Víktor, burlándose con condescendencia, lo miró mientras intentaba encender un cigarrillo húmedo. En el rostro de Kvadriga apareció de repente un asombro indescriptible mezclado con agravio.
—Aquí también... —pronunció, con repugnancia.
—¿Qué pasa? —se interesó Víktor.
—Agua —dijo el soldadito con timidez—. Agua pura. Fría.
Víktor bebió de su copa. Sí, se trataba de agua, pura, fría, destilada incluso.
—¿Qué nos estás dando de beber, Kvadriga?
R. Kvadriga, sin decir palabra, tomó la segunda botella y bebió un trago. Su rostro se torció. Escupió, dijo «Dios mío», se inclinó y salió de la habitación de puntillas. El soldadito sollozó de nuevo. Víktor miró las etiquetas de las botellas: ron, whisky. Bebió otro trago de su copa: agua. El aire comenzó a oler mal, los tablones del suelo crujieron y la piel de su nuca se erizó bajo la mirada atenta de unos ojos. El soldadito escondió la cabeza dentro del cuello del enorme jersey de Kvadriga y metió las manos dentro de las mangas. Sus ojos eran muy redondos, miraba fijamente a Víktor.
—¿Qué miras? —preguntó Víktor con voz ronca.
—¿Qué le pasa? —preguntó a su vez el soldadito en un susurro.
—A mí, nada, pero tú, ¿qué miras con esos ojos desorbitados?
—Nada, pero usted... Me da miedo... No es necesario...
«Tranquilidad —se dijo Víktor—. No pasa nada. Son los superhombres. Los superhombres pueden hacer cosas más extrañas aún. Hermano, pueden hacerlo todo. Convertir el agua en vino, y el vino en agua. Están sentados en el restaurante y convierten las cosas. Subvierten los cimientos, la piedra de la base. Y están por la sobriedad, su puta madre...»
—¿Has tenido miedo? —le dijo al soldadito—. Eres un cagón.
—¡Mucho miedo! —replicó el soldadito, más animado—. A usted, todo le da igual, pero yo he tenido que soportar cada cosa... Estaba de guardia por la madrugada y uno salió volando de la zona, mirándonos desde arriba... Uno de nuestros cabos se cagó en los pantalones... El capitán repetía todo el tiempo: «Ya se acostumbrarán, es el servicio, el juramento...». No es posible acostumbrarse. A veces llegaba volando, se sentaba sobre la caseta de guardia, miraba, miraba... con ojos rojos, no eran humanos, brillaban, apestaba a azufre...
El soldadito sacó las manos de las mangas y se santiguó.
Kvadriga regresó de lo profundo de la casa, caminando todavía inclinado y de puntillas.
—Solamente agua —dijo—. Víktor, larguémonos. Tengo el coche en el garaje, con el tanque lleno, nos montamos en él y ¡al diablo! ¿Sí?
—No te rindas al pánico. Siempre habrá tiempo de huir. Pero haz lo que quieras. Yo no pienso irme ahora, pero tú, lárgate. Y llévate al chico.
—No —dijo Kvadriga—. No me iré sin ti.
—Entonces deja de temblar y trae algo de comer —ordenó Víktor—. Tu pan todavía no se ha transformado en piedra, ¿no?
