día. Ukubala tuvo que tomar sobre sí esos cuidados. Con sus dos hijos, más otros dos, ella se arreglaba con los cuatro, pues comprendía en qué terrible situación se encontraba la familia de Abutalip. Yediguéi también ayudaba como podía. A primera hora de la mañana, llevaba a su barraca el carbón del cobertizo, y si le quedaba tiempo, encendía la estufa. Para prender el carbón de piedra hay que tener cierta habilidad. Echaba de una vez un cubo y medio de carbón para que el calor se mantuviera todo el día, para los niños. También llevaba agua del vagón-cisterna, detenido en la vía muerta, y partía la leña para encender el fuego. No le costaba mucho hacer todo esto, lo más difícil era otra cosa. Le resultaba imposible, atormentador e insoportable mirar a los ojos a los hijos de Abutalip y responder a sus preguntas. El mayor estaba enfermo y era un chico con un carácter muy comedido, pero el menor, Ermek, que se parecía a su madre, era vivo, afectuoso, muy sensible y fácil de herir, y con éste todo resultaba difícil. Cuando Yediguéi entraba el carbón por la mañana y encendía la estufa, procuraba no despertar a los niños. Sin embargo, raras veces conseguía salir sin ser notado. Ermek, con su cabecita rizada y negra, en seguida se despertaba. Y su primera pregunta, apenas abría los ojos, era:

–Tío Yediguéi, ¿vendrá pápikahoy?

Y el niño corría hacia él, sin vestirse, descalzo, con una inextirpable esperanza en los ojos, como si bastara con que Yediguéi dijera «sí» para que su padre volviera sin falta y de nuevo estuviera con ellos en casa. Yediguéi lo cogía de una brazada, flacucho, calentito, y de nuevo lo metía en la cama. Le hablaba como a un adulto:

Hoy no sé, Ermek, si vendrá o no tu pápika; desde la estación nos han de comunicar por teléfono en qué tren volverá. Porque los trenes de pasajeros no se detienen aquí, eso ya lo sabes. Sólo cuando lo ordena el jefe de circulación del ferrocarril. Yo creo que dentro de unos días enviará un telegrama. Y entonces, tú y yo, y Daúl, si para entonces ya está curado, iremos a ese tren a recibirle.

–Le diremos: « pápika, aquí estamos nosotros!». ¿No es así? –desarrollaba el niño la invención del adulto.

–¡Claro que sí! Lo haremos de esta manera –le apoyaba con tono animado Yediguéi.

Pero no era tan fácil engatusar al imaginativo niño.

–Tío Yediguéi, podríamos ir, como aquella vez, en un tren de mercancías, todos, a ver al jefe de circulación. Y decirle que detenga aquí el tren en que venga pápika.

Había que salir del paso.

–Pero entonces era verano y hacía calor. ¿Cómo quieres viajar ahora en un tren de mercancías? Hace mucho frío. Y viento. Fíjate cómo se han helado las ventanas. No llegaríamos, nos congelaríamos como carámbanos. No, es muy peligroso.

El niño se callaba, muy triste.

–De momento, quédate en la cama, yo voy a ver a Daúl –encontró la excusa Yediguéi, y se acercó a la cama del enfermo y puso su pesada y nudosa mano sobre la ardiente frente del niño... Éste abrió con dificultad los ojos y sonrió débilmente con los labios pegados por la fiebre. La fiebre se mantenía–. No te destapes. Estás sudando. ¿Me oyes, Daúl? Te vas a enfriar aún más. Y tú, Ermek, tráele el orinal cuando quiera orinar. ¿Me oyes? Para que no se levante. Pronto llegará mamá del servicio. Y tía Ukubala vendrá inmediatamente y os dará de comer. Y cuando Daúl se restablezca vendréis a casa a jugar con Saule y Sharapat. Tengo que ir a trabajar, pues hay tanta nieve que los trenes no pueden pasar –dijo Yediguéi a los niños antes de marcharse.

Pero Ermek era implacable.

–Tío Yediguéi –le dijo cuando éste se encontraba ya en el umbral–. Si hay mucha nieve cuando el tren de pápikase detenga, yo también iré a quitarla. Tengo una pala pequeñita.

Yediguéi salió de la casa con el corazón dolorido y oprimido. Sentía el agravio, la impotencia, la piedad. En aquel momento estaba furioso contra todo el mundo. Y descargó su rabia contra la nieve, el viento, los obstáculos y los camellos, a los que no ahorraba esfuerzos en el trabajo. Trabajaba como una fiera, como si él solo pudiera detener toda la ventisca de Sary-Ozeki...

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