Lavé las patatas peladas en tres aguas, llené a medias la cazuela y corté las patatas en dos o tres trozos cada una. A continuación, puse la cazuela al fuego.
Decid lo que queráis, pero todo aquel invento con la definición del índice CPLT era una locura y un despilfarro de dinero público. Como la mayoría de los proyectos muy intelectuales, relacionados con la literatura y el arte en general. Vaya absurdo, poner cientos de armarios solamente para demostrar que si publican a un autor tendrá muchos lectores, aunque puede ser que no tantos; pero si, por el contrario, no lo publican, entonces ese canalla, ese escritor de pacotilla, no tendrá ningún lector. O peor todavía: si se publica, digamos, un tomito de Alexandr Serguéievich Pushkin, aunque sea de prosa, y a la vez se publica una novelita de Inodor Letrínovich Bidet sobre las pasiones en un horno de fundición, Pushkin contará con muchísimos más lectores. Eso era en esencia todo lo que aquel hombre había intentado meterme en la cabeza. Además, quizá, de la sencilla idea de que lo bueno es siempre bueno, pero lo malo no es siempre malo...
¿O había algo que no era así? ¿O algo que no comprendí, y que en este momento aún no podía comprender? Pues hizo demasiadas insinuaciones, debió haber dicho claramente lo que necesitaba, no pienso ir otra vez por allí, y las patatas ya estaban listas...
Ya lo tenía todo preparado en la mesa, una deliciosa mezcla de patatas y ternera humeaba en un plato hondo, la cocina estaba llena de los aromas de la carne, la cebolla, la hoja de laurel... Iba llenando una copa panzona de coñac, qué bueno era vivir, el horizonte se había despejado, se había llenado de buenos presentimientos. Más de la mitad del guión estaba listo, no había que ir a la sastrería a por la chaqueta de pieles, y no tenía ni la menor necesidad de ir nuevamente a la calle Bánnaia. Todas las deudas habían sido pagadas antes del crepúsculo, como decía el joven señor Cochrane.
Me tomé una copa, me llené la boca de patatas con carne y encendí la tele.
Alguien torturaba un violín en la primera cadena. Después de contemplar durante un rato el rostro angustiado del torturador, cambié de canal. En la segunda cadena, bailaban unos aficionados: volaban las faldas multicolores, golpeaban los tacones, abrían y cerraban los brazos y, de vez en cuando, soltaban grititos agudos. Me llené otra vez la boca de patatas y de nuevo cambié de canal. Allí, varios ancianos se encontraban sentados en torno a una mesa redonda y conversaban. Se hablaba de los límites alcanzados, de la decisión de apoyar algo en alguna parte, de los grandes trabajos para la reconstrucción de algo metálico...
Yo seguía masticando patatas que, de alguna manera, habían dejado de ser sabrosas, oía y soltaba tacos para mis adentros. ¡La televisión! ¡Gran maravilla del siglo veinte! Un auténtico concentrado de esfuerzos, talento e inventiva de decenas, cientos, miles de grandísimos intelectos de nuestra, de mi época. Sólo para que ahora, al regresar del trabajo, decenas de millones de personas cansadas cambiaran tenazmente de canal junto conmigo, incapaces de resolver una tarea verdaderamente irresoluble: ¿qué elegir? ¿Al inspirado torturador de violines? ¿O la salvaje multitud sudorosa de bailarines folclóricos aficionados? ¿O a esos tristes y elusivos especialistas en torno a la mesa redonda?
Al final, elegí al torturador. Me serví una segunda copa, la bebí y me puse a escuchar. De repente pensé que se trataba de una alucinación. Desde niño me habían metido la música clásica por los oídos. Probablemente, alguien había dicho en alguna parte que si a una persona se le mete todos los días música clásica por los oídos, poco a poco se acostumbraría y después no podría vivir sin ella, y eso sería bueno. Y así comenzó. Queríamos jazz, el jazz nos volvía locos y nos asfixiaban con sinfonías. Nos encantaban las romanzas que retorcían el alma y las canciones carcelarias, y nos aplastaban bajo conciertos de violín. Corríamos a escuchar a bardos y trovadores, y nos envenenaban con oratorios. Si todos aquellos esfuerzos titánicos para introducir la cultura musical en nuestras conciencias tuvieran un rendimiento aunque fuera igual al de la máquina térmica de Denis Papin [11], viviría ahora rodeado de conocedores y amantes de la música clásica, y sin lugar a dudas, yo también sería amante y conocedor. Miles y miles de horas por radio, miles y miles de programas de televisión, millones de discos... ¿Y cuál era el resultado? Garik Aganián tenía un conocimiento casi profesional de la música pop, Zhora Naúmov seguía coleccionando canciones de bardos. Trepa Nacional era como yo: mientras menos música, mejor. Es verdad que también tenemos a Valentín Demchenko. Pero a él le gusta la música clásica desde su más tierna infancia, aquí no viene al caso la propaganda musical...
Mientras pensaba en estos temas, el violinista desapareció de la pantalla y en su lugar irrumpieron unos jugadores de hockey. Uno de ellos, nada más aparecer, golpeó con su palo a otro en la cabeza. El cámara, avergonzado, desplazó la imagen, no me mostraban lo más interesante y apagué el televisor. Estaba satisfecho, algo alegre, y lo único que me quedaba por hacer era lavar los platos.
Después, me fui al despacho y me puse a caminar lentamente a lo largo de la estantería llena de libros, pasando el índice por las puertas de vidrio.
Guerra y paz.Para hoy, no. Aún no han transcurrido ni seis meses.
Cartas de Chéjov.No estoy de humor.
Chukovski: De Chéjov a nuestros días.Volví a leerlo hace poco.
Pues sí. El propio Antón Pávlovich [12], en diez tomos. ¿Releer Una historia aburrida?No. La guardaremos para un día más lúgubre.
Mijaíl Bulgákov. Estuve un rato contemplando el lomo del libro, arrugado, desgastado en algunos lugares, con un trocito de encuadernación colgando por abajo... No, basta, no le prestaré este libro a nadie más. No cuidan nada, demonios. «Grande fue el año 1918 desde el nacimiento de Cristo, y terrible, el segundo desde el inicio de la revolución.»
—Pues no —dije en voz alta—. Ahora voy a leer La novela teatral.No hay nada mejor en el mundo que La novela teatral,me da igual lo que penséis o hagáis.
Y tomé de la balda el tomo de Bulgákov, acaricié la suave encuadernación con los dedos y con la mano, y por enésima vez pensé que no debía tratar a un libro como a una persona viva, que eso era pecado.
A mis espaldas sonó el teléfono y me estremecí, porque ya no estaba allí, sino en una mínima habitación sucia con un diván en el que asomaba un muelle, incómodo como un delirio de Kafka. El costado volvió a dolerme de repente, apreté el libro frío contra mis costillas, me aproximé a la mesa, me dejé caer en el butacón y descolgué el teléfono.
Se trataba de Valentín Demchenko. Se me había olvidado completamente que el sábado era el cumpleaños de Sónechka y me invitaban a festejarlo. Me alegré. Me alegré, primero, porque el cumpleaños de Sónechka no se celebra todos los años, y si se celebra eso quiere decir que todo anda bien entre ellos, que están dentro de la franja del bienestar económico, que todos están saludables, que el capitán de corbeta Demchenko, tras emerger de abismos salados, ha enviado una carta alentadora desde la ciudad de Murmansk, y que en general, todo es maravilloso. Y en segundo lugar, me alegré porque al cumpleaños de Sónechka no invitan a cualquiera.