El pan no se había transformado en piedra. Las conservas seguían siendo conservas, y bastante buenas. Comieron, y el soldadito contó el terror que había experimentado en los últimos dos días. Habló de los leprosos voladores, de la invasión de gusanos de lluvia, de los niños que se habían vuelto adultos en dos días, de su amigo, el soldado Krupman, un chico de diecinueve años, que del miedo se pegó un tiro... y de cómo les habían llevado la comida al puesto de guardia, la pusieron a calentar, dos horas la tuvieron sobre el hornillo pero no se calentó, se la comieron fría... Y aquel día, cuando entró a su guardia, a las ocho de la noche, llovía torrencialmente, con granizo, y sobre la zona volaban unas luces incomprensibles, sonaba una música sobrenatural, se escuchaba una voz no humana y otra, que hablaba, y hablaba, y hablaba, pero no se entendía una palabra de lo que decía. Y después, de la estepa habían salido unas columnas que giraban, y se habían metido en la zona. Y apenas habían entrado en la zona cuando se abrieron las puertas y salió de allí el señor capitán en su coche. No tuve tiempo ni de saludar, sólo vi que el señor capitán estaba en el asiento de atrás, sin impermeable, sin gorra, golpeaba al conductor en la nuca y gritaba: «¡Vamos, hijo de perra, vamos!». Sentí que algo se rompía dentro de mí, como si alguien me hubiera dicho corre, piérdete, que si no, ni tus huesos van a aparecer. Salí corriendo. Pero no por el camino, sino por la estepa, campo a través, cruzando las cañadas, estuve a punto de caer en el pantano, dejé el impermeable en alguna parte, era nuevo, los repartieron ayer, pero llegué a la ciudad y allí vi las patrullas. La primera vez apenas logré escapar, la segunda por poco me pescan, llegué hasta la estación de autobuses, vi que dejaban pasar a los civiles, pero a los soldados les pedían la autorización. Por eso hice lo que hice.
Tras contar su historia, el soldadito retornó al butacón, se hizo un ovillo y se durmió enseguida. Kvadriga, dolorosamente sobrio, se puso a repetir que era necesario huir lo más pronto posible.
—Ahí tienes a un hombre —decía, señalando con el tenedor en dirección al soldado dormido—. Un hombre que entiende... Pero tú, Bánev, eres un obtuso, tienes las entendederas como una piedra. No sé cómo no te das cuenta, yo siento físicamente cómo me presionan desde el norte... Créeme... sé que no me crees, pero créeme ahora, hace rato que os vengo diciendo: no nos podemos quedar aquí... Gólem te llenó la cabeza de aire, ese borracho narigudo... Entiéndelo, ahora el camino está libre, todos esperan el amanecer, pero más tarde habrá atascos en todos los puentes, como en el cuarenta... Eres un burro terco, Bánev. Siempre has sido así, lo eras en el gimnasio...
Víktor le ordenó que se durmiera o se fuera al infierno. Kvadriga se molestó, terminó de comerse las conservas y se acomodó en el sofá, envuelto en una manta de lana. Estuvo un rato dando vueltas, gimiendo, mascullando avisos apocalípticos, y después quedó en silencio. Eran las cuatro de la madrugada.
A las cuatro y diez, la luz parpadeó y se apagó del todo. Víktor se estiró en el butacón, se cubrió con unos trapos secos y permaneció acostado, tranquilo, mirando la ventana oscura y escuchando con atención. El soldadito gemía en sueños, el exhausto doctor honoris causa roncaba. En alguna parte, seguramente en la estación de autobuses, comenzaron a rugir los motores y se oían gritos de personas. Víktor intentó entender qué ocurría y llegó a la conclusión de que los mohosos se habían enojado con el general Pferd, lo habían echado de la leprosería, habían trasladado su residencia a la ciudad y se imaginaban que, como eran capaces de transformar el vino en agua y aterrorizar a la gente, podrían resistir a la policía moderna, peor todavía, a un ejército moderno. Idiotas. Destruirán la ciudad, morirán y dejarán a la gente sin techo. Y los niños... ¡Acabarán con los niños! ¿Y por qué? ¿Qué quieren? ¿Será otra lucha por el poder? Eh, vosotros, superhombres. Qué inteligentes, cuánto talento... la misma porquería que nosotros. Un nuevo orden más, y mientras más nuevo es ese orden, peor es, lo sabe todo el mundo. Irma... Diana... Se estremeció, buscó el teléfono en la oscuridad, se lo llevó al oído. El teléfono callaba. Una vez más no se habían puesto de acuerdo en el reparto de algo, y a nosotros, a la gente que nadie necesita, nos debían dejar en paz, pero de nuevo tenemos que abandonar nuestros hogares, pisotearnos mutuamente, huir, salvarnos, o peor todavía, elegir un bando sin saber nada, sin entender nada, sólo por lo que nos dicen, y ni siquiera por lo que nos dicen, Dios sabrá por qué... dispararnos unos a otros, matarnos unos a otros.