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Y los días pasaban como gotas de agua cayendo con irreversible uniformidad una tras otra. Enero quedaba atrás, y los fríos empezaban a ceder. No había ninguna noticia de Abutalip Kuttybáyev. Perdiéndose en suposiciones Yediguéi y Kazangap, opinando cada cual a su modo los demás hombres. Tanto a uno como a otro les parecía que debían soltarle pronto, no había pasado nada tan terrible, sólo escribía algo para sí mismo, no para ningún otro. Ésta era su esperanza, y la que, como podían, infundían en Zaripa, para que aguantara firme y no se desmoralizara. Ella también comprendía que, por los niños, tenía que ser de piedra. Se encerró en sí misma, sin despegar los labios, y sólo sus ojos brillaban de inquietud. Quién sabe hasta cuándo bastaría su aguante.

En aquel momento, Burani Yediguéi estaba libre del trabajo. Decidió pasear por la estepa y echar una ojeada para ver cómo pastaba la manada de camellos y, sobre todo, cómo se comportaba Karanar. ¿No habría maltratado a algún otro animal del rebaño? Se volvía loco, era la estación. Fue con los esquís, no estaban muy lejos. Volvió temprano. Y se disponía a informar a Kazangap de que todo estaba en orden. Los animales pastaban en el valle de Lijosvost, donde casi no había nieve, pues se la llevaba el viento, y por ello el pasto estaba abierto, no había motivo de inquietud. Pero Yediguéi decidió pasar por su casa para dejar los esquís. La hija mayor, Saule, asomó asustada por la puerta.

–¡Papá, mamá está llorando! –exclamó, y desapareció.

Yediguéi, alarmado, arrojó los esquís y se apresuró a entrar en casa. Ukubala lloraba a lágrima viva, y a Yediguéi se le cortó la respiración.

–¿Qué? ¿Qué ha pasado?

–¡Así sea todo maldito en este maldito mundo! –empezó a recitar ahogándose en sollozos Ukubala.

Yediguéi nunca había visto a su mujer en aquel estado. Ukubala era una mujer fuerte y vivaracha.

–¡Tú, tú tienes la culpa de todo!

–¿De qué? ¿De qué tengo la culpa? –preguntó impresionado Yediguéi.

–Les has contado una sarta de mentiras a esos desgraciados niños. Y hace un momento, ahora mismo, acaba de detenerse un tren de pasajeros para cruzarse con otro que venía en dirección opuesta. Se detuvo y le dejó pasar. ¿Y por qué habrán tenido que cruzarse en nuestro apartadero? Pero los niños de Abutalip, ambos, cuando vieron que se detenía el tren de pasajeros, se precipitaron hacia allí gritando: «¡Papá! iPa'pika! ¡Ha llegado pápika!». ¡Y al tren! Y yo tras ellos. Y ellos corrían de vagón en vagón deshaciéndose en gritos: «¡Papá, pa'pika! ¿Dónde está nuestro pápika?». Pensé que iban a caer bajo el tren. ¡Y ellos corrían por todo el convoy llamando a su padre! Y mientras los alcanzaba, mientras cogía a ése, al pequeño, y agarraba al segundo por la mano, el tren se puso en marcha y partió. Y ellos querían liberarse: «¡Allí va nuestro pápika, no ha tenido tiempo de bajar del tren!». ¡Y lanzaban cada grito! Se me oprimió el corazón, pensé que iba a volverme loca, tales eran sus gritos y su llanto. ¡Ermek lo pasa muy mal! ¡Ve a tranquilizar al niño! ¡Ve! Tú les dijiste que su papá volvería cuando se detuviera un tren de pasajeros. ¡Si hubieras visto lo que ha pasado cuando el tren ha partido sin que apareciera su padre! ¡Si lo hubieras visto! ¿Por qué la vida será de esta manera, por qué une tan terriblemente a un padre con su hijo y a un hijo con su padre? ¿Por qué esos sufrimientos?

Yediguéi fue a verlos como quien va a un suplicio. Y una sola cosa le pedía a Dios: que condescendiera a perdonarle, antes de castigarle por haber engañado involuntariamente a aquellas almas pequeñas y confiadas. Él no les quería causar ningún daño. ¿Qué les diría ahora, cómo responder a sus acusaciones?

Cuando apareció, Daúl y Ermek, llorosos y con los ojos hinchados hasta lo irreconocible, se echaron a llorar con nueva fuerza, se precipitaron hacia él gimiendo, ahogados en lágrimas, sollozando, llorando, y procuraron explicarle, interrumpiéndose uno a otro, que el tren se había detenido en el apartadero, pero que su padre no había tenido tiempo de bajar, y que él, el tío Yediguéi, parara el tren...

Saguindim papikamdi [25]. ¡ Saguindim papikandi! –gritaba Ermek suplicándole con su aspecto, con su confianza, con su esperanza, con su pena.

–En seguida voy y me entero de todo. Calma, calma, no lloréis. –Yediguéi intentó hacerlos entrar en razón, tranquilizar de alguna manera a aquellos niños deshechos en llanto. Y aún le resultaba más difícil contenerse, no dejarse abatir, no alterar su rostro, para que los niños no vieran en él a un hombre débil e impotente–. Ahora mismo iremos, ¡ahora iremos! –«¿Adónde iremos? ¿Adónde? ¿A quién acudiremos? ¿Qué haremos? ¿Qué hacer?», pensaba al mismo tiempo–. Ahora saldremos y lo pensaremos, hablaremos –prometió Yediguéi algo vago, y murmuró unas palabras incoherentes.

Se acercó a Zaripa. Estaba echada sobre la cama con la cara hundida en la almohada.

–¡Zaripa, Zaripa! –le tocó el hombro Yediguéi.

Pero ella no levantó la cabeza.

–Ahora vamos a salir, caminaremos, vagaremos un poco porlos alrededores y luego echaremos un vistazo a mi casa –le dijo–. Voy a salir con los niños.

Fue lo único que se le ocurrió para tranquilizarlos de alguna manera, para distraerlos, y al propio tiempo para poder reflexionar él mismo. Se montó a Ermek sobre la espalda y tomó a Daúl de la mano. Y echaron a andar sin rumbo a lo largo de la línea del ferrocarril. Burani Yediguéi nunca había experimentado tanta compasión por la desgracia ajena. Sentado sobre sus espaldas, Ermek continuaba sollozando, echando sobre su nuca una respiración apenada y húmeda. Aquel pequeño ser humano, enfermo de tristeza, se pegaba tan confiadamente a él, se agarraba tan confiadamente a sus hombros, y el otro ser se cogía también tan confiado de su mano, que Yediguéi estaba a punto de lanzar un aullido de dolor y compasión por ellos.

Y así caminaron a lo largo de la vía férrea, en medio del desierto Sary-Ozeki, y sólo pasaban los trenes, retumbando, ora en una dirección ora en otra... Llegaban y se marchaban...

Y otra vez Yediguéi se vio obligado a decirles a los niños una mentira. Les dijo que se habían equivocado. Aquel tren que se había detenido casualmente en el apartadero iba en otra dirección, y su pápika tenía que llegar de la parte opuesta. Pero, seguramente, no iría tan pronto. Le habían mandado de marinero a no sé qué mar, y cuando el barco llegara de este pequeño viaje, él volvería a casa. De momento era preciso esperar. En su interior esperaba que esta mentira los ayudaría a resistir hasta que se convirtiera en realidad. Yediguéi no dudaba que Abutalip volvería. Pasaría cierto tiempo, entenderían su caso, y él volvería, no perdería ni un segundo apenas le liberaran. Un padre tan amante de sus hijos no se retrasaría ni un segundo... Y por eso Yediguéi dijo aquella mentira... Conociendo bastante bien a Abutalip, Yediguéi se imaginaba mejor que nadie cómo lo había de pasar aquel hombre separado de su familia. Otra persona quizá no lo sintiera de una forma tan aguda, quizá no sufriera tan duramente aquella separación temporal, ajena a su voluntad, con la esperanza de volver pronto a casa. Sin embargo, para Abutalip –Yediguéi no tenía ninguna duda de ello– representaba el castigo más terrible. Y Yediguéi temía por él. ¿Resistiría? ¿Esperaría a que las cosas siguieran su cauce?

